El ornitólogo

Por Sebastián Rosal

El ornitólogo (O ornitólogo)
Portugal-Francia-Brasil, 2016, 117′
Dirigida por Joao Pedro Rodrigues
Con Paul Hamy, João Pedro Rodrigues y Xelo Cagiao.

De misterios y herejías (*)

Por Sebastián Rosal

Hagiografía contemporánea de San Antonio de Padua como relectura hereje de la tradición católica. Travesía alucinada entre personajes delirantes. Cuento de terror boscoso asi como comedia asordinada. Oda de amor apasionada por la naturaleza. Más que la suma (mucho menos caprichosa de lo que parece) de todo eso, o mejor dicho por todo eso y más, O ornitólogo es también una declaración sobre las posibilidades del cine contemporáneo, sobre sus campos de expansión y sus límites. Rodrigues entiende que su incorrección vanguardista es imposible si ser moderno implica desconocer la tradición, sea cual fuere, y al igual que en la mayor parte de su obra (y de Joao Rui Guerra da Mata, aquí también su socio al igual que en la mayoría de sus aventuras oblicuas) la historia es siempre la base sobre la cual nutrir una serie de películas empecinadas en ser rabiosamente actuales. Basta para eso con ver cómo se actualizan los pasados que forman parte de su obra: el del propio cine en Alvorada Vermelha y A última vez que vi Macau; el de los mitos, leyendas y tradiciones de su país en Manha de Santo Antonio y O corpo de Affonso; pero también el de una fantasmal fábrica de pirotecnia abandonada en IEC Long. Aquí la fuente son algunos episodios en la vida de San Antonio, el santo de los enamorados y los animales, el de los pobres, el patrono de Lisboa, trasladados primero sutilmente y luego de manera explícita a la actualidad y encarnados en el cuerpo de Fernando, el ornitólogo huraño y solitario que avista pájaros y registra pacientemente sus movimientos año a año en algún bosque virgen del norte de Portugal.

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Desde el propio título, una primera enmienda elegante y luminosa sobre la vida del santo: aquel milagro de los pájaros original atribuido a Antonio en su niñez y en el que cualquier catequesis infantil abreva sin cansancio (inventiva medieval en pos de la conversión), se trastoca en este nuevo siglo en una puesta en abismo en relación al lugar del propio cine y sus posibilidades narrativas. Cuando Fernando observa esas aves en la naturaleza, ese fuera de campo negro y espectral que forma la visión a través de los binoculares es la expresión constante y sonante del paralelo imposible, del hiato entre una tradición en el que las historias ordenaban y hacían inteligible el caos del mundo, y el cine contemporáneo, en el que el relato convierte a ese mismo mundo en un lugar misterioso en donde las imágenes encuentran su mayor potencia y su encanto en esa imposibilidad final de conocimiento.

Campo y fuera de campo, certezas y ocultamientos. Esa tensión constante y en sentido contrario es la columna vertebral de la película, materializada en cada uno de esos episodios en los que el bueno de Fernando/Antonio se verá envuelto a partir de allí, en la inmensidad de su bosque lusitano, en los que nunca pareciera haber un hilo lógico suficientemente sólido que los hilvane, ni una razón que los justifique: las cartas de lo contemporáneo se juegan en ese espacio ambiguo en el que cuánto más bellas son las imágenes que se muestran, más despliegan el velo sobre su propio universo.

Luego de ese bucólico comienzo, un accidente en kayak disparará la historia, con una primer escala en el encuentro con un par de peregrinas católicas y orientales menos inocentes de lo que pareciera a simple vista, quienes se encargan de empezar a enrarecer el clima (ataduras a un árbol y amenazas de castración mediante), en una iconografía que remeda inevitablemente la de las estampitas pero subvirtiéndola. Las aventuras puntuadas y puntuales se suceden. Entre escenas de extraños ritos, las figuras de Jesús y de amazonas latinas, de animales y criaturas amenazantes aparecen y se expanden al tiempo que se reconfiguran, remiten al pasado mientras lo corroen, hasta llegar a esa mutación final en la que todo estalla para crear un nuevo orden. Carne y espíritu, placer gay y contemplación, arrebato hormonal y santidad, esa ambigüedad atraviesa elegantemente toda la película. Sin embargo, como toda gran película (como toda gran obra) O ornitólogo se enriquece en el diálogo con otras obras, o con la historia, pero también puede volverlas prescindibles. Basta ver el peso propio que adquieren las imágenes, los tiempos del montaje, los encuadres, todo aquello que se presta y sirve de vehículo para la imaginación desbordada de Rodrigues.
No se habla todavía de una escuela portuguesa, pero quizás solo un cineasta proveniente de aquel país sea capaz de filmar así las luces y los colores, de producir una obra al mismo tiempo tan barroca como soleada, tan desbordada como sutil, tan amable y al mismo tiempo inquietante, dispuesta sobre un universo que se resiste al discernimiento. Afortunadamente, los designios del Señor Rodrigues permanecen insondables.

(*) Publicada previamente en Perro Blanco como No estreno, Abril de 2017

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