Festival A cielo abierto (Cochabamba)- 3er edición (III)

Por Sebastián Rosal

Hay críticos y cronistas que son velocistas. Quieren todo ya, cuentan todo rápido y breve. Algo de eso puede ser beneficioso o no, según el uso. Pero hay otros que manejan los tiempos y ritmos, que se caracterizan por ser eso que en atletismo se conoce como fondistas. Van despacito pero administran la carga, para aguantar una enorme cantidad de kilómetros y esfuerzo. Y como correlate luego lo trasladan a la página en blanco. Bueno, resulta que Sebastián “Proust” Rosal no se conformaba con una sola salida. Así que nos terminó de entregar los tomos finales de su propia versión de En busca del tiempo perdido. O casi, porque por lo que se ve en las fotos, tanto tiempo no perdió el muchacho.

Los críticos al poder

Por Sebastián Rosal

La boliviana Nana, ópera prima de Luciana Decker, fue la película más polémica del festival. La nana es Hilaria Huaycho, la empleada doméstica que trabaja hace 40 años en la casa de la directora. Teniendo en cuenta que Decker anda más cerca de los 20 que los 30, suena lógico que se encargara de presentarla como su madre postiza. La película armó un cierto revuelo pero no por cuestiones de amor sino de distancia. Decker viene filmando a su nana desde que tiene uso de razón, y la discusión que se planteó fue hasta qué punto la cámara, consciente o inconcientemente, reproduce todo un cúmulo de relaciones establecidas entre ambas por fuera del innegable vínculo amoroso, que, por si hacía falta, también se hizo palpable en la ronda de preguntas luego de la proyección, en la que tanto la directora como Hilaria estuvieron presentes. Nana se divide en dos partes. La primera de ellas transcurre íntegramente dentro de la casa de los Decker, es decir que ya no solo hay una directora y una dirigida, sino también una patrona y una empleada. También, obviamente, una blanca y una indígena, con todo el peso que esa relación aun hoy tiene en Bolivia. En toda esa mitad la cámara se pega al cuerpo de la nana (a sus manos cuando cocina, a su rostro mientras descansa sobre una cama) hasta borrar toda referencia espacial, mientras las voces de ambas charlan sobre temas cotidianos, en un ambiente relajado y de feliz complicidad en el que en cada uno de esos planos parece haber una relación directamente proporcional entre la cercanía y el afecto mutuo. Esa lectura, con la que prefiero quedarme, tuvo tanto apoyo como detractores, porque varios lo vieron como una especie de invasión impúdica (probablemente inconsciente por naturalizada) en la que Hilaria no tendría demasiada escapatoria. Para apoyar esa postura, también argumentaban con el que es sin dudas el momento más discutible y el que generó las opiniones más encendidas. En él, Decker ingresa con su cámara al cuarto de la nana. Los planos cerrados dejan entrever ropas tiradas por aquí y allá. Apenas se menciona, como al pasar, que eso ocurre por la falta de estantes en las paredes, antes que la voz de la directora pondere el colorido que genera la luz filtrada a través de la ventana. Pero también es cierto que hay lugar para que la propia protagonista cuente de qué forma todavía es discriminada y menospreciada en la calle. Tanto como que avanzada la película, se ve cómo finalmente Hilaria deja de trabajar en lo de los Decker y se muda con todas sus pertenencias a su propia casa, en El Alto paceño. Cuando la acción se desplaza allí los planos se abren, la distancia es otra, la nana es puesta en un contexto que incluye su familia biológica, la dueña de casa ahora es ella. No fui ajeno al debate, pero parecía bastante evidente que es un tema que en Bolivia genera toda una serie de reacciones particularmente apasionadas. Yo mismo tuve una adhesión inicial casi fervorosa por la película que luego se fue diluyendo, aunque sigo creyendo que tiene varios hallazgos. El cierre, en el que a la manera de Jean Rouch en La pirámide humana Hilaria finalmente se ve a sí misma en todas las imágenes que formarán parte de la película, riendo y haciendo comentarios sobre las mismas, es notable.

