La La Land: Una historia de amor

Por Federico Karstulovich

Fuego de noche, nieve de día

Antes de que empiece a amanecer
y vuelvas a tu vida habitual
debes comprender que entre los dos
todo ha sido puro y natural
(…)

Luego te levantas y te vas
el te esta esperando como siempre
luces tu sonrisa mas normal
blanca, pero fría como nieve

A mi abuela, que murió con la violencia previsible de un ralenti.

A las pasiones frías las consume el fuego. Los géneros clásicos están muertos y enterrados. Sobrevienen oleadas circunstanciales que cada tanto nos convencen de que existe una sobrevida, una respiración artificial que puede hacerlos latir un poco más, pero en efecto son una lengua muerta. El amor por esos géneros (el musical, el western, el terror, el cine de aventuras, el melodrama son algunas de sus formas más fuertemente codificadas desde lo iconográfico, temático y formal) es una de las pasiones frías, pasión de necrofilia, pasión de nostalgia. Lo que habría que preguntarse es cómo sobreviven las pasiones en una mesa de autopsia. Y qué hacer con ellas, por más amor que medie entre lo que pasa de uno y de otro lado de la pantalla. El milagro del último largometraje de Damien Chazelle es ese: nos convence de ser parte de esa pasión helada que es amar a los muertos. De ahí que todo pero todo lo que vemos y escuchamos esté signado por un pasado que solo puede retornar (como dijera Milhouse en relación a Alf) en forma de figuritas.

Golpe al corazón. El muerto que vuelve, una y otra vez, es el muerto que no se quiere ir. Alma en pena que no puede abandonar el espacio que le perteneció, lo que le queda es transitar. Sobrevolar. Y, si los astros se alinean y algo lo permite, encarnar en algún cuerpo vivo, que sirva, ectoplasmáticamente, para que el retorno cobre sentido. Ya lo había intentado Bob Fosse con una variación felliniana del musical clásico, ya había fracasado todo intento de ópera rock (que no pudo sobrevivir al cambio de década y murió a manos del musical “de soundtrack” de los 80s), pero en 1981 fue un megalómano quien intentó filmar eso que la maldición indica como el último exponente de un género, la última película (con todo lo testamentario que tiene ese plan): las megalomanías suelen matar primero a sus comandantes; ahí están los Cimino, los Welles, los Coppola para dar cuenta de esas muertes (cinematográficas) prematuras.
Fue esa obra maestra absoluta llamada Golpe al corazón (Francis Ford Coppola, 1981) aquella que intentó hacer una suerte de summa musicalis . Y como era de preverse el resultado no fue apreciado debidamente en su momento, más bien el presente de aquel entonces le devolvió el amor y la pasión con un vómito en la cara al pobre Francis. Tuvo que pasar un segundo intento de revitalizar al musical por otros medios (así como Coppola lo había intentado con una mezcla de realismo e irrealidad conviviendo), esta vez con la extraordinaria Moulin Rouge! (Baz Luhrmann, 2001) para que pudiéramos comprender de qué se trataba eso de poner el corazón en algo extinto y sin embargo intentarlo.

En todos los casos mencionados el musical asumió siempre un compromiso: ser el representante de un mundo en retirada. El musical contemporáneo (el de los últimos 30 años) sigue buscando una respuesta a ese mundo de salida. Tenía que llegar La La Land: Una historia de amor para dar una respuesta a esto: no, no se puede filmar el último musical, pero se puede gozar la salida, hasta que los pies no resistan o hasta que el corazón se endurezca de tal forma que ya no podamos llorar.

Un pacto para vivir. No se trataba de hacer un acto de espiritismo ni de replicar los códigos de antaño con la frialdad de un taxidermista, sino de asumir, en todo caso, un pacto. Y es que todo acto de revisión de los géneros clásicos implica un pacto amnésico, en donde jugamos a olvidarnos y a hacer de cuenta que no sabemos de qué se nos está hablando. Para el espectador no cinéfilo es más fácil que para aquel que tiene una relación tan intensa con el género en cuestión que no puede olvidarse las reglas, porque es como nadar o andar en bicicleta: cuando se incorpora no se va. La La Land: Una historia de amor tiene plena conciencia de esto, por eso su base (como en el jazz) es simple, pegajosa y previsible como chicle en la suela.

