Adiós a Jerry Lewis (1926-2017)(I)

Por Hernán Schell

Sólo quiero que me amen *

Por Hernán Schell

A diferencia de lo que le pasa a muchas personas, la figura de Jerry Lewis no es una que me recuerde especialmente a la infancia. No vi casi nada de su cine en mi niñez, estuve lejísimos de ser un fanático de su humor en mis primeros años de cinefilia y recién pasados mis 20 pude ponerme a revisar su filmografía en serio. Curiosamente, la primera película completa que vi de él fue la última que dirigió: Cracking Up(estrenada en 1983 y conocida acá con el horrible título de Más loco que un plumero).

El inicio de este largometraje lo encuentra a Jerry Lewis ingresando a un cuarto de hotel para suicidarse por ahorcamiento. Sin embargo, Lewis no puede sostener bien la soga en el techo y sus pies terminan tocando el suelo. Luego de esta escena vendrá otro intento de suicidio fallido, unas charlas con un psiquiatra poco convencional y la mayor parte del tiempo inservible; una sucesión de recuerdos de infancia y antepasados que, de nuevo, recuerdan la idea de fracaso, y otra cantidad de chistes irritados contra un mundo que parece estar naturalmente hecho contra el personaje. Si uno tuviera que definir Cracking Up, podría decir que es una suerte de historia del Coyote de Chuck Jones pero sin el Correcaminos. O sea, una película atravesada por la frustración constante, por el mismo humor ridículo de cartoon, pero sin un objetivo para perseguir una y otra vez añorando algún triunfo.

Cracking Up es, en suma, una película sobre la depresión y el pesimismo crónico, algo muy cercano además a una personalidad como la de Lewis, quien cuatro años antes de filmar esta película había tenido un intento de suicidio y era dueño, como tantos otros grandes comediantes de la historia, de un carácter fuertemente melancólico.

Mi relación con Lewis fue distinta a la de otros, que vieron sus películas empezando más o menos cronológicamente, y pudieron notar de a poco, progresivamente y a lo largo de revisiones, que había una oscuridad oculta detrás de ese cine aparentemente inocente y naif, una sensación de tristeza que en Lewis fue volviéndose más transparente con el correr de su filmografía.

Empezar con Cracking Up también me hizo dar cuenta de otra cosa: que el humor en Lewis, por más absurdo que sea, tiene una conexión muy firme con la realidad, y que pocos comediantes como él vieron que el humor absurdo es una de las formas más sublimes y también más sutiles de expresar sentimientos verdaderos.

En Lewis, ese sentimiento era normalmente el de la necesidad de agradar, tema que recorre no solamente varias de las películas que dirigió, sino la mayoría de las que hizo a dueto con Dean Martin, donde Lewis solía ser la persona desesperada por ser el amigo de su partenaire. La película de Lewis que más cristalinamente habla de esto es, como no, El profesor chiflado(1963), con su personaje principal dispuesto a transformarse en un canchero vanidoso y que roza lo psicopático con tal de poder sentir la popularidad y conquistar a la chica que le gusta. Incluso este mismo tema aparece en El rey de la comedia (1982), de Martin Scorsese, película que puede leerse tanto como una magistral reflexión sobre la fama cómo también sobre el cine de Jerry Lewis, y que tenía justamente como protagonista a un Robert De Niro obsesionado por ser famoso e idolatrado cueste lo que cueste.

 

Esta es una de las razones por las que Jerry Lewis utilizaba tanto el tema de la multiplicidad: dividirse en varios personajes, ser muchos al mismo tiempo, reflejó casi siempre en este comediante esta misma necesidad de sus personajes de adaptar su personalidad a su entornos como sea, de tratar de ser agradable siendo pedante o inocente, torpe o calculador, joven o viejo, pequeño o anciano.

Esto provoca que en algunas de sus películas Lewis deje de ser aquel personaje ingenuo para transformarse en muchos personajes grotescos distintos, algunos de ellos incluso reducidos a una sola expresión ridícula que puede durar segundos. Este tipo de cosas siempre me recordaron a un libro pequeño y magistral de Henri Bergson titulado La risa. Allí Bergson decía que la diferencia esencial entre lo cómico y lo trágico residía en que mientras en lo trágico mirábamos a la persona antes que a sus acciones, en lo cómico mirábamos las acciones antes que a la persona, y la mueca antes que lo que expresaba esa mueca. Un cómico como Buster Keaton, por ejemplo, explota en sus películas tanto su torpeza como su extraño ingenio para usar objetos de forma distinta, y vuelve a lo pétreo de su rostro algo más llamativo que lo que ese rasgo pétreo implica. Por supuesto, esto no quiere decir que no haya personalidad o complejidad en los personajes de Keaton pero a simple vista, superficialmente, lo que primero sobresale es eso.

