Eldorado XXI

Por Federico Karstulovich

Eldorado XXI
Portugal, 2016, 125′
Dirigida por Salomé Lamas

( )

Por Fernando Luis Pujato

Rinconada, Lunar de Oro, tu no más sabes cuánto he llorado
copla anónima entonada a capella por la voz en off de una mujer en el inicio del film

En La Rinconada, en los Andes peruanos, se encuentra el nevado de Ananea, el emplazamiento minero más alto del mundo a unos 5400 m. sobre el nivel del mar. La mina es propiedad del Estado peruano que ha otorgado la explotación a la Corporación Minera Ananea, una sociedad anónima de capitales peruanos. Esta empresa alquila la explotación de las bocaminas -esto quiere decir de cada socavón que hay dentro del glaciar- a unos trescientos contratistas aproximadamente. Cada contratista subcontrata a los mineros quienes se internan en los túneles de alrededor de un kilómetro de largo dentro del nevado Ananea. Los mineros trabajan bajo un sistema llamado “cachorreo” el cual significa trabajar veintiocho días gratis extrayendo oro para el contratista y solo dos para beneficio propio. Si en esos dos días el minero no encuentra oro habrá trabajado gratis todo un mes, claro. Imagina Carl Marx, imagina.

Esa inocente idea de que la antropología consiste en trasladarse hacia algún lugar desconocido o poco conocido, observar desapasionadamente lo que allí ocurre y, eventualmente, volver a su lugar de origen para presentar un informe objetivo en formato de papers o libros o lo que sea, es absolutamente falsa. Lo que los antropólogos hacen, aún en sus tareas más rutinarias como mapear el territorio, censar el poblado, entrevistar a informantes y confeccionar los términos de parentesco, es interpretar un discurso, “el flujo de un discurso social -como lo señala Cliford Geertz- y la interpretación consiste en tratar de rescatar lo dicho en ese discurso de sus ocasiones perecederas y fijarlo en términos susceptibles de consulta”. Colocar una cámara, en todas sus variantes posibles, frente a este discurso es intentar captar cinematográficamente una realidad, no necesariamente registrar antropológicamente otra realidad.

Una cineasta portuguesa se trasladó a La Rinconada y con un equipo mínimo de filmación -un sonidista, un fotógrafo y no mucho más a juzgar por los créditos- ha logrado captar (parte de) lo que significa trabajar y vivir en ese lugar. Esto es lo que vemos en una panorámica de tres diminutas siluetas agachadas en la ladera casi perpendicular de una montaña y lo que vemos más detalladamente cuando una de esas siluetas, captada en un plano medio, remueve las piedras con la ayuda de un pequeño martillo -o algo similar a un martillo- mientras la nevisca y el viento agitan su falda removiendo el polvo a su alrededor. Esto es lo que vemos también en un par de planos medios de personas transitando una estrecha calle indeterminada, a una hora indeterminada aunque es de noche, tropezando a causa de la borrachera o dirigiéndose resueltamente a un lugar que no veremos nunca o simplemente deambulando en busca de un lugar que tampoco veremos nunca. Y en esa escena fantasmagórica que irrumpe de improviso en el film, con hombres cuyos rostros se encuentran detrás de unas máscaras bastante horrendas, aunque de contornos faciales humanos, moviéndose de manera un tanto torpe, intentando danzar, bebiendo frenéticamente alrededor de una hoguera al ritmo de una suerte de rap mientras la cámara se posa sobre sus cuerpos y sus gestos. Y también en esa escena mucho más larga y sosegada que la anterior en la cual coexisten primeros planos, planos medios, y otros un tanto más alejados donde se reza y se queman hojas de coca en una hoguera y se regalan ofrendas a la Pachamama, la madre tierra, para que esta brinde un buen año de trabajo al minero vestido con su uniforme de minero y proteja a su familia de los envidiosos y de todo mal. Está también en esa escena de un plano cerrado en una habitación donde un grupo de mujeres seleccionan la coca para consumir en ese momento y fuman y conversan acerca de su situación como trabajadoras y de la situación política del Perú desde Fujimori en adelante y de que ningún político, en definitiva, se ocupará de su precaria situación. Y la escena en un plano abierto donde también un grupo de mujeres se encuentran reunidas para tratar de aunar las distintas agrupaciones en una cooperativa única pero ni siquiera se ponen de acuerdo en si esta es una asamblea ordinaria o extraordinaria mientras una de ellas hace las veces de escriba protegida del viento pero no del frío por una improvisada carpa que en realidad es una manta sostenida por un par de personas. Y finalmente una suerte de misa o celebración cristiana al aire libre donde un cura bendice a los participantes, todos ataviados con sus mejores ropas -esto es: saco y corbata, polleras de fiesta y sombreros “bombín”- algunos de ellos portando pancartas doradas con fotos, para luego comenzar una fiesta, primero con nutridas orquestas y luego solo con música (salsa, merengue y ese tipo de cosas) que sale vaya a saber desde qué lugar, donde las mujeres y algunos pocos hombres bailan alrededor de los cajones de cerveza desordenadamente, sin ninguna coreografía del tipo “danza típica de los andes peruanos”. Y un antropólogo diligente expondría que, en realidad, el sombrero Borsalino, llamado así por la fábrica italiana que los comercializó en un principio, fue inventado a fines del siglo XIX por Thomas Coke 2º conde de Leicester de Holkman e introducido en la zona andina a principios del siglo XX por obreros británicos que trabajaban en la construcción del ferrocarril, y si es cierto que indican un status social más elevado o el estado marital de la mujer o un signo de sabiduría. También el antropólogo se dedicaría a explicar el significado de las pancartas doradas, quienes las portan y porqué, lo que llevaría probablemente a describir todos los elementos de esta ceremonia inscripta en el así denominado sincretismo religioso e intentar acceder al significado oculto de esa desquiciada danza nocturna alrededor de una hoguera. O tal vez su estudio se enfocaría en el papel de las mujeres, en porqué dominan claramente el espacio público y establecer si esto es así también en el espacio privado y si no lo es por qué no lo es. O, finalmente, podría dedicarse a estudiar los ritos en torno a la minería y el papel que juegan las ofrendas, el dinero, y aquellas máscaras que seguramente simbolizan algo aunque no sepamos qué exactamente.
Un antropólogo llamado Michael Taussig produjo un estudio emparentado con esto en El diablo y el fetichismo de la mercancía en Sudamérica (1993) internándose en el valle del Cauca en Colombia y en las minas de estaño bolivianas. Pero Salomé Lamas no es una antropóloga sino una directora de cine y su film no es antropológico ni tiene una mirada antropológica (?) por el mero hecho de haber filmado en una comunidad de mineros peruanos a más de cinco mil metros de altura. Por decir lo menos, no es conveniente, ni serio, ni responsable, ir tras la caza visual del otro en todo film donde esté involucrado alguien distinto a un cada vez más elusivo e indeterminado nosotros; una discusión que aún nos debemos como críticos de cine si no queremos, claro está, seguir repitiendo slogans vacíos de significado -aunque esto es otra historia, por supuesto.