De este pacto, basado en la ignorancia o en la abierta amnesia vive esta obra maestra, que entendió perfectamente, también, el problema de ser una pasión fría, que comprendió que se inscribe en el marco de un género que se está despidiendo hace mucho y demasiadas veces. Por eso necesita más de nosotros que nosotros de ella: o la desconectamos del respirador o seguimos al costado de la cama, delirando junto a ella, haciéndola pensar que vive en sus épocas de gloria. Eso también es amor: estar en los últimos días con la intensidad de los primeros.

Spectacular spectacular. Con un pie puesto en cada lado, La La Land: Una historia de amor tiene dos caras. Una de ellas mira hacia un pasado posible con el cuál dialogar (ahí está el musical crepuscular de finales de los 40’s, pero también mira a una de las grandes referencias argumentales ineludibles: Los paraguas de Cherburgo [Jacques Demy, 1964]) y lo hace carente de cualquier forma de cinismo; la otra cara mira al musical como un hecho maldito de la cinefilia contemporánea y se asienta en el costado reflexivo (por eso está dando vueltas una película como Golpe al corazón, de una a la otra punta de la película), en la nostalgia compulsiva. Conducir una nave que se va a pique (lugar que en el interior de la película ocupa el jazz) no es, entonces, un acto gratuito, sino una maldición de la que los musicales con pretensiones totalizadoras sobre un género no pueden escapar. La conciencia del artificio acompañada por el goce de lo previsible hacen de todo espectador de musicales old school una suerte de masoquista en potencia: hay un placer en la contemplación del espectáculo de la decrepitud, como si se tratara de ver a Gloria Swanson en un loop infinito, bajando la escalera y dirigiéndose a cámara. Como si alguna vez lo irreversible pudiera revertirse. El espectáculo musical que inventó el cine en pleno siglo XX dejará de existir. Tanto el director de La La Land: Una historia de amor como el pianista obseso con el jazz lo saben bien. Lo que resta es el acompañamiento en la etapa final.

Gozar es tan parecido al amor. Asumido el pacto, lo que queda es manejar la nave y disfrutar el trayecto hacia el vacío. La La Land: Una historia de amor tiene uno de esos comienzos que salen a comerse al mundo para que a nadie se le ocurra pensar que lo que viene es una película más. Con una lógica de relojería presenta lo que va a ser una constante en los siguientes minutos de metraje: el uso del plano secuencia como elemento que reúne los mundos de la fantasía y de la realidad cotidiana (lo que funciona como declaración de principios: nada de lo que se está por contar es nuevo, sino que se trata de una suma de clichés y lugares comunes).

Lo que sigue es la formulación de una superficie lisa en donde la tridimensionalidad da paso a la unidimensionalidad, ya que en La La Land: Una historia de amor lo que importa es menos el personaje que la función arquetípica que ocupa (conectando violentamente con la ya mencionada Moulin Rouge!, película hermana en espíritu de dramaturgia). Por eso es el mismo avance el que nos pone frente al problema de lo visto, de lo conocido. Avanzar para vivir pero también para morir un poco, lo que hace de todo el asunto una gran paradoja. Por eso todo lo que vemos y escuchamos en La La Land: Una historia de amor tiene cara de pasado, tiene oídos de un siglo que se fue (al que se despide no con el resentimiento de quien dice que todo tiempo pasado fue mejor) pero nos narra desde el presente, que es un molde para ser llenado por la experiencia vigesimónica de formas de un arte en extinción.

El goce de lo reconocido, entonces, el retorno a lo habitual de un código, el juego de hacer que me olvido, el disfrute por saber que algunas cosas se mueren y se van a morir son las claves para comprender cuál es el juego que se juega en La La Land: Una historia de amor. De ahí que el corazón no palpita siempre y frente a todo lo que vemos (precisamente porque no deja de recordarnos, con cierta distancia y frialdad, que no debemos entrar en ese verosímil), sino que lo hace cuando el final del camino es inevitable y lo que prosigue es un producto natural de las capas anteriores.

El final inexorable espera con todas las cartas echadas (pero tiene alguna cartita guardada, que ya nos había sido anticipada mediante el uso del color como elemento indicial: Ambrose Bierce es la clave para entender ese doble final depalmiano), la contundencia sigue siendo la misma, aunque sepamos lo que sigue. La La Land: Una historia de amor se va con la intensidad de lo que no fue (futuro) y del lo que fue (pasado, que supo ser presente), porque, como bien sabe, eso de andar viviendo no es otra cosa que dilatar o contraer los círculos de las pasiones y amores, hasta que en algún momento, se nos acaba. O se van, invitándonos a despedirlas.

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