Nana

La intensidad de la función de Nana y la extensa ronda posterior de preguntas y respuestas hizo que el jardín quedara semivacío para la posterior función de Gringo rojo, la última obra del chileno Miguel Ángel Vidaurre. Televisiva por momentos, lineal siempre, con una intervención poco feliz de la voz en off, sin embargo tengo que admitir que me tuvo interesado de comienzo a fin. En todo caso, con seguridad su mejor cara y lo que sostiene por completo el andamiaje está en el acopio de todo ese material de archivo que realizaron Vidaurre y Paulina Obando, su productora y montajista. El gringo rojo del título es Dean Reed, un cantante norteamericano que tuvo un breve cuarto de hora hacia fines de los 50, durante la ola generada por la aparición de Elvis Presley y el resto del por entonces embrionario rock´n´roll. Una cadena de eventos un poco azarosos lo volvieron famoso en Sudamérica hacia mediados y fines de los 60 (entre otras cosas, se lo ve actuando en Mi primera novia, con Palito Ortega y Evangelina Salazar), en particular en Chile, adonde llegó en los años previos a la primavera allendista, de la que quedó absolutamente enamorado hasta llegar al fanatismo. De allí en más, hasta su dudosa muerte ahogado en un lago alemán hacia mediados de los 80, no quedó revolución de izquierda ni gobierno comunista a los que no les pusiera su voz, en canciones que iban desde una especie de pop naif socialista a himnos de protesta, lo que lo llevó a convertirse en un verdadero ídolo en esos lugares. Desde el mencionado Chile de la vía democrática al socialismo a la Alemania Oriental de Honecker, de la revolución sandinista en Nicaragua a los típicos shows televisivos del kitsch soviético en Moscú, modeló una imagen y una obra que harían palidecer incluso el costado bizarro de Bombita Rodriguez, el famoso personaje de Capussotto (en un momento extraordinario, se lo ve bailando en algún bunker de campaña con Yasser Arafat, ametralladora en mano incluida). Como siempre, algo en la propia imagen se escapa, se independiza, adquiere un vuelo no previsto: en este caso, al bueno de Reed es difícil no verlo como una marioneta de los intereses de turno, probablemente un espía, alguien feliz pero que, al igual que aquel que adquiere la fe de los conversos, pareció vivir una vida digitada secretamente por otros, por intereses que lo excedían y de los nunca pareció ser del todo consciente.

Gringo Rojo 2

En cierta forma el camino inverso es el que toma Cecilia Kang con Mi último fracaso, su debut en el largometraje. Si en Gringo rojo la sonrisa que generan la imagen de Reed y sus canciones parecen esconder la tragedia de una vida, la película argentina consigue el pequeño milagro de que la gravedad e importancia de un tema no mermen nunca en su intensidad a pesar de estar contantemente bendecidas por la gracia de una luz ligera. Kang es hija de inmigrantes coreanos, y a partir del seguimiento de tres casos en su círculo íntimo de afectos (su maestra de dibujo en la infancia, sus amigas y su hermana) indaga tanto en la construcción de la propia identidad como en el peso agobiante que la tradición opera en relación a la idea de familia y al rol de la mujer coreana, tanto en la propia Corea como en la comunidad asentada en Argentina. Con cualquier figura masculina excluida, el centro es ocupado por toda una serie de mujeres que se revelan con una valentía extrema sin tener nunca que levantar la voz, con el carácter necesario para tomar las riendas de sus propias vidas más allá de los mandatos sociales. Sutil, punteada por escasos pero precisos y felices momentos musicales, las tres historias se despliegan delicadamente, apoyadas en unos personajes que a medida que la película avanza se vuelven más y más entrañables.

Mi Último Fracaso

Si de personajes entrañables se trata, otro ejemplo poderoso en Cochabamba se vio en La siesta del tigre, el segundo largo argentino presentado en la sección de funciones especiales. En ella, un grupo de paleontólogos aficionados busca obstinadamente restos del extinto tigre diente de sable en arroyos y hondonadas entrerrianas. Los científicos a la carte en cuestión son en realidad amigos del director Maximiliano Schonfeld, un conjunto de cincuentones perpetuamente optimistas, criollos pícaros devotos de las charlas alrededor de una fogata, del vino y la música, embarcados en su aventura rocambolesca con el mismo espíritu de camaradería, un poco inconsciente, decididamente feliz, con el que cualquier contingente de egresados viaja a Bariloche (según contó el propio director, el proyecto inicial reunía a sus amigos con un equipo de paleontólogos profesionales, pero el asunto se volvió demasiado anárquico y no prosperó). La búsqueda infructuosa de los fósiles posibilita un recorrido al que Schonfeld, literalmente, le pone el cuerpo, sumergido en el río junto con sus amigos durante los momentos de descanso, o colgado en alguno de los paredones en los que a punta de pico y pala intentan dar con los huesos imposibles. La de Schoenfeld es uno de esos objetos no identificable, ese tipo de anomalías que cada vez escasean más. Perfectamente consciente del potencial de sus personajes, el hallazgo de la película, en todo caso, es concretar uno de los atributos singulares del cine: establecer un universo que puede ser al mismo tiempo tan amable como enrarecido, muchas veces a mitad de camino entre la alucinación y la vigilia, ya sean momentos de una extraña serenidad u otros que bordean lo bizarro (en un momento brillante Cochirila, el personaje central, aparece disfrazado de Papá Noel sin ninguna justificación previa). Diluyendo el artificio detrás de la tersura con la que los hechos aparecen naturalmente, Schonfeld logra borrar cualquier frontera definitoria entre ficción y realidad. Por eso mismo es que la película se resiente en sus minutos finales, cuando, para reforzar una de las líneas sugeridas en su desarrollo, prescinde de su fluidez y deja que el guion entre en escena, demasiado preciso, demasiado ostentoso en su voluntad conclusiva.

