El sonido en Dunkerque

Por Hernán Schell

En Perro Blanco tenemos entusiastas de todo tipo. Algunos de nuestros redactores a veces enloquecen y se ceban. Otros pueden ser más cautos. Hernán Schell es un formalista conspicuo, quizás de los más avezados y minuciosos que tenemos en la revista. El asunto es que cuando salió de ver Dunquerke Baby Driver (mantengamos el nombre original) se abocó a la tarea ciclópea de analizar el sonido de ambas de manera comparada. Cuando el muchacho se dio cuenta ya iba por la séptima página. Por eso nos pareció que iban a disfrutar más ambas notas por separado. Aquí va la primera parte. Lean, que como decía la Coca, es trabajo.

Dunkerque (Dunkirk)
Inglaterra-Holanda-Francia-Estados Unidos, 2017, 106′
Dirigida por Christopher Nolan
Con Fionn Whitehead, Damien Bonnard, Aneurin Barnard, Mark Rylance, Tom Hardy, Keneth Branagh, Cilian Murphy.

Tambores distantes

Por Hernán Schell

Hace unos días escribía esto en la red social de Twitter:”Para mi sorpresa, Dunkerque de Nolan dura 106 minutos. Nunca pensé que iba a decir esto, pero esa duración hace que le tenga un cacho de fe.”

Como respuesta involuntaria a mi entusiasmo (y al de varios otros que sostuvieron algo similar) Javier Porta Fouz escribe en una breve nota del diario La Nación que dicha duración puede deberse a algo más cercano a una jugada ligada al marketing, a una argucia para poder diferenciarse del resto del cine grandote. Y acto seguido argumenta esto visto y considerando que no es una película “de especial cohesión y consistencia, de esas que parecen tener una duración justa, de las que se apoyan en un arco narrativo compacto, en un movimiento único de la acción”. Y agrega como otra prueba que hay varias escenas de la película que podrían quitarse sin que esto afecte demasiado el resultado.

La descripción que hace Porta Fouz es precisa, y la entiendo como una buena forma de apoyarse en esa sospecha. Sin embargo, creo que uno puede legitimar la escasa duración de la película -al menos escasa si la comparamos con lo que suele entregar el cine bélico en general y el de Nolan en particular- por la propia propuesta del director. O sea, creo que Dunkerque dura poco no por una cuestión de arbitrariedad narrativa, sino porque la idea principal del director es sumergirnos en un clima de intensidad y paranoia lacónica que corre el peligro de arruinarse si se la sostiene durante demasiado tiempo.La de Nolan es una película que juega a muchas cosas: al enemigo invisible, a narrar sabiendo de antemano nuestro conocimiento histórico sobre los hechos, a fragmentar la narración y sobre todo a ser un parque de juegos con el sonido. No es poca cosa lo que digo; de hecho, en pocas películas americanas de los últimos años el sonido es un factor tan fuerte y clave para entender su atractivo, al punto tal que la escena en la que Mark Rylance dice que prefiere escuchar los motores de los aviones a verlos puede tomarse como toda una posición estética, una declaración en clave de la misma película.

Casi toda la belleza y tensión de Dunkerque viene en forma sonora. Algo que puede observarse ya al principio, cuando vemos como esos soldados ingleses van muriendo uno por uno mientras las balas atraviesan sus espaldas. Al enemigo no se lo ve por estar fuera de campo, y a las balas tampoco porque, lógicamente, van demasiado rápido. Luego de esto vendrán otras amenazas sonoras de enemigos a los que nunca les veremos las caras. Serán bombas, balas, metrallas y un torpedo que apenas puede verse debajo del agua; si hasta el golpe mortal en la cabeza que recibirá el empleado George en el barco será visto de forma intencionalmente confusa -nunca se sabe exactamente contra qué objeto choca-, pero reconoceremos su característica fatal a partir de un sonido seco y fuerte

¿Y qué pasa mientras tanto con la imagen?, bueno, ahí está quizás uno de los aspectos más fascinantes y osados de esta largometraje: prescindir casi en su totalidad de imágenes espectaculares, de la explosión fácil y efectista o los hundimientos de barcos en cámara lenta. El ejemplo más claro de este rechazo al efectismo visual se ve en las escenas áreas, acaso lo más osado que haya hecho Nolan en toda su carrera. Hay algo rarísimo ahí en términos formales. Por empezar, no parece interesado en lo más común, que es dar una sensación de velocidad a esos aviones. Por el contrario, los hace volar a pleno día, en un cielo casi sin nubes, lo que le quita posibilidad de tener algo atrás para que apreciemos lo rápido que van. En lugar de eso, hace algo poco convencional: los mira cómo van por el aire, como quien contempla algo con fascinación y extrañamiento (el extrañamiento es, como veremos más adelante, uno de los efectos más comunes y reconocibles de este film) y resuelve las escenas de tiroteo con claridad, pero sin intención de generar adrenalina. Lo que hay a veces en esas escenas es una sorpresa derivada de los disparos,  que, como es esperable, se escuchan pero nunca vemos (ni a los disparos ni a la fuente de los mismos).