3 Bellboy

Jerry Lewis ha trabajado muchas veces como un Keaton a la inversa: al igual que este, vive en un mundo absurdo en donde todo parece estar en contra suyo, pero ahí donde uno ponía el rostro completamente petrificado, el otro lo mueve hasta lo extremo, como si deseara expresar de la manera más exagerada posible miedo o nervios o incomodidad. El efecto termina siendo el mismo: la mueca es lo primero que vemos y el personaje se vuelve menos una personalidad que una acción en estado puro, y una expresión exacerbada.

Incluso puede afirmarse algo de la expresividad de Lewis, y es que sus experimentos con los espacios cinematográficos (Lewis fue un tremendo experimentador de las escenografías y los colores en el cine) no son muy diferentes de sus experimentos con su propio rostro y sus capacidades de deformación. Esto es lo que no entendieron tantos cómicos que creyeron que tomar la herencia de Lewis era poner un mismo actor haciendo varios personajes distintos. Eso es lo que entienden todas esas comedias subnormales de Eddie Murphy, insultos a la comedia en particular y a la estética en general –entre los que se encentran la remake de El profesor chiflado (1996), una de las más lamentables que se hayan filmado nunca- que han pensado que hacer comedia a la Lewis es disfrazarse mucho y gritar más aún, como esperando que la gracia llegue a fuerza de griterío y toneladas de maquillaje.

Nada eso es Lewis, para quien todos sus recursos cómicos giraban en torno a un sentido y a una forma de ver el mundo. Si en el cine de Lewis se grita mucho, si se multiplican los personajes, si se usan colores chillones es porque allí hay un sentido de lo desesperado, un intento de filmar la angustia mediante los excesos vocales, cromáticos y dramáticos. También para construir, a veces, lo que podría denominarse una sensación de sueño cómico, sensación que se exacerba en películas de Lewis en las que ciertas acciones parecen sucederse sin consecuencias dramáticas realmente relevantes y sin causas verdaderamente firmes.

Uno de los ejemplos más contundentes de esto es El terror de las chicas (1961), en la que directamente pareciéramos asistir a un espacio que sale de la imaginación de un personaje emocionalmente inmaduro. Construida desde una lógica prácticamente onírica, en esta película da la sensación de que puede pasar cualquier cosa. Mariposas disecadas pueden volar, una puerta prohibida puede dar la entrada a un número musical delirante y virtuoso, una trama que roza lo amoroso puede dejarse de lado para seguir con otra cosa que no tenga nada que ver con nada, y su personaje principal puede hacer desastres sin que se vea una consecuencia de esto en la siguiente escena. De esta película es famosa, lógicamente, su escenografía: esa tremenda casa de muñecas gigantes que parece anticipar desde ciertas películas de Wes Anderson como Vida acuática (2004) hasta la maldita y desaforada El acto en cuestión (1993) de Alejandro Agresti.

Siempre me ha llamado la atención algo de ese escenario impresionante hecho de espejos sin vidrios y paredes solo imaginadas por sus personajes, y es que según la voluntad de su director, puede volverse una invitación tanto a un espacio de fantasía como a un espacio físico. Es decir, cuando Lewis cierra el plano sobre los cuartos, estamos “viviendo” en esa casa muñecas y comprando su verosímil, pero basta con que Lewis abra un gran plano general para que se nos recuerde que eso que vemos es un set armado y hecho a la medida de la creatividad inmensa de su realizador.

Esto último también es un recurso que Lewis usó mucho durante su cine: el de meternos en una fantasía para sacárnosla inmediatamente, algo similar a lo que hacía cuando construía un momento emotivo para destrozarlo luego. Eso, por ejemplo, es el plano final ambiguo y anticlimático de El profesor chiflado, pero eso es más aún el momento final de la mucho menos conocida El ingenuo (1964). Allí se cuenta la historia de un botones al que un grupo de empresarios del entretenimiento quieren convertir en una estrella masiva de la comedia. Después de un intento fallido tras otro, Lewis construye un deux ex machina que hace que al final este botones se revele como un comediante experto aún cuando no había dado un solo indicio en toda la película de estar capacitado para eso. Cuando se llega al desenlace, su protagonista cae accidentalmente del balcón delante de los ojos de la chica que lo ama y esta se pone a llorar lamentando la muerte del personaje. Sin embargo, segundos después, vemos como Lewis está caminando perfectamente y diciéndole a la chica que no llore, que todo es una película y que los escenarios son todos falsos. El último plano los encuentra a los dos caminando por el set mientras se ven los técnicos y las cámaras.