La Siesta Del Tigre

Para el final dejo dos actividades que representan las que son las señas particulares, identificables, del A Cielo Abierto, el primer festival del cual tengo noticias que privilegia la labor de la crítica de cine tanto o incluso más que las películas (en ese sentido y si los cálculos no me fallan, fuimos más los críticos invitados que los directores). Charlas magistrales, talleres de crítica o presentación de películas nutren la agenda diaria con mayor presencia que las propias funciones. Durante dos días participé de un coloquio junto a seis colegas de Argentina, Bolivia y Chile, que tuvo como título Miradas amantes (en obvia referencia a El Amante, la decisiva revista de cine argentina). La charla incluyó la relación entre críticos y directores, el rol del crítico como programador o el surgimiento de las redes sociales como espacio novedoso frente a los medios tradicionales, entre otros temas. Habíamos coqueteado con la idea de peleas recias, pero todo se desarrolló cordialmente, y, previsiblemente tratándose de siete críticos, el tiempo se reveló como muy escaso. El coloquio me sirvió para conocer a un grupo de colegas bolivianos (Santiago Espinoza, Sebastián Morales, Sergio Zapata, Mary Carmen Molina Ergueta, todos ellos nucleados también alrededor del Festival de Cine Radical en La Paz) que a partir de una actividad constante y bulliciosa parecen estar moviendo el avispero de un cine como el boliviano que, sin una institucionalización aun establecida (si mal no entendí todavía no existe una especie de Instituto del Cine Boliviano), igualmente se las ingenia para ofrecer estimulantes trabajos, como lo demuestran Viejo calavera, de Kiro Russo, La última navidad de Julius de Edmundo Bejarano, Los girasoles de Martín Boulocq o la propia Nana, entre otros.

Algo de esa actualidad pude vislumbrar también en otra actividad de la que fui parte, como miembro del jurado que, al igual que en las dos ediciones anteriores, tuvo como tarea asignar el Fondo de fomento para documentales bolivianos, el único en el país dedicado exclusivamente al cine, otorgado por el Centro Simón I. Patiño. Siete proyectos fueron los que tuve que evaluar con mis compañeros de jurado, los ya mencionados Vidaurre, Molina Ergueta y Elizabeth Torres, a los que se sumó el local Camilo Kunstek para completar el quinteto. Luego de una larga pero muy agradable discusión convinimos en entregar el premio a Tiempos de algidez, de Joaquín Tapia, que promete ser una especie de caleidoscopio sobre la vida en una barriada de La Paz. La condición que el Fondo exige al ganador de turno es que la película sea estrenada en la edición siguiente del festival. Por eso es que para la función de clausura fue programada Todos santos, el proyecto de Miguel Hilari que se hiciera con el premio hace 3 años. La película no se terminó aún, y lo que pudimos ver fue un primer corte al que era evidente que todavía le faltan cosas, pero tuvo algo de divertido verlo a Hilari haciendo los mil y un malabares para explicar lo que se proyectó. En realidad sus precauciones parecieron algo desmedidas: las imágenes y sonidos (la música tiene un papel fundamental) que retratan en parte la vida de Urbano, un músico indígena que se desplaza del campo a la ciudad, tienen una particular potencia, en especial ese largo comienzo en el que un viaje en ómnibus a través de los Andes, en pleno amanecer y con un ostinato musical de fondo, crean un efecto altamente hipnótico. Aunque demorada, la de Hilari es una promesa a punto de adquirir una forma.

Chichería En Tiquipaya

Y así pasó el A Cielo Abierto, tan rápido como extensa fue esta cobertura. Fue una semana intensa, de encuentro con películas y con mucha y buena gente nueva conocida. La imagen final es por fuera de las salas, de las aulas y deliberaciones: buena parte de los invitados en una chichería en Tiquipaya, una pequeña ciudad camino a la montaña, alrededor de la mesa, compartiendo en un balde (literalmente) la bebida típica de la zona, con música de fondo, paisanos jugando al sapo en un rincón y charlas sobre el cine y otras cosas, en un ambiente feliz de camaradería. El cine aun sigue siendo un espacio que nos cobija.

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