Fuimos los sacrificados: la ética de los eslabones

Por Federico Karstulovich

Son, como quien no lo quiere aceptar, en el fondo, un eslabon necesario entre muchos otros. Claro: ¿a quién le gusta ser funcional, estar a la altura de las circunstancias, cumplir un rol digno, ser un hombre entre dos reinos? Ser eslabón es sobretodo, estar, para que otro salte por encima de nuestra cabeza. Los eslabones, señores del tránsito que se asemejan a los crossing guards de las escuelas anglosajonas, son los encargados de una ética y una moral, dolorosa y necesaria al mismo tiempo: que el mito corra sobre el tiempo, que mute, y que reviva en cada generación…con la estrategia de olvidar como llegó ahí. Velocidad y amnesia, son sus factores fundantes.

El cine de terror, no casualemente, cuenta con ejemplos paradigmáticos de esa ética de lo transicional. Ojo: no confundir con directores malditos, que van por otra senda. No: los hombres-eslabon son de esas familias con apellido y estirpe. Pero son, al mismo tiempo, familias decadentes de un melodrama gótico, primos hermanos de los Usher, los de la casa caída a pedazos. Los de las parades mohosas, los de los muertos en el sótano…o en el placard.

Roger Corman-Terence Fisher-William Castle son un trípode vital de esta vindicación. Son, come again, señores de dos reinos, hombres entre dos mundos. Vivieron un tiempo sin arquetipos. Fueron forenses de un imaginario y pastores de una secta imposible, esa que secretamente sabía que sus feligreses estaban condenados a abandonar en un lapso breve. No hay mejor testimonio de esta época que Targets (Peter Bogdanovich, 1968). Ahí está el lugar y el modo: el dolor de ya no ser y la llegada de los nuevos tiempos, los nuevos tótems (toda esa melancolía se consume como cápsula en el cuentito que narra Orlock-Karloff, indistinguibles entre sí). Es el problema de la autoridad (y autorismo) laica: no se puede alimentar aquello en lo que no se cree.

Corman es a Poe, lo que Fisher a los mitos de la Universal y Castlle a la clase B: la exaltación de una posibilidad temática y formal, el agotamiento de un recurso ritual, la autoconciencia de la muerte de un registro mítico. El entierro prematuro (Corman, 1963), como The tingler (Castle, 1959) y La Gorgona (Fisher, 1964), por mencionar algunas, están cortadas por la misma tijera: no solo dictan el certificado de defunción de las últimas formas de un género en plena renovación, además lo ponen en duda. Doble zozobra: la del terror como sensación (vivida con temor y temblor) y como género, por lo tanto, de su imposibilidad catártica como condena. La destitución del mito, la exageración del ritual y la anulación de la metáfora son sus armas: un expresionismo abstracto de las formas (con su correlato del otro lado del Atlántico en Mario Bava), una denuncia a la pereza y un imaginario partiéndose en mil esquirlas. Terrorismo fílmico. Parecer clásico, ser rabiosamente contmporáneo.

Si los géneros viven en mitolandia. Si son propietarios ostentosos de un territorio (una ínfima chacra del diablo o miles de hectáreas, poco importa la extensión del terreno), nuestros héroes, nuestros hombres de transición, son encargados de hacer, de un fiordo, de un delta de imágenes, íconos, monstruos, canciones, una nación, un territorio constante.

El tiempo los olvida, los deja en el ostracismo de la nostalgia, siendo una entrada más en un glosario infinito de muertos en la batalla. Sin ellos, las islas serían sólo islas, los deltas deltas, y nuestro imaginario terrorifico una sumatoria de organismos unicelulares, ameboides. Con ellos, nuestros crossing guards, con su inestimable generosidad, seguimos contando ovejitas, soñando con nuevos horrores, con nuevas posibilidades, con futuras masacres.

Pero cada tanto el territorio se despedaza. Ya no tenemos hombres como ellos. Esa ética se los llevó a la tumba. Debemos conformarnos, apenas, entre gritos y susurros, con la esperanza de un nuevo sacrificio, una entrega por la causa. Los modernos y su eterna lección, de vuelta among us : un programa nunca concluye.

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