El desprecio: Babylon, Pearl & Blonde

Por Amilcar Boetto

Aunque los idilios de Clara fueran desmenuzados en la prensa, la nación se hallaba  demasiado aturdida para tomarlos en cuenta. El caso Bow sólo suscitó miradas hacia atrás, sobre un festín que a todos les había producido resaca.  

Kenneth Anger 

El fin del cine (o el cine como finalidad)

Hollywood, ahora, solo hace películas sobre Hollywood. Desorientado, sin una dirección  clara, mantiene su mirada firme en el pasado, buscando que eso diga algo del presente.  Ya creada la mitología, ya revisada, expandida y dispuesta a morir, ahora pareciera ser un  imperativo revisar quiénes y cómo crearon esa mitología. En ese orden de las cosas,  Chazelle redacta lo que él llama su carta de odio a Hollywood, mientras Ti West y Andrew  Dominik redactan la propia. 

McCausland y Salgado citan en su crítica sobre Babylon al biógrafo de Clara Bow, la  actriz en la que está inspirada gran parte de Nellie LaRoy, que describe como la así  llamada primer it girl sintió toda su vida que su carrera como actriz no fue reconocida al  estar tapada por sus escándalos personales. La dupla crítica española lamenta esa falta  de reconocimiento y le adjudican a Chazelle seguir reproduciendo esa visión chismosa  sobre los individuos que conformaron el primer Hollywood. La misma visión chismosa que  tiene el texto citado al principio de este, el famoso Hollywood Babilonia de Kenneth Anger,  cuyo nombre es el que inspira el de la película recientemente estrenada.  

En la fiesta orgiástica con la que empieza Babylon, Nellie LaRoy es un personaje  marcadamente unidimensional. Toma cocaína, se lanza bailando y seduciendo a todo el  mundo, la cámara la sigue encantada con su plasticidad y la coloca siempre bajo un punto  de vista (sea el de Manny o el del productor que la señala pidiendo que la lleven al set al  día siguiente). Nellie es el objeto de deseo por excelencia y así sobrevuela la pantalla,  como la chica que tiene eso que a todos encanta. Sin embargo, Chazelle parece no  creerse del todo su encanto cuando planea un gag, al llegar al set, donde el objeto de  burla es la misma Nellie que, sin saberse maquillar, se pinta como un payaso y es  menospreciada por la crew del rodaje. El director nacido en Rhode Island no se deja  fascinar del todo, tiene la necesidad imperiosa de marcar distancia.  

Del personaje de Nellie no sabemos mucho, más bien casi nada. La película deja algunas  puntas abiertas tan opacas y maniqueas que solo nos alejan más de su personaje. Su  adicción al juego solo planteada verbalmente, su gesto de indignación con su padre o su  afirmación “solo pienso en casa” cuando le preguntan cómo llora tan rápido, no parecen  intentos de componer un personaje, sino de progresar hacia un chiste o hacia una  resolución dramática. Pero, aparte de saber poco del personaje, la película tampoco le  permite al espectador enamorarse de su plasticidad, porque hay una mirada compuesta  de burla y condescendencia. 

Andrew Dominik compone a su Marilyn Monroe en Blonde como una receptora. Receptora  de golpes, maltratos, abusos de todo tipo. Marilyn es la pobre hija del maltrato masculino  en Hollywood. La película lo expone y la muestra llorando, padeciendo hasta el punto de  reírse de su propia desgracia, expuesta en casi tres horas de metraje. La cara de  porcelana unidimensional de Ana De Armas, iluminada de todas las formas posibles,  compone a un personaje pasivo al que la película planea solamente torturar. El horror de  la industria le diezmó la vida a Marilyn, y Dominik solamente la revictimiza al tratarla con  una condescendencia alimentada por la pena, más no por la piedad. 

En este orden de las cosas, la teoría del biógrafo de Clara Bow es cierta: no hay un  reconocimiento real de las actrices, si lo que más importa, y sigue importando, son sus sufrimientos o escándalos. Chazelle, en lugar de torturar a LaRoy, la condena a una  estaticidad satírica.  

