El juicio

Por Diego Maté

Argentina, 2023, 177′
Dirigida por Ulises De la Orden

El año que vivimos en peligro

El gobierno de Alfonsín fue prácticamente ignorado o directamente barrido del cine argentino reciente: la inflación de documentales y ficciones sobre la última dictadura y sus secuelas eligieron detenerse en los horrores del gobierno de facto, la búsqueda de justicia durante los 90 y la reanudación de los juicios a partir del mandato de Néstor. Para este cine, el período alfonsinista apenas existe como dato histórico, como anécdota: la recuperación democrática es vista como una épica cívica, sin líderes ni administración política. El Juicio a las Juntas hereda en buena medida ese carácter anónimo e impersonal. Imposible conocer las razones de esta omisión, aunque se puede barajar una hipótesis: la máquina cultural del kirchnerismo encontró en la elisión del alfonsinismo la condición de posibilidad para narrar una gesta partidaria iniciada con la bajada un cuadro y un pedido de perdón en nombre de la democracia. El gobierno de Alfonsín importunaba ese intento de refundación. Películas como Esto no es un golpe, Argentina, 1985 y, ahora, El juicio, cada una desde lugares (y con objetivos) distintos, vuelven de una u otra forma sobre el gobierno de Alfonsín: aunque ninguna se lo proponga individualmente, vistas en conjunto anuncian algo parecido a una reparación histórica.

En casi ciento ochenta minutos, El juicio, de Ulises de la Orden, condensa momentos destacados de las más de quinientas horas de grabación del Juicio a las Juntas. Se trata de un material prácticamente maldito: las transmisiones de ATC durante la realización del proceso se hicieron sin sonido directo (salvo por la lectura de las condenas), y en años posteriores hubo programas especiales con fragmentos destacados, siempre sin demasiado rating. Excepto por un texto introductorio, uno final y los títulos que separan temáticamente las escenas, la película no comenta ni interviene los materiales. El montaje trata de hacerse invisible, como si lo que hubiera fueran fragmentos en bruto del juicio. El resultado es un monstruo anfibio que se mueve con soltura y eficacia entre la veracidad del documental y los placeres de la narración: la secuencia de registros más bien fríos y distantes (la emoción está en los testimonios, no en la filmación) termina generando un híbrido que hace pensar menos en un documental que en un género de ficción como la película de juicio. Todo se debe, seguramente, al trabajo del montaje, o quizás la realidad, después de todo, haya imitado la ficción. Como sea, una vez que empieza El juicio es imposible desviar la mirada, no hay un plano o una palabra que no estén investidos de energía narrativa.

De la Orden dispone los materiales siguiendo leyes del relato: hay que caracterizar a dos grupos, el de los buenos y los villanos, y hay que hacerlo con la precisión suficiente como para retener durante casi tres horas la atención del espectador, que además sabe cómo termina el asunto. Después de un rato, ya hay un ecosistema perfectamente definido: Strassera y Moreno Ocampo aparecen como los protagonistas de una épica que los excede, y que los dos llevan adelante con la discreción de los héroes clásicos, economizando palabras y gestos, discutiendo solo lo necesario y permitiéndose festejos contenidos ante el ridículo de sus colegas. Cómo es que el director logra trazar esos perfiles solo con materiales documentales, filmados sin ningún tipo de plan narrativo y siguiendo una puesta en escena sumaria, administrativa, es un verdadero misterio. 

La cosa se vuelve todavía más impresionante cuando se trata de retratar a los jerarcas del régimen y a sus defensores: acá la inscripción en las filas del mal se logra en apenas unos planos, mostrando solamente la displicencia con la que Videla, Massera o Agosti entran a la sala, creyéndose totalmente por encima del proceso legal y sabiéndose, tal vez, futuros vencedores. Esa altivez, que oscila entre el desdén aristocrático y la impunidad de la patota, hay que buscarla en la historia del género, desde El juicio de Núremberg hasta Cuestión de honor; esta última es ostensiblemente posterior al juicio argentino, pero hay que recordar que El juicio, la película, lo es también a su vez: esto permite mirar anacrónicamente, como si las risas cómplices y el comportamiento sobrador de Videla o Massera tuvieran como modelo al militar que hace Jack Nicholson. 

