Happy Together

Por Fernando Luis Pujato

Happy Together (Chun gwong tsa sit)
Hong Kong, 1997, 98′
Dirigida por Wong Kar-Wai
Con Leslie Cheung,  Tony Leung Chiu Wai,  Gregory Dayton,  Chang Chen,  Shirley Kwan

Desde lo lejos de antes (*)

Por Fernando Luis Pujato

En 1997, Hong Kong dejaba de ser una colonia británica y pasaba a formar parte de la República Popular China. En el mismo año el director -hongkonés por adopción aunque nacido en Shanghái- Wong Kar-wai obtenía en Cannes el premio al mejor director por un film que triangulaba entre aquella isla, Buenos Aires y Taipéi. Una casualidad.
En 1995, una pareja gay se escapa de Hong Kong para tratar de salvar su relación, empezar de nuevo, distinto, intentar otra vez. Su deseo es conocer las cataratas del Iguazú, pero terminan por recalar en Buenos Aires, donde todo, finalmente, se derrumba. Un film.
Con música de Piazzolla, Veloso y The Turtles, y con una fotografía exquisita de Christopher Doyle, Felices juntos nos cuenta la tormentosa y atormentada relación de Lai You-kai y Ho Pong-wing en una Buenos Aires de conventillos, bares costumbristas y el Riachuelo. El primero trabaja en un local de tango y luego en un restaurante taiwanés, donde conoce a Chang, un compatriota heterosexual. El segundo se prostituye, es golpeado, se pierde. El primero termina -creemos- por visitar las cataratas y vuelve a Hong Kong. El segundo también vuelve -creemos- a Hong Kong. Y Chang viaja a Ushuaia, al faro del fin del mundo. Casi una sinopsis.
Tres entradas, tres lugares, tres personajes y, tal vez, una clausura. O, mejor, una imposibilidad: la de instalar efectivamente un horizonte fantástico. Porque esas cataratas que vemos en dos tomas del film –al principio como un sueño de dos y luego como la concreción del sueño de uno– son el encantamiento de un porvenir, la posibilidad de salir del hastío, del encierro, del agotamiento de todo. Y la fantasía no funciona, ni siquiera como posibilidad, ni siquiera para sustituirla por otra fantasía. No es casual que el único no involucrado en esa relación, o involucrado a medias al final del film, es también el único que puede llegar adonde quería, a terminar con la tristeza de otros, arrojando las palabras al viento, esas que no puede pronunciar Lai You-kai cuando Chang le pide que las grabe mientras se va a bailar. Rodeado de objetos que no son los suyos, en un espacio que no es el suyo, en un lugar que no le pertenece, quiere decir algo, titubea y, finalmente, solloza; no hay nada que decir. La tristeza no se dice. La soledad tampoco. Pero se puede filmar. Y eso es lo que hace Wong Kar-wai, oscilando entre el blanco y negro y el color, tiñendo el film de grises metálicos, de verdes difuminados y de rojos furiosos, mezclando el tango, el folclore y el pop, con el plano de dos siluetas tan solitarias como la ruta en la que están varadas y el de esos pasillos vacíos de viejas pensiones y el de la calle empedrada mojada por la lluvia y el de la vista de los carteles de neón y de la aceleración furiosa del tránsito alrededor del Obelisco. Filmar la pesadumbre y el desamparo de a dos, de a uno, entre dos, esa circulación del deseo que ya no es más, obliterada no solo por un lugar de extranjería y un espacio cerrado, casi claustrofóbico, sino también por los visibles trazos de otro lugar familiar que tampoco parecía contener nada más. Y entonces el registro se parte, se quiebra en planos cortos, en abrazos desesperados, en tiernos cuidados y sórdidas discusiones, en la vista de un afuera nocturno, solitario y frío, y de un adentro que alterna entre el sitio del trabajo y el sitio del transcurrir, entre lo que se debe hacer y donde se debe estar. Pero hay tiempo para un interregno veraniego, para jugar, para relacionarse de nuevo, distinto, como siempre. Para partir.
Lo que años más tarde Michael Haneke expondría turbadoramente en Código desconocido (2000), esas nacionalidades incrustadas en el seno de otras nacionalidades, está aquí apenas entrevisto, casi como una tarjeta postal… al revés. Y lo que Hou Hsiao-hsien certificaría de manera ejemplar en Tres tiempos (2005), la paradoja de la incomunicación en un mundo hiperconectado, también acaece en Felices juntos, solo que con teléfonos fijos, sin computadoras ni pantallas, con otro escrito. Y el registro formal, ciertamente: lo que poco después será sustraído al cine, desde el cine, formateado y globalizado para el consumo instantáneo, perecedero, previsible.
Pero aún estamos en los ‘90, hay algo que no ha terminado de concluir, el mundo sigue dilatado, circularmente contrastado, cada vez menos, aunque siempre todavía más. Hay algo de todo esto en esa foto del fin del mundo encontrada en un puesto de comidas de Taipéi, en esa figura sentada frente a nosotros, de espaldas a un (cualquier) destino, en ese frenético tren atravesando ese túnel enceguecedor, casi quemando la pantalla. Hacia lo que vendrá.

* Fernando Pujato, en Hacia lo que vendrá. Escritos desde el cine. Editorial Vilnus – Córdoba.

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