En definitiva, lo que caracteriza a la sátira de Chazelle es su marcada obscenidad  cinematográfica. Su trazo grueso cómico se manifiesta paneando de una escena sexual a  otra, mostrando a un ejecutivo de Hollywood ser meado por una chica que más tarde será  retirada de la fiesta por sobredosis, poniendo a Margot Robbie a masturbar un toro de  hielo o haciendo escándalos en cocktails parties. Y ese trazo grueso es seguido de un  consecuente trágico que incita a mirar con seriedad nostálgica un mundo planteado sin  acercamiento empático.  

Esa grosería narrativa tiene su punto máximo en el suicidio de Brad Pitt, que empieza  siendo el primer momento sutil de la película para derivar en la imagen efectista de la  sangre contra la pared. Es el mismo fenómeno que sufre Pearl donde Mia Goth grita que  ella es una estrella y que por eso debe ser aceptada. El espectáculo de obviedad  psicológica termina luego del asesinato de su familia con un plano de la actriz sonriendo y  llorando al mismo tiempo, como si ese gesto sacado de Bigger Than Life o de Gone Girl supusiera una verdad histórica y no una estilización que, eclipsado por el subrayado,  termina por resultar vacío. 

Hace unos años Scorsese compuso una sátira que, como contrapunto, nos ilustra lo que  Babylon podría haber sido. En El Lobo de Wall Street, los personajes nos son distantes y  la dupla Schoonmaker-Scorsese aprovecha la velocidad que los caracteriza para, en  registro nueva comedia americana, convertir ese mundo en un delirio cómico. Pero, a  diferencia de Chazelle, Scorsese plantea una imagen que contiene al mismo tiempo  personajes unidimensionales y fascinación por esas formas. Cuando en Babylon la crítica  de cine que está viendo el rodaje desde afuera dice esto es horrible, el montaje le  concede un plano desde su punto de vista, elevado en la colina. Por el contrario, cuando  Scorsese introduce a los policías que van a buscar a Jordan Belfort, los vemos irse  mientras Di Caprio les arroja langostas desde su punto de vista. Esa diferencia en la  concesión de puntos de vista distancia sus intenciones satíricas: Chazelle escribe una  carta de odio mientras Scorsese busca poner al espectador en la situación ambigua y  comprometida de sentir al mismo tiempo odio y fascinación por sus personajes. 

Para entender, entonces, qué es lo que estas películas están pensando sobre Hollywood,  habría que pensar cómo tratan a las figuras que lo componen. En este sentido, me parece  particular que Chazelle haya decidido filmar un travelling lateral mostrando distintos sets  donde se filmaban distintas películas mudas. Es como si, preso de su orgullo, Chazelle  estuviera reduciendo el valor de todos los planos que se estaban filmando en aquel  momento a solo uno suyo, como si toda la magia de Hollywood cupiera en un plano  panorámico. Babylon, no pareciera comprometida con la transición que derivó en el  abandono de Hollywood a sus grandes talentos y estrellas, más bien, la película cree que  se avanzó hacia algo mejor y que los que quedaron en el camino debieron quedar. Pero el  problema no es exactamente ese, sino más bien que la sensación de tragedia, vivida por  Norma Desmond en Sunset Boulevard o descrita por Anger como una resaca que  Hollywood no quería volver a mirar, se ve reducida a un momento de burda melancolía  que llega tan tarde en el metraje que se siente como un intento de redimir un mundo del  que la película se encargó deliberadamente de alejarnos. Es muy notoria la sorpresa que  genera la frase del personaje de Brad Pitt: esto era un mundo de sueños. Una sorpresa  claramente marcada por la inexactitud que tiene esa frase en relación a la representación  cinematográfica del mundo de sueños. 

