Go Go Tales

Por Fernando Luis Pujato

Italia-EE.UU., 2007, 96′
Dirigida por Abel Ferrara
Con Willem Dafoe, Bob Hoskins, Matthew Modine, Asia Argento, Riccardo Scamarcio, Sylvia Miles, Roy Dotrice.

Un sueño terrenal

Como todo auteur barthesiano que se digne de serlo, el universo fílmico de Abel Ferrara es, inequívocamente, singular. Al igual que Michael Haneke y el tortuoso transcurrir de la burguesía austríaca en los últimos cuarenta años -y La cinta blanca no es una excepción sino más bien una ampliación temporal de esta preocupación- o de Jia Zhang-ké y la inquietante velocidad de los cambios operados en China desde los 80s al menos, y al revés de su coterráneo Steven Spielberg, cuya obra trasunta el sendero del bien a lo largo de toda la historia de los EE.UU. -y La lista de Schindler no es más que una expansión geográfica de este designio- el director neoyorquino parece estar filmando lo mismo desde casi siempre: la cuestión del mal, como sostiene Roger Koza que sostiene Nicole Brenez. O, no tan genéricamente y un tanto más localmente, las maneras en que se expresa esta idea a través de los particulares modos de vida que contiene todo ordenamiento social: familias gangsteriles y no tanto, hampones mesiánicos y directores de cine inmemoriosos, policías devastados y periodistas culposos, meretrices virginales y vampiros filosóficos, como formas conductuales de aquél concepto. La omnipresente ciudad de New York como albergue total de aquella noción. Y el trasfondo religioso cristiano operando como ordenador simbólico de las siluetas invisibles de la cotidianeidad y las sombras visibles de lo extraordinario.


Además de localizar Go Go Tales en su aldea, aunque circunscribiéndola a un ámbito mucho más acotado como un club nocturno, ¿hay algo en el film de Ferrara que lo distinga claramente del resto de su filmografía? Y sí, pero tal vez no estamos muy lejos de la ficción dentro de la ficción que es Mary, de la película homónima que filmaba Matthew Modine acerca de María Magdalena, sólo que aquí las figuras religiosas cambian de estado pero funcionan más o menos de la misma manera pues hay un Padre que todo lo decide personificado por Modine, un hijo a punto de ser crucificado por sus faltas en la figura de Willem Dafoe, un grupo de acólitos incondicionales como podrían serlo todos los empleados del club -y seguramente Hopkins es Pedro- y no una sino muchas Marías Magdalenas que al igual que su antecesora bíblica son algo más o distinto que una profesión vilipendiada pero necesaria.


Aunque sí estamos muy lejos de cualquier sentido de culpa o de pecado, de expiación o luminosidad metafísica, de todo ese agobio cristiano que pende sobre muchas de las criaturas de los films de Ferrara, de todo el calvario físico y mental por el que deben transitar como condición experiencial de vivir en este u otros mundos. La afabilidad que trasunta todo Go Go Tales envuelve a sus personajes de una manera tal que sus acciones, cualesquiera que éstas sean, cobran un sentido de vitalidad y de ingenio y de regocijo sin parangón alguno con el resto de su obra. La picaresca, no la picardía, de Luigi cuando reemplaza una lámpara de la máquina de broncear por un tubo de luz, la extravagancia de sentirse un chef vendiendo dentro del local hot-dogs orgánicos en un carrito, Ray presentando a las bailarinas y danzando con ellas, Barón increpando a los chinos por no entrar al local para seguir un hombre vestido de cangrejo, son todos ejemplos, y los hay a lo largo de todo el film porque en realidad el film mismo es el ejemplo, de una gracia inusual que tal vez guarde alguna semejanza con la comedia americana clásica pero que hoy por hoy pocos pueden o se atreven a filmar; Stanley Cavell le puso un título: En busca de la felicidad.


