EO

Por David Obarrio

Polonia, 2022, 86′
Dirigida por Jerzy Skolimowski
Con Sandra Drzymalska, Lorenzo Zurzolo, Mateusz Kosciukiewicz, Isabelle Huppert, Tomasz Organek, Saverio Fabbri, Lolita Chammah

Orejas de burro

El cine se condice con el arte de la fuga. Menos que una exhibición de pedigrí -la alianza más o menos consensuada y escamoteada de EO con alguna causa célebre-, la errancia de Skolimowski hace que su película tenga razones propias, que tienen que ver con el corazón de Pascal, pero más, acaso, con el de una beligerancia respecto del cine realmente existente. Un animalito de Dios, un burro, que vive su felicidad austera de burro, pronto es maltratado, robado, abandonado, convertido en bestia de carga o en oprobioso sparring de muchachones sobrecargados de afanes de guerra. En principio, entre el reiterado jansenismo de Bresson (el nombre en boca de todos, o de nadie, pero es el que figura en la relación de esta película con la historia del cine, que ya está diagramada y custodiada con celo suficiente) y la insensatez circense que campea en la película de Skolimowski hay poco hilo. ¿Skolimowski es católico? Debería serlo si fuera un buen polaco, pero como se trata de un polaco políglota no se sabe. En cualquier caso, lo que en Bresson era austeridad máxima, símbolo de símbolos, pudor de la carne, contención y silencio, en Skolimowski es comedia, es lágrimas, es drama, es hechicería de las cosas vulgares que se vuelven bellas porque son las únicas que tenemos: el polaco no hace una película recoleta sino una serie de números de circo hilvanados por las andanzas del burro, famosa criatura en el reino animal por su capacidad para atravesar todos los pesares sin una queja. La película de Skolimowski es en esencia nocturna, iluminada por parpadeos de luces de neón, animada de a ratos por las ráfagas de un mundo que sigue su curso, en los bares de mala muerte, bajo el influjo de la música y la embriaguez de seres que ríen y se disuelven provisoriamente, por una noche, en esas horas previas que vuelan antes de una nueva jornada laboral. O es un poco gris, con sus escenas lánguidas de despedidas bajo cielos indefinidos. He ahí, quizás, el dictamen de esta película singular, tan hermosa como enigmática: todas esas vidas, esas escenas que vemos como si se pasaran las páginas de un libro de ilustraciones, no tienen nada que las una salvo una tristeza en común; un desasosiego que hace huir a los personajes (a su modo, dentro de sí mismos), o perderse en acciones que pueden ser viles o altruistas. El que se escapa no es el animal sino las personas. Aunque en verdad aquí no se puede hablar tanto de personajes, puesto que lo que hay, en realidad, es un desfile de sombras, algunas luminosas como la chica que tiene un amor fronterizo con el burro. El resto, casi todos ellos, se ofrecen como fragmentos de personajes, habitantes de un miasma en el que se palpa melancólicamente el derrumbe, que se verifica de a poco, sin prisas y sin miramientos. 

Skolimowski, que ha filmado en medio mundo, que ha sabido llevarse bien con sus épocas –a veces de modo estratégico, pensemos bien, o quizá, en alguna oportunidad, simplemente fue un poco indolente y ofreció su obstinado talento a los presupuestos de su tiempo- es un misterio desde hace décadas. Eso quiere decir que ya no se sabe qué esperar de sus películas. Ahora una película con la marca Skolimowski no significa nada excepto un agujero negro. Skolimowski, que atraviesa las modas, que es moldeado a veces por ellas, pero que se muestra casi siempre indiferente respecto de las imágenes que el cine global trafica, compra y vende, se mueve ya con la soltura de los conspiradores consumados, como el jinete polaco de la novela de Muñoz Molina, para quien el tránsito por la vida es un continuo vertiginoso en el que la primera lección es saber observar. Miro, por lo tanto existo. En EO el que mira es el burro; su vida es aquella del testigo, que pasa de secuencia en secuencia con una sabiduría de Marco Aurelio, impertérrito aunque le den palizas o lo abandonen. El burro atraviesa su tiempo, que es grisáceo, tristón, incomprensible. Entre los trastornos del circo (del que el animal ha sido secuestrado por una junta de severos animalistas), la soledad de los campos en los que aún no ha despuntado el sol, la violencia de los juerguistas insatisfechos, el amor de una rubia pálida, Skolimowski se despoja de martirologios y otras figuras narrativas y trama una red de pormenores que ofician en secreto de visiones, o de partes noticiosos en los que se trasluce la aliteración fatídica de un presente que acarrea repeticiones y disonancias, rimas desmesuradas y ripios grotescos. Lo ve el burro y podemos verlo los espectadores en esta película sin diagnósticos concluyentes, inhallable como una criatura fantástica, que parece en todo momento marchar a un ritmo fileteado con premura proletaria y sofisticación de “ciudadano del mundo”. 

¿Cuánto le debe Skolimowski a Bresson? Después de todo, el francés es el primero que imaginó una película protagonizada por un burro. Es probable que a Bresson, en principio, se le deba respeto: maestro de tantos, cultor esmerado del bernanismo más justo y transparente, su cine resulta ser la contracara del que se verifica en EO (título que, ahora podemos decirlo, es el nombre de nuestro animalito). Skolimowski honra al discreto regente de buena parte del cine moderno, si acaso, con una película cuyas torsiones formales hacen por momentos delirar la lengua del cine. El director produce vigorosas disrupciones en el color, en la música, en los encuadres, en un manierismo que lo que no tiene de novedoso lo tiene de artesanía caótica, de deletérea irregularidad en la que el cine vuelve a una especie de infancia hecha de asombro y compasión. Skolimowski se aleja de Bresson, su burrito transita paisajes desolados de Polonia e Italia, menos como figura escapada de un tópico de la retórica cristiana que ensimismado y clandestino, como un migrante o un trabajador golondrina. Esta vez las orejas de burro no indican falta de discernimiento, sino una especie de pureza atónita, cuya perseverancia (otra de las características atribuidas al animal de marras, por cierto) es la que nos guía a través de las estampas de ese libro improbable que nos informa, con la malevolencia de los cuentos para niños, acerca de todos los sinsabores, de todas las desilusiones de las que somos capaces de infligirnos. 

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