¿Y qué hay de la música? Otro tipo de sonido al fin y al cabo. La película de Nolan, ya se ha dicho en incontables ocasiones, hace uso y abuso de la banda de sonido compuesta por Hans Zimmer. Como estamos ante el encuentro de Zimmer -“compositor megalómano insoportable”, según la definición de mi melómana amiga Laura Romero- y Nolan, la película estará llena de sonidos estridentes y música sinfónica altisonante. Música que de manera aislada es francamente fea, pero que en la película cuenta con varias funciones curiosas. La primera de ellas es que la banda de sonido no cuenta con un leitmotiv fijo. Que traducido implica que no hay repetición de una misma melodía durante el metraje. No es poco eso: hablamos de una de las bases del cine para crear -al menos desde el punto de vista auditivo- cierta idea de orden en el relato. El leit motiv musical es, además, una forma perfecta de crear una memoria emotiva -pregunten a Spielberg por el final de E.T., El extraterrestre o por la presentación de los dinosaurios de Jurassic Park-.
La banda de sonido de Zimmer no tiene un un leitmotiv, y por ende, ningún centro sonoro emotivo vital. De hecho, la música pareciera ir construyéndose sobre la marcha. Y más aún, parece no ir hacia donde uno espera que vaya. Pondré un ejemplo sencillo y particularmente brillante. En un momento de Dunkerque vemos a unos soldados trayendo a un enfermo en una camilla. Por la clase de música que suena pareciera que estamos ante una de esas escenas que irán en un increscendo dramático tal que terminarán en alguna tragedia (o morirá el enfermo de la camilla, o morirá alguno de los que la traen, o todos ellos). Sin embargo, la música de Zimmer va increscendo y después vuelve al mismo sonido del principio, como una melodía circular que podría extenderse por siempre. De modo similar, ese traslado del enfermo en la camilla tampoco deriva en nada específicamente bombástico. No habrá, por ejemplo, un momento en que la música se interrumpa abruptamente para dejar que se escuche una explosión ni habrá un descenso abrupto de esa música para interrumpir la caminata de los soldados. En algún punto acá la música tiene otra función, la de significar musicalmente una sensación de tensión e impredictibilidad constante. Por eso en la película casi nunca se repite la misma melodía y raras veces esas melodías terminan: están ahí para resaltar la amenaza permanente (por eso casi nunca para de escucharse, lo que puede provocar irritación en algunos pasajes) y confundiéndose muchas veces con los sonidos ambientes. En otras formas melódicas más convencionales, la música estará para representar orquestalmente la magnificencia o peligro de algo que apenas se ve, tal y como pasa por ejemplo con el torpedo que ataca la embarcación (visualmente casi fuera de campo en su totalidad); y en otras formas mucho menos convencionales, estará para que una música extrañada le quite emoción a escenas. La escena más clara de esto es la escena del discurso agónico de George, cliché de cine bélico que Nolan traslada no a un soldado sino a un civil que estuvo lejos de morir en batalla aunque si por la locura de la guerra. El momento es musicalizado por Zimmer con una música extrañada que anula cualquier tipo de posibilidad de volverla lacrimógena.

Si uno lo piensa, esto tiene un sentido dramático bastante claro: Dunquerke es una película bélica hecha rabiosamente en el tiempo presente de esos soldados y en un momento histórico específico en el cual Alemania parecía una fuerza imparable. Volver a los alemanes figuras fuera de campo representadas por algo tan inmaterial por el sonido es representar ese poder desconcertante y brutal, que -al menos en 1940- parecía imposible de ser frenado. En esos momentos no es difícil pensar que lo sentimental estaba fuera de lugar: había demasiado shock en el fervor de la batalla para estar sintiendo en toda su dimensión la tragedia humana que implica una muerte. Por eso la historia más fallida de Dunkerque es la del padre interpretado magistralmente por ese monstruo actoral llamado Mark Rylance. En cada frase “sabia” de esta persona, segura de sí misma y reflexiva, se pierde justamente esa sensación de fragilidad y desconcierto que domina la película. La otra falla de la película está también en el malogrado quiebre sentimental de sus últimos 20 minutos, cuando justamente vemos los botes pequeños y la música de Zimmer cambia abruptamente a una triunfalista y de intenciones emotivas. Es muy difícil, sino directamente imposible, construir emoción cuando todo lo anterior se esforzaba por exaltar la confusión y el desconcierto. Más difícil es aún cuando Nolan, ya avanzado el metraje, muestra que las tres historias son parte de un mecanismo de relojería que él mismo manejó con una frialdad quirúrjica para poder unirlas en una misma historia.

