¿Existe el cine argentino catástrofe?

Por Hernán Schell

En Perro Blanco tenemos un chat interno. En el mismo todos los redactores hablamos sobre casi cualquier cosa. Predomina el cine, si, pero a veces lo excede. Tenemos, dentro del grupo, a un integrante que cuenta con un morbo particular por las películas malas. Y más si son argentinas. Durante el mes de noviembre (pero también incluyendo algún estreno de finales de octubre) nuestro cronista estrella y amante del cine malo, hablamos de Hernán Schell, se castigó de lo lindo, con instrumentos de tortura que hubiera querido usar Torquemada. El resultado de tanto martirio fue una idea: ¿existe el cine argentino catástrofe? La respuesta a esa pregunta se las va a dar el mismo Hernán en la nota que sigue.

Yo soy así. Tita de Buenos Aires
Argentina, 2017, 92′
Dirigida por Teresa Costantini.
Con Mercedes Funes, Damián De Santo, Esther Goris, Mario Pasik, Ludovico Di Santo, Andrea Pietra, Soledad Fandiño y Enrique Liporace.

Te esperaré
Argentina-España, 2016, 96′ 
Dirigida por Alberto Lecchi.
Con Darío Grandinetti, Juan Echanove, Inés Estévez, Juan Grandinetti, Jorge Marrale, Hugo Arana, Blanca Jara y Ana Celentano. 

Los últimos
Argentina-Chile, 2017, 91′
Dirigida por Nicolás Puenzo.
Con Germán Palacios, Peter Lanzani, Juana Burga, Natalia Oreiro, Alejandro Awada y Luis Machín.

¿¡Porqué, porqué, porqué!?

Por Hernán Schell

Empezaré diciendo una obviedad: el cine horrendo tiene una característica muy distinta a la de la literatura horrenda, o la pintura horrenda. Y se debe a un simple motivo (que nos produce intriga y morbo a la vez): me refiero al carácter de arte colectivo.

Seré más claro. Si uno ve una pintura espantosa no es difícil imaginar al pintor carente de todo talento eligiendo mal los colores y trazando líneas feas mientras está convencido de lo que está haciendo tiene algún tipo de belleza. Lo mismo sucede con un libro pésimamente escrito: la responsabilidad queda pura y exclusivamente en manos individuales. Ahora bien, el cine requiere no sólo a un director, sino también a actores, a un director de fotografía, a un asistente de dirección, y con ellos la pregunta de cómo es que nadie en ese momento, en ese preciso instante, se dio cuenta que eso que estaba filmando era total y absolutamente irremontable, una porquería.

Esta cualidad, que ya de por sí es intrigante en películas horribles de bajo presupuesto (donde los equipos de filmación son chicos y varios cuando no todos los integrantes pueden ser meros amateurs), se vuelve asombrosa en producciones grandes, donde hay mucho dinero atrás y donde no pocas veces participan profesionales experimentados. ¿A qué viene el planteo? A que esto se dio por lo menos tres veces en el año con el cine de industria nacional.

Tita

Empecemos con Yo soy así, Tita de Buenos Aires (si, el título completo es así de horrible). Se trata de la mejor película de Teresa Constantini, a su vez una de las peores películas de este año (o década quizás). Superproducción costosa sobre la vida de Tita Merello, una de las actrices más hipnóticas y personales de la historia del cine argentino (y me atrevería a decir de la historia del cine a secas).  Merello era, además, ese tipo de intérprete que supo romper los moldes de su época: moldes de belleza, de actuación, pero también de canto. Ante una actriz tan particular, Constantini elige hacer el biopic más convencional y chato posible. Yo soy así… es una suerte de recopilación de supuestos highlights en la vida de la actriz y cantante: su origen en la pobreza, su condición de analfabeta hasta los 20 años, su romance con Luis Sandrini y sus tangos más representativos. Es justamente esa chatura que ostenta la misma que adolecen la mayoría de los peores biopics: la necesidad de poner a su protagonista en un bronce tan pulido hace que sea imposible generar empatía con ella, justamente porque no hay humanidad ni tridimensionalidad en esa búsqueda. Tratándose además de Merello, actriz terrenal por excelencia, cuya originalidad mayor consistió en ser una diva que escapaba fuertemente de cualquier estereotipo de diva, este tipo de error parece criminal.

