Good boy

Por Rodrigo Martín Seijas

Estados Unidos, 2025, 72′
Dirigida por Ben Leonberg.
Con Indy, Shane Jensen, Larry Fessenden y Arielle Friedman. 

La transmisión del mal

Hay una secuencia de Good boy que debe durar a lo sumo un minuto y donde no parece
suceder nada especial: lo que vemos simplemente es al perro Indy que se queda solo en
su nuevo hogar luego de que sale su dueño, Todd. Pero ese “nada” se convierte, en
cuestión de segundos, en un todo casi insoportable: lo que vemos es el resumen -a
través de un montaje de enorme simpleza y precisión- de una espera, entre tensa y
angustiosa, de una criatura que se queda sola y frente a la incertidumbre absoluta de no
saber cuánto tiempo va a durar esa soledad. No solo el rostro del canino expresa su
temor, ansiedad e inquietud: también su cuerpo y hasta su pelo, que parecen hablar por
sí mismos. Uno pide que por favor vuelva Todd, que se termine el padecimiento del
pobre Indy y de uno mismo como espectador, que no puede evitar una inmediata
empatía. Pero la vuelta de Todd solo traerá un alivio momentáneo.


Es que la película de Ben Leonberg es una esencialmente sobre la angustia, lo cual no
significa que no transmita temor y hasta terror. Al fin y al cabo, lo que entiende con
precisión, es que muchas veces lo terrorífico y angustiante van de la mano. Su idea
disparadora es simple: Todd, un tipo con una enfermedad complicada, que lo tiene a
maltraer (todo hace suponer que es cáncer) se muda a la cabaña de su abuelo fallecido,
que está en el medio del bosque, y lleva a Indy con él. Muy pronto, Indy se da cuenta de
que algo no anda bien en ese lugar y que hay una presencia sobrenatural, maligna, que
acecha y aguarda el momento indicado para llevarse a Todd. A partir de ahí, se inicia
una lucha de voluntades entre el perro y esa entidad, que es claramente desigual, y que
el film elige contar desde la mirada del canino, poniendo la cámara a su altura y hasta
reproduciendo su punto de vista.


El resultado de esa apuesta formal es opresivo hasta el ahogo, en buena medida porque
desde el comienzo Leonberg entiende algo vital en los perros o en cualquier mascota
que construye su existencia cerca de un humano: que su sensibilidad es infinita, pero
que su capacidad de expresión es limitada o, más bien, va por otros carriles. Indy
escucha, huele, ve y siente mucho más que Todd, pero no puede hablar para alertarlo o
explicarle, y el film va escalando en angustia a partir de ese factor, mientras el espacio
de esa cabaña se va convirtiendo en algo cada vez más siniestro y el tiempo también
juega en contra. Hay un trabajo técnico -las luces y sombras, el sonido, el fuera de
campo, el movimiento de la cámara, incluso la impecable decisión de no mostrar el
rostro de Todd hasta casi el final y dejar que el protagónico absoluto sea de Indy- que se
enlaza con esa idea astuta del comienzo y captura toda la atención del espectador,
bordeando los límites de la manipulación, pero sin caer en miserabilismos. Uno la pasa
mal porque Indy -un Oscar para ese perro ya mismo- la pasa mal, pero Indy la pasa mal
porque hay un lazo afectivo que lo une con Todd que es inquebrantable.


Esto último, el vínculo entre Indy y Todd, es lo que termina haciendo a Good boy no
solo una gran película de terror, sino también un drama profundamente conmovedor,
especialmente en sus minutos finales. En el fondo, lo que expone el film es cómo hay
personalidades autodestructivas, que reproducen patrones familiares que parecieran
transmitirse de generación en generación, y que no pueden escaparse de sí mismos y sus
enfermedades tanto físicas como mentales. De hecho, el espectro que acecha a Todd es

una metáfora apenas velada no tanto de su cáncer como de su resignación ante la
muerte, de su negación ante cualquier posibilidad de ayuda de gente que lo quiere. Pero,
al mismo tiempo, Indy es el perfecto retrato de cómo las mascotas siempre están ahí,
poniendo el cuerpo, el alma y el corazón, absorbiendo la negatividad como una esponja,
pero siempre devolviendo bondad, devoción, fidelidad.

El último plano de Good boy es precisamente un resumen impecable de todo lo anterior.
No solo es una imagen de una belleza sutil y al mismo tiempo impactante, sino también
el cierre perfecto para el recorrido físico, psicológico y hasta ético de Indy. Es, en sí
mismo, una decisión moral notable de una película que en apenas algo más de 70
minutos nos oprime el corazón. Leonberg, solo con este film, ya se ganó un lugar en el
Olimpo del cine de terror de los últimos años. E Indy ya tiene un puesto destacado en el
panteón de los animales del cine: lo suyo es conmovedor e inolvidable, porque nos
recuerda que seres peludos como él están para cuidarnos y protegernos siempre.

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