El cuidadoso registro formal que exhibe cualquier film de Ferrara está, por supuesto, evidenciado en Go Go Tales aunque aquí hay un uso mucho más patente de la profundidad de campo y la ausencia casi total del plano-contraplano, al menos en su forma habitual. Porque Ferrara no está filmado un club, está filmando dentro de un club, y ésta es una diferencia no poco importante al momento de distinguir visualmente y percibir relacionalmente lo qué significa estar allí y lo qué significa pasar por allí. Uno puede ser un cliente de tránsito, como el joven que descubre que su esposa es una bailarina, o un amigo de la casa, como el excéntrico Danny Cash, y tendrá acceso a la pista principal o a una dependencia preparada para agasajarlo. Pero para poder circular libremente por todo el lugar uno tiene que trabajar allí, y para ver lo que les ocurre a unos y otros por igual uno tiene que ser sencillamente un espectador. Salvo la secuencia en que dos bailarinas sentadas en la oficina de Ray le comunican que una de ellas está embarazada y la cámara se desliza suave y alternativamente desde ellas a éste siguiendo el tempo de la conversación, es precisamente aquí, en la profundidad de campo y la falta del plano-contraplano lo que no sólo convierten a Go Go Tales en un festival democrático de la mirada, sino también en el uso distintivo del espacio, entendido como hábitat, que Ferrara propugna y establece categóricamente. La distinción entre la esfera pública y la esfera privada, entre el afuera social y el adentro individual, ya no cuenta aquí porque todas las acciones son colectivas, o están informadas por un sentido de la pertenencia que las vuelve plausibles de serlo.


El correlato fílmico de este asalto de lo cotidiano a las ciudadelas imperiales de las dicotomías establecidas sugiere, o tal vez indica, la desjerarquización visual y cognitiva de las divisiones físicas que existen en el club The Paradise. Esto es lo que nos muestra la escena en que los apóstoles nocturnos limpian y arreglan diligentemente el club para la función que tiene lugar todos los jueves, denominada descubriendo talentos o algo así, en la que uno de ellos, algunas bailarinas y hasta el mismo Padre-mecenas del lugar, emprenden arriba del escenario performances acerca de lo que creen o quieren ser, o han sido o deberían ser si no fueran lo que son o lo que deben hacer. Entre recitados shakesperianos, danza clásica, magos y malabaristas, detrás del escenario, Ray y su hermano discuten pues éste no quiere seguir financiando el club y el contador dublinés, amigo y compinche de apuestas de Ray, busca el extraviado billete ganador de la lotería por todos los rincones del lugar. Al mismo tiempo se inicia una discusión debajo del escenario por las promesas incumplidas de pago a las congéneres de María, mientras Ray reemplaza al contador en la búsqueda, éste oficia de presentador y Modine inicia su actuación. Y así hasta el levantamiento pre-revolucionario de las masas oprimidas bajo el yugo del capitalismo -como dirían los lectores de la contratapa del 18 Brumario-, la confesión contingente de Ray y su debilidad por el juego de la lotería y el estallido final de alegría cuando éste encuentra casualmente el billete ganador. No importa tanto dónde ocurren las cosas, importa mucho más lo que ellas vehiculan, y si son algo más que un comentario sobre sí mismas esto es debido a que su significación es pública y no una prerrogativa singular de un emplazamiento privado.


Pensaba terminar esta nota escribiendo que por primera vez Ferrara había filmado un instante de dicha, una ráfaga de felicidad, pero recordé el final de R-Xmas con esa suerte de dealer trabajador un tanto borracho desentonando desde un escenario una canción de amor a su bella esposa, o el de Mary y el diáfano recogimiento del rostro de Juliette Binoche inclinándose para besar la arena de una playa sin tiempo ni lugar. Entonces creo que Ferrara ha filmado, también creo que por primera vez, una película acerca de un sueño terrenal soñado por jugadores de sueños. El billete ganador del juego es la entrada para ver Go Go Tales, el último sueño de Abel Ferrara.

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