Lo curioso de la película de Constantini no es sólo que pone a Tita Merello en un olimpo ideal, sino que insiste insólitamente una y otra vez en el mismo error expandido hacia otros personajes. Así es como a cada rato hay escenas donde forzadamente vemos a la protagonista hablando con algún personaje legendario: si no lo encuentra a Santos Discépolo habla de que se va a reunir con Cadícamo para cantar un tango que se llama “Nostalgias”, si va a cenar está allí Carlos Gardel presente para halagarla (de paso, para que no queden dudas de la estatura artística de Gardel, se referirán a él en un momento como “el más grande”). Por otro lado, como Tita era una cantante única, en un momento se dirá, en una cena ocasional que ella es “única, original, maravillosa”. Todas estas situaciones son tan groseras como varias de las imitaciones alla Mario Sapag o de Miguel Angel Cerutti. Es una sucesión en pasarela de personas famosas, si, pero además con un criterio de casting rarísimo o por lo menos descolocado (el grosero el error de poner en el rol de una mujer de carácter fuerte como Eva Perón a la angelical Soledad Fandiño es apenas una muestra del descalabro). A todo esto se le suma otra cosa: Yo soy así… ostenta una de las reconstrucciones de época del cine nacional más infantiles que uno recuerde, ya que se asemejan a una suerte de superproducción de obra de colegio primario, dónde hasta los trajes de los pobres parecen limpios y lustrosos.

De todos modos, para no encarnizarnos, hay que decir que una de las virtudes de la película reside en el hecho de que su peor parte aparece al principio: un montaje paralelo de un mal gusto increíble que alterna una cita romántica de Tita Merello con una golpiza que le propician a una amiga de la protagonista auguran un desarrollo peor. Al menos podemos decir que lo que prosigue no es tan horrible como esa escena. Algo es algo.