Y ahora llegó el turno de defender de nuevo a Nolan. En la muy buena nota de Marcos Rodriguez se le reclama a Nolan que esa construcción de la narración sea arbitraria, un tejemaneje gratuito. No estoy de acuerdo. En verdad no es nada gratuito lo que hace Nolan, sino que puede tener una explicación bastante sencilla, sólo hay que hacer un esfuerzo heremenéutico que, sospecho, estaría más dispuesto a hacerse si Nolan no fuese un cineasta al que se mira con tanta desconfianza. Lo cierto es que Dunkerque muestra algo claro: y es que hacia el final se empieza en el desconcierto y se termina en una unión y comprensión de los hechos, sumado a un espíritu inglés que logrará rearmarse -en más de un sentido- para volver a dar batalla. La narración fragmentada en tiempos y finalmente ensamblada al mismo tiempo hacia el final no quiere representar otra cosa tan sencilla como esa: una nación que empezará enfrentada a los alemanas sin saber que hacer, con sectores aislados que intentarán sobrevivir, y que hacia el final lograrán ordenarse para enfrentar a un enemigo común bajo el discurso de un líder fuerte y orador excepcional.

¿Suena a propaganda inglesa y a película patriotera? Bueno, sí. Y esto no ha sido blanco de pocas críticas al momento del estreno de la película. En lo personal, la relación entre historia real y su traspaso a la ficción suele importarme poco y nada. No se me ocurriría reclamarle a Toro Salvaje que Jake La Motta nunca haya tenido un hermano en la vida real, o a Corazón Valiente que William Wallace no haya muerto de esa manera espectacular; pero en el caso de Dunkerque, sí podría reclamarle que haya tomado una historia real llena de héroes anónimos y más de una nacionalidad luchando y lo haya reducido a un himno británico con banderas y la declamación de Churchill. Más aún, que haya tomado el fenómeno bélico, con todas sus ambigüedades y tragedias y, toda la distancia histórica que tenemos ahora de la Segunda Guerra para reflexionar sobre ella, y haya hecho una película formalmente moderna pero con el espíritu simplista de una película de propaganda de décadas atrás. Pienso que esto habla menos de Nolan como un patriota que de sus limitaciones como director. Pienso francamente que uno de los problemas más grandes de este realizador es que sus películas quieren tener una inteligencia que al final no pueden sostener. Nolan es como esa clase de escritores que Nabokov definía como artistas que te hacían entrar a una catedral y salir de una casita. En El Origen por ejemplo, planteaba un universo onírico complejo para terminar la película como una película alla James Bond a los tiros y con resoluciones narrativas imposibles. Interstellar hablaba de física cuántica y la relatividad del tiempo y terminaba entregando un discurso new age berreta sobre el amor cósmico, y El caballero de la noche asciende empieza siendo una adaptación ingeniosa y lateral de Historia de dos ciudades, de Dickens, en clave superheroica para terminar con una trama cuyo suspenso se basaba en vueltas de tuerca efectistas y resoluciones folletinescas.
En Dunkerque, Nolan empieza filmando la incertidumbre y dándonos sonidos fuera del campo visual, y termina con un discurso triunfalista y altisonante; empieza dándonos extrañamiento y termina dándonos seguridad; empieza ubicándonos en una tierra misteriosa y termina evocando una patria concreta con una historia triunfante por todos conocida; empieza metiéndonos en hechos reales fascinantes por su oscura excentricidad y termina entregándose a una leyenda dudosa y simplificada; empieza entregándonos una película bélica distinta y termina con una antigualla que parece sacada de una película pro-inglesa de los 50. Podría decir que Nolan arruina su propia película, que choca con sus propias ambiciones que, cansadas, terminan imposibilitadas de sostener lo que habían empezado y entregándose a la simplificación. Pero ante una película con tantas virtudes y armas nobles hay que ser generoso, poner en la balanza lo bueno y lo malo, y agradecer como un caballero inglés los servicios prestados.

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