En todo caso, todos estos planos y escenas acerca del trabajo y del ocio, de las danzas y los rituales, son la respuesta cinematográfica a ese tremendo plano fijo en un leve picado de más de cincuenta minutos por el que desfilan cientos de mineros, casi todos los hombres con sus uniformes azules y sus cascos amarillos o rojos, casi todas las mujeres con sus mantas de aguayo y algún que otro niño sobre sus espaldas. Los mineros van y vienen mientras cae la noche y las linternas de los cascos, o simplemente portadas en una mano, semejan pequeñas luciérnagas que alumbran intermitentemente un sendero de piedra transitado despaciosamente con la cabeza gacha, con el andar de quienes saben que les espera una dura tarea allá dentro de la mina, con el andar de aquellos que retornan cargando bolsas de plástico repletas de piedras con minerales. En este plano que da la sensación de un túnel al aire libre en forma de embudo nadie habla, nadie se mira, solo se escuchan las voces en off de mujeres y hombres relatando el porqué y el cómo llegaron a este lugar, contando experiencias no del todo agradables acerca del poblado, acerca de los muertos y desaparecidos misteriosamente sin que jamás se haya investigado estas muertes y desapariciones, acerca del alcohol y de la soledad y de gastar en una noche todo lo que se ha ganado en el transcurso del día, acerca de la falta de higiene y de servicios, acerca de rendirle el tributo necesario a la Wichita, acerca de la explotación. En un momento se escucha una emisión radial con noticias locales y propagandas políticas y algo de música de fondo y alguna que otra discusión con una de las portavoces de las mujeres mineras. En otros momentos solo se escucha el lejano rumor de alguna conversación y las pisadas sobre el suelo pedregoso. En todo momento es un plano casi hipnótico. Y en todo momento, también, Eldorado XXI es el perfecto contraplano político de la desesperada ficción de Werner Herzog titulada más que apropiadamente Aguirre, la ira de Dios (1972). Aquella leyenda, originada en el siglo XVI, de una ciudad repleta de oro continúa siendo una leyenda pero ha llegado hasta nuestros días bajo otras formas y maneras. Las formas de un arte llamado cine, las maneras de un sistema llamado capitalismo. Y de la religión en cualquiera de sus formas y maneras, por supuesto.

En el centro de estos cinco siglos de una mentira que siempre fue mucho más que eso el plano del hermoso rostro de una joven mujer. Baila como si tanto dolor jamás hubiera existido. Baila con la misma gracia que Ginger Rogers aunque Fred Astaire haya faltado a la cita. Baila eludiendo el olvido.

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