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Diferente en este sentido es Te esperaré…, largometraje argentino que empieza siendo malo y de a poco va descendiendo a infiernos estéticos cada vez mayores. La película está dirigida por un realizador experimentado como Alberto Lecchi (quien en algún momento llegó a estrenar tres películas en un mismo año: Operación Fangio, Apariencias y Nueces para el Amor), cuenta con varias estrellas (el término puede parecer excesivo, pero es lo que tenemos) importantes como Darío Grandinetti e Inés Estevez. Es una película que imagina una suerte de héroe que participó de varias revoluciones y luchas armadas durante el siglo XX: peleó con los socialistas durante la guerra civil española, ayudó a concretar la revolución cubana y en los 70 llegó a la Argentina para abrazar la causa comunista y enfrentarse a los militares de la última dictadura. Podría discutirse y mucho respecto de la cuestión ideológica de la película (algo que de hecho hizo Gustavo Noriega en esta nota para la revista), de su santificación de la figura del guerrillero y de su visión maniquea de la última dictadura militar. Creo que estas cuestiones son parte de un problema del cine argentino de los últimos años, uno que cree la posibilidad  de que una persona que toma las armas no está tomando una decisión moral compleja siempre y cuando lo haga desde lo que la película considera que es “el lado correcto”. Pero eso es arena de otro costal. En todo caso son otros defectos, más básicos, si se quiere, aquellos que llaman la atención en una película como esta.
Vayamos a una de las primeras escenas. Un señor mayor está siendo entrevistado por una mujer joven y muy bonita. El señor mayor no es alguien particularmente agraciado ni tiene una oratoria particularmente brillante a la hora de seducir, sin embargo le basta con decir cosas como que todas las chicas llamadas María son hermosas como para que la chica quede embelesada. La película no se molesta siquiera en construir un verosímil para que esa conquista sea creíble, no nos quiere convencer de nada, simplemente lo acepta así como así. De un momento para otro este hombre mayor, bajito y con panza se vuelve algo así como un Brad Pitt vernáculo gracias a una labia de seductor que debemos interpretar como brillante. Y esto es sólo el comienzo de Te esperaré...,  porque lo que sigue después es sumatoria de diálogos imposibles y situaciones dramáticas insostenibles. Ahí está Hugo Arana haciendo de un militar tan estereotipado que parece sacado de un villano de Disney, pero también hay situaciones dramáticamente insólitas como la de un hijo que no puede entender ni por cinco segundos que su padre no quiera declarar en contra de gente que lo amenazó con matarlo a él y al resto de su familia.
En la última media hora esta película se transforma en algo que se asemejaría a una película de juicios, suspenso incluído. Allí vemos entre otras cosas, un flashback sobre un pasado traumático que parece sacado de un informe televisivo amarillista y que el personaje de Arana termina preso por una serie de fotos de hace 40 años, una situación menos verosímil que si el personaje de Arana se hubiera puesto a volar revelándose como Peter Pan. Pero eso no es todo. Si uno termina tolerando ese juicio absurdo todavía está la posibilidad de ver la escena de acción final. Allí Grandinetti entra armado a un edificio en construcción dispuesto a salvar a su hijo, quien se encuentra secuestrado junto con otros personajes por el militar interpretado con Arana (quien por lo que se nos informa logró escaparse de la cárcel y ahora está allí ayudado por unos criminales entrenados para ejecutar a varios de sus enemigos). Para que más o menos tengan una idea del nivel de verosimilitud y pericia con el que se resuelve esa escena, me limitaré a describir un momento: en una situación vemos que uno de los secuestrados (un obrero de unos sesenta años que se encuentra además con un brazo dislocado) logra reducir a dos de los criminales entrenados y armados pegándole un golpe en el estómago a uno de ellos (el otro se queda mirando sin hacer nada), haciendo de la telekinésis (porque sino no se entiende la parálisis de los personajes frente a un hombre en desventaja pero que los vence físicamente) un integrante clave de la escena.

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Menos torpe formalmente aunque quizás a su modo peor incluso que Te esperaré… es Los Últimos, la primera película de Nicolás Puenzo. Tal y como lo muestra el sitio de todas las críticas, esta película fue recibida con bastante bondad por la crítica argentina, incluso por parte de críticos a los cuales les tengo mucho respeto. De hecho, sólo en esta revista Federico Karstulovich habló verdaderamente muy mal de este largometraje de Puenzo. Este hecho me asombra teniendo en cuenta el catálogo de errores groseros que tiene este largometraje. Ubicada en un futuro cercano y distópico donde la escasez de agua ha generado una guerra, Los últimos es una suerte de mezcla de Mad Max atravesado por una estética de aspiraciones propias del cine de Terence Malick. Su resultado es una cosa rarísima y bastante fea en el que un cine comprometido con los pobres (si, el viejo y pulposo cine con conciencia social) choca con una estética publicitaria y miserabilista al mismo tiempo. Así es como acá, por ejemplo, nos encontramos con una banda de sonido espantosa de música machacona (mezcla de motivos orientales con ritmos andinos con una pizca de Santaolalla y World music) que nos señala todo el tiempo lo triste (y exótico) que es todo y con dos protagonistas (Peter Lanzani y Juana Burga) pobres deseosos de sobrevivir en un futuro posapolíptico. Si Buñuel dijo alguna vez que lo que más le molestaba de algunas películas de algunas películas neorrealistas es que los pobres estaban tan beatificados que daba pena sacarlos de la pobreza, Puenzo parece filmar a estos protagonistas para irritar todo lo que puede al filmado Buñuel. Los dos marginales aquí no hacen otra cosa que sufrir en silencio y sumisamente todo lo que les pasa, y no parecen tener otra función en la película que ver como la vida los castiga y muy de vez en cuando les entrega alguna esperanza. Neoneorrealismo publicitario.