Aún cuando el chiste sea tan sublime como extraño (el crítico Juan Pablo Martínez observó alguna vez que era como el de El sabor de la cereza pero treinta años antes), nunca pude dejar de ver que este final esconde una secreta angustia por partida doble. Por un lado, para uno como espectador: que puede ver cómo ese cuento de hadas en el que tan felizmente entró no es al fin y al cabo otra cosa que construcciones ficcionales hechas de escenarios y cartón pintado. Pero supongo también que ahí Lewis estaba sintiendo confusión por su propio trabajo, por un lado un trabajo de ingeniería precisa y hecha en base a muchísimo trabajo y un espíritu perfeccionista, pero por el otro un producto al que Lewis mismo termina señalando como una construcción ficticia, “apenas una película” tal y como lo termina diciendo el propio personaje.

Son formas sutiles y sofisticadas –además de graciosas- de mostrar la tristeza, en un cine que detrás de su máscara superficial y hasta a veces pueril, puede esconder más inteligencia que muchas obras a las que se consideran serias y respetables. Y aún con todo esto Jerry Lewis no es en realidad un cineasta del todo canónico, y la respetabilidad de su cine aún espera por una mayor reivindicación, sobre todo en Hollywood, donde construyó sus más grandes obras maestras.

The Ladies Man Set

Justamente, hace unos años, Tarantino dijo esto sobre El botones (1960):

“Lewis no dice una palabra durante toda la película, es una actuación completamente muda, no sé a cuántos actores les puede salir algo así, pero lo que sé es que esta persona tiene que ir a Francia para obtener respeto, eso dice mucho de América, al minuto en que Jerry Lewis muera, todos los diarios de este país llenarán sus páginas llamándolo genio y eso no está bien, no está bien y no es justo, ¿pero porque eso debería sorprenderle a alguien?, ¿cuándo es que América ha sido justa en algo?, pudimos haber acertado una que otra vez, pero rara vez fuimos justos.”

Desconozco hasta qué punto es cierto lo que dice Tarantino sobre América, pero sí terminó siendo profético lo que dijo sobre la muerte de Lewis. Al minuto de su fallecimiento, los medios americanos se cansaron de decir una y otra vez la palabra “genio” para referirse a este comediante. Está bien que, para ser justos, su figura ya había sido cada vez más reivindicada en los últimos años, y ahí está el excelente documental Method to the Madness of Jerry Lewis para probarlo. Pero fue la semana pasada cuando se sumó una catarata de halagos que en vida a Lewis se le había negado. Ahí se habló mucho de su instinto genial para la comedia, de su impresionante química con el actor Dean Martin, de su sorprendente aporte técnico con la invención del video assist en 1960, y hasta de The Total Film-Maker, el libro de Jerry Lewis que debería ser directamente obligado en las escuelas de cine.

Sospecho que con la muerte vendrá la revisión de sus obras como actor y como director y con esto una reivindicación general. Posiblemente empezarán las loas a sus obras más conocidas, entonces ahí estarán los que se darán cuenta del impresionante virtuosismo formal de El terror de las chicas y de El profesor chiflado y quizás se siga por El botones y su intento glorioso por repensar la comedia muda. Pero claro, todas estas son especulaciones, incluso meras expresiones de deseo de poder ver más análisis de una obra excepcional. Hoy la única certeza es que ha muerto uno de los cineastas más populares y creativos de la historia, alguien que, según las palabras de Jean-Luc Godard, solo es comparable al mencionado Buster Keaton en relación a su capacidad de experimentación cómica. Parece un halago desmedido pero no lo es.

Vean no solo las películas mencionadas sino también las de su período con Dean Martin y la obra en solitario que hizo con Frank Tashlin. Vean, por ejemplo, las extraordinarias Artistas y modelos (1955) y Entre la espada y la pared (1956), vean los sketchs que hacían Martin y Lewis para The Colgate Comedy Hour (1950-1955); y vean de Tashlin Rock-a-Bye Baby (1958) y Cinderfella (1960). Algunas de estas películas son formas de felicidad que el cine da de vez en cuando, otras no solo son comedias brillantes sino que encuentran nuevas formas de humor, y en todos los casos son muestras claras de un cine inteligente y sofisticado, al que no conviene prejuzgar por sus gritos, disfraces y colores chillones. Un cine así se da muy cada tanto, y hoy, con la muerte de Lewis, ya viene en paquete de legado extraordinario.

*Nota publicada en La Agenda el 28 de Agosto de 2017.

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