Tampoco menos grave es la concepción que Babylon tiene sobre el arte en general. La  representación satírica de ese mundo industrial pareciera no dejar lugar a la aparición de  momentos de genialidad, mostrando una alienación tan chocante que no puede  parecernos más que mera superficialidad. En ese contexto, el arte pareciera ser  imposible. Sin embargo, en un montaje paralelo, Chazelle muestra dos momentos de  genialidad interpretativa, llevados a cabo por Robbie y Pitt. En aquel fango, las perlas que  brillan aparecen repentinamente. En medio de la resaca o los nervios, aparece una  revelación. El talento, entonces, es innato. Como se cansa de repetir Nellie LaRoy: ella ya  es una estrella, por más de que los demás no lo sepan. No hay, entonces, una historia  personal que despierte la gracia, ella simplemente está, y está, pareciera enunciar  Chazelle, a pesar de lo desastroso que es el mundo de los sueños. (*) 

El cinismo es la reina en Babylon, incluso en ese sentido. David Lynch, en Mulholland  Drive, también articula una película irónica sobre los horrores de Hollywood, y de hecho lo  vuelve bastante explícito cuando superpone la imagen sobreexpuesta de la llegada de  Naomi Watts con los edificios de Los Ángeles. La diferencia, creo, es que, inspirado en Wilder, Lynch sabe que para construir una carta de odio debe construir un personaje al  que Hollywood le haya quitado la vida, al que ese prometido estrellato en realidad le haya  arrebatado los sueños. Esto no sucede con Nellie LaRoy, quien, luego de pedirle ayuda  desesperada a Manny, se vuelve a convertir en el mismo personaje que al principio de la  película, con su plasticidad unidimensional intocable.  

Concluyendo, pareciera que Chazelle, pero también Dominik y West, comprenden a  Hollywood como una maquinaria de descontrolada vejación. Pero ninguno de los tres se cree tanto la tragedia de sus personajes como para exponerla, narrando realmente. Hay  gestos formales, lindas escenas, lindas puestas de arte, vestuarios y fotografía, pero no  hay una internalización de una reflexión real sobre el imperio de los sueños, sobre cómo  funcionó esa maquinaria de fantasía. Quizás, la mejor película sobre Hollywood este año fue, curiosamente, una película que lo tocó tan lateralmente como Elvis, que en su  narración desde el punto de vista de Tom Parker logró exponer lo deshumanizante que  fue aquella conversión de Elvis en un producto. Luhrmann, dándole a su personaje una  sola dimensión, pero enamorándose de su figura, al mismo tiempo que desprecia su  conversión en un objeto de venta, le da dimensión histórica a su película. El tridente de  directores ya mencionados le dieron una dimensión tan personal, tan propia de ellos, y de  nadie más, que es banal. 

Para finalizar honrado el nombre de Clara Bow, cabe destacar que hubo algunas grandes  películas que se propusieron narrar que le pasó a las denominadas flappers luego de la  crisis del ’29. Gold Diggers of 1933 sigue a un grupo de actrices quebradas por la crisis y  cómo se manejan para vivir en ese escenario. Clara Bow no tuvo la posibilidad de que  Hollywood la honre o la recuerde como la actriz que fue, pero hubo algunas películas  como esta que, aunque sea, intentaron darle una dimensión humana a esta generación de  mujeres que habitualmente suelen ser encasilladas en un mundo de perlas y  superficialidad, de un espectáculo descontrolado que acabó en tragedia. 

(*) Un pequeño agregado a esto: otra película mainstream que pensó a Hollywood en el  último tiempo fue Once Upon a Time in Hollywood y en ella Tarantino, contrariamente a lo  expuesto en este párrafo, muestra de una forma muy cuidadosa la preparación de Di Caprio para que le salga una actuación. No solo la muestra estando él solo en el camarín,  sino también repitiendo una y otra vez el plano dentro de la cantina. Esta visión de la  actuación es mucho más democrática que la más bien elitista de Babylon: podemos ver el  proceso creativo, y este no es solo para unos genios iluminados con vidas miserables.

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