Hacia el sur

Por Federico Karstulovich

Hacia el Sur (De weg naar het zuiden)
Holanda, 1981, 143′
Dirigida por Johan van der Keuken.

Mientras voy aprendo adonde tengo que ir

Por Fernando Luis Pujato

Ver hoy, treinta y seis años después de su estreno, Hacia el sur, turba. Tal vez no tanto por las imágenes que allí se nos muestran sino más bien por la actualidad que estas poseen y por las cuestiones aún más actuales que parecen desprenderse de ellas. Y no se trata de esas sentencias, tan desacertadas como poco profundas, de que la historia siempre se repite o de que el fenómeno de la globalización ya no deja resquicio para los asuntos parroquiales. Tampoco del consuelo pequeño burgués de que estas cosas ocurren también aquí, a la vuelta de la esquina -tal vez un poco más lejos pero ocurren en todos lados- o el banal aturdimiento televisivo de pasar de ver la receta de cocina de tal o cual parte de este mundo a los conflictos regionales de alguna parte también de este mundo. Los juicios apodícticos, el paternalismo postcolonial, postimperialista, de clase, de género y demás etcéteras, y el nihilismo visual pueden resultar cómodos al momento de sentarnos a ver un film -y sobre todo luego de haberlo visto- pero difícilmente puedan brindarnos un acceso imaginativo para interrogar lo que se nos muestra en algunos films, lo que nos muestra Hacia el sur.

El plano de una ventana abierta. El mapa de ruta comienza a delinearse en Amsterdan donde un grupo de ocupas, no precisamente unos homeless desheredados del sistema, que han tomado un edificio vacío terminan desalojándolo ante la amenaza primero de la policía y luego de los militares, es decir del estado, por supuesto. Un par de horas más y nos encontramos metidos hasta el cuello en el barrio Goutte d´Or en París en el que una pareja de inmigrantes, o más bien una pareja que hace cuarenta y cinco años que vive en ese lugar, tratan de sobrellevar su austera vida -por decir lo menos- con una afabilidad sorprendente; aunque no alcanza con esto, por cierto. Un paso más allá, en la campiña francesa con cultivadores de lavanda que ya no se vende como hace unos años, que invariablemente fueron los mejores, y cuyos hijos han partido hacia la ciudad. El viaje sigue y esta vez es el vaivén Eritrea/Italia patentizado en el afable rostro de una anciana y en uno de los planos más conmovedores del film -el trabajoso ascenso por las escaleras de un edificio en tiempo real- que deposita ante nosotros la historia colonial italiana encapsulada en la pequeña historia de una vida.
Más al sur, aunque en otro paese, es la figura obstinada de un joven cura la que certifica que el tiempo en la región de Calabria parece haberse detenido en los inicios de la mafia peninsular. El plano de una ventana abierta. Y por fin la monumentalidad inconmensurable -y no sólo literalmente- de Egipto. El encuentro más o menos desmañado con subjetividades no tanto enigmáticas como variopintas del primer tramo del film deviene en una barrera cultural poco menos que infranqueable ante la cual Van der Keuken se asoma, roza, intentando tocar esa otredad cuya cercanía es desafiante pero no puede, no lo dejan, o puede muy poco, lo dejan muy poco; sus límites y los límites de los otros son, como para cualquiera de nosotros, los límites wittgeinstenianos de sus mundos.
Sin embargo Van der Keuken es terco y tiene una cámara, por lo tanto filma, se arriesga a perder el rumbo, lo pierde un poco, pero filma. El discurrir público de El Cairo está ahí, a su alcance: cultos faraónicos, ritos propiciatorios, carteles dictatoriales, publicidad neo-colonial, automóviles de cualquier año y modelo, vetustos trenes del pasado colonial atestados de personas, innumerables peatones y anchas avenidas. Todo esto amalgamado en un registro formal impecable, que coloca siempre en el centro del plano aquello que estructura el resto del cuadro. El contrapunto entre las ruinas y las vidas del ayer y los escombros y las vidas del hoy, entre el discurso solidario público y la brutalidad o indiferencia estatal, entre la música y la imagen, no son otra cosa que la tenacidad, casi rayana en la obsesión, de un solitario cineasta por registrar un presente que -como todos los presentes- sigue atesorando los restos de un pretérito incierto e ilusionándose con los ecos de un futuro posible.

Desde el último plano de esa ventana abierta la voz en off de Van der Keuken duda, sugiere, “no sé… quizá los muertos hubieran preferido vivir”, en un film en el cual, cegadoramente, los vivos prefieren la porfía del vivir. Acaso esa ventana siempre apuntó hacia el sur.

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