Con protagonistas así no puede esperarse otra cosa que una película con un tono solemne, es cierto. Aunque aquí el máximo problema es que esa solemnidad llega hasta niveles disparatados, justamente porque precisa subrayar la importancia trascedente del sufrimiento particular de los personajes. La estretegia para perpetrar ese cometido es la de llenar cada escena que incluya diálogos con algún espíritu presuntamente filosófico o con soliloquios altisonantes. Tal es así que la película se permite que un villano -interpretado por Luis Machín-  se permita sentarse en un momento a hablar con el otro villano -interpretado por Alejandro Awada- y decirle, después de haber reprimido salvajemente y haber disparado sobre un grupo de gente, cosas tales como (cito) “al fin y al cabo…la guerra es una sucesión de contratos”. También hay otro tipo de reflexiones filosóficas que hablan de la vida, del hombre, el amor y la naturaleza (si, así generalizado), que se dan en cualquier situación existente, como si esta película le rehuyera a cualquier tipo de situación que pueda parecer cotidiana, incluso a cualquier persona que pueda hablar por unos segundos como si fuese un ser humano común y silvestre. Así es como la médica interpretada por Natalia Oreiro puede en uno de sus escasos momentos de descanso hablar de la esperanza y el desconcierto que le genera que una chica pobre siga peleando por su vida. Pero el paroxismo de esta solemnidad e impostación se da en un momento en el cual el personaje de Germán Palacios (un cronista de guerra) lleva ilegalmente en el auto a los protagonistas. En un momento, el personaje de Palacios ve un avión militar computarizado cerca y decide parar el auto. En ese momento sale del vehículo, busca una bazooka que había en el baúl (si, en el baúl, si, una bazooka), apunta lo más tranquilo hacia el cielo y de un solo tiro, como si fuese un experto en el tema, derriba al avión ultratecnológico que los perseguía. Minutos después veremos al mismo personaje de Palacios sentado en la tierra, en posición de meditación, diciendo que lo que más lo angustia no es tanto el dolor sino que no entiende de donde viene tanta maldad. Cómo si esto fuese poco, mientras habla este personaje que termina siendo una mezcla de Rambo y Yoda del altiplano, la chica interpretada por Burga comienza a hacer un dibujo simbólico de los ciclos de la vida y la muerte. Son todos momentos tan absurdos que hacen que uno olvide incluso otros instantes de tremenda vergüenza ajena de la película, como uno que incluye a un carnaval que se pone a bailar en medio de una zona bombardeada (dato de continuidad para los responsables: los trajes de los que carnavalean están coloridos y limpios en un futuro distópico donde hay hasta carencia de agua, pero es apenas una mancha más en este verosímil insólito) o el hecho de que hacia el final Lanzani se refiera al personaje de Palacios como su segundo padre aún cuando prácticamente no hayan intercambiado palabra en toda la película.

Son desprolijidades incomprensibles, errores que pasan por razones a las que directamente califico de misterios sin respuesta las que vinculan a estas películas que mencionamos. Pero también se trata de películas que tocan asuntos de presunta importancia mayor (la reconstrucción de la vida de un ícono nacional; la resistencia contra dictaduras; la crisis del agua y la pobreza con el imperialismo de fondo) y chocan groseramente contra sus propias ambiciones. En todos estos casos está también el reflejo de un cine argentino que parece viejo, detenido en el tiempo (o en un imaginario que el cine nacional había logrado ir dejando de lado). Desde el cine alegórico de estilo publicitario alla Subiela en Los Últimos, a la película de “suspenso y denuncia” que parece tener ecos de las peores películas de Ayala y Olivera de  los 80 (e incluso de algunas de Emilio Vieyra) en Te esperaré…, y el biopic ostentoso y rancio que tantas veces entregaba el cine nacional de los 80’s y 90’s en Yo soy así…. ¿Qué se hace con un cine de esas características? Los espectadores, probablemente, aburrirse mucho. A los críticos, además, nos toca preguntarnos cómo es posible que se lleven a cabo producciones costosas tan berretas, cómo es que esto pasa las mesas de evaluación de proyectos de el INCAA, y a raíz del desconcierto (sumado porque no a cierto morbo) escribir una nota como esta.

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