Las comparaciones entre Argentina, 1985 y El juicio son inevitables y necesarias. Uno de los problemas más graves de la película de Santiago Mitre es la ausencia de villanos carismáticos, requisito ineludible del género de juicio, a los que el guion renuncia para ofrecer en su lugar unas caricaturas complacientes: Videla y sus compañeros son el mal encarnado, sin ambages ni matices, y sus abogados conforman un puñado de tontos atolondrados de los que los protagonistas (es decir, la película) se ríen con estruendo. No hay película de juicio posible con esos pruritos, solo un acto de demagogia destinado a halagar la sensibilidad del espectador: hasta El juicio de Núremberg tiene a un antagonista cautivante, el abogado alemán interpretado por Maximilian Schell, seguramente el personaje más recordado de la película. 

Solo con materiales de archivo, El juicio se las arregla para evitar esa tentación. Los dictadores son mostrados como hombres soberbios pero con convicciones, incapaces de conmoverse o de morigerar su creencias incluso después de conocerse los testimonios de torturas y asesinatos. Son, justamente, humanos, no caricaturas: seres de este mundo. Es este aire de humanidad lo que los vuelve decididamente monstruosos y, también, personajes cautivantes. Esto es lo que no entiende, o lo que no quiere entender, Argentina, 1985, cuando no se anima a mostrar personajes que sean algo más que un espantajo, tal vez creyendo que un retrato realista de Videla, Massera o sus abogados podría despertar el rechazo del público, privándose así de un recurso narrativo fundamental.

Pasa algo similar con los defensores: si el único que se destaca en Argentina, 1985 es apenas un monigote, un pobre aspirante de diablo al que se somete con frecuencia al ridículo, los de El juicio, en cambio, se muestran enérgicos y firmes incluso cuando ejercen los reclamos más absurdos, como cuando tratan de desacreditar a una víctima con preguntas que insinúan una relación amorosa con su torturador, o cuando intentan atribuirles a los testigos la mácula de la colaboración con los captores. Las proclamas de los defensores, incluso las más rancias, las que se apropian del lenguaje militar y las metáforas bélicas, están imbuidas de todo la potencia que Argentina,1985 le niega a los suyos. 

El montaje, invisible pero preciso, reserva momentos de comicidad en los que la película respira con un timing envidiable que una película de ficción difícilmente conseguiría. Cuando un defensor increpa a Magdalena Ruiz Guiñazú, esta se dirige al juez: “¿Puedo repreguntarle?”. La sala explota, hasta Arslanián sonríe. En otros momentos, cuando las largas jornadas dejan ver los estragos de la extenuación, los defensores trastabillan y cometen más errores que de costumbre. Uno de ellos explica que la defensa, además de preparar los alegatos y trabajar para sus clientes, tiene que dormir por las noches. Otras veces, los jueces rechazan preguntas por improcedentes, y como en muchos otros momentos, el director inserta contraplanos de Strassera y Moreno Ocampo riéndose: es imposible saber si la risa fue una reacción al momento, bien puede tratarse de una libertad con la que de la Orden insufla a su película de una comicidad cinematográfica que surge de la operación elemental de poner un plano después del otro.

Como ya se sabía, por alguna razón extraña que, intuímos, incumbe al cine (aunque sea a un cine involuntario, reducido a su mínima expresión), los testimonios de la tortura y las vejaciones padecidas en centros de detención, filmados siempre de espalda, tienen una eficacia emotiva que sería difícil o imposible de repetir si se mostraran de frente. Lo sabíamos, pero terminamos de confirmarlo cuando Argentina, 1985 decide retratar de manera frontal a Adriana Calvo de Laborde: la buena actuación de Laura Paredes, que tiene que sostener un primer plano muy invasivo, no alcanza para replicar la emotividad que consigue el registro del juicio con Calvo situada lejos y de espaldas a la cámara. El misterio de ese plano, la intimidad que le reserva a la testimoniante, pareciera potenciar la narración de los hechos, lo que el primer plano pierde cuando trata de exhibirlo todo sin dejar nada fuera de la imagen, negando el off. 

El juicio prolonga una recuperación todavía incipiente, pero segura, del período alfonsinista, que el cine argentino elidió durante demasiado tiempo. Con las restricciones que hacen al material encontrado, curiosamente, la película de Ulises de la Orden logra contar con eficacia y magnetismo lo que Argentina, 1985 narra entre dudas y concesiones. 

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