John Wick 4

Por Diego Maté

John Wick: Chapter 4
EE.UU., 2023, 169′
Dirigida por Chad Stahelski
Con Keanu Reeves, Donnie Yen, Bill Skarsgård, Laurence Fishburne, Hiroyuki Sanada, Rina Sawayama, Marko Zaror, Ian McShane, Natalia Tena, Lance Reddick, Shamier Anderson, Scott Adkins, Aimée Kwan

El gusto por la belleza

Las películas como las de la saga John Wick suelen terminar sus días en los confines menos transitados de las plataformas, lo que hace apenas una década y algunos años era el mercado del directo-a-video. A esas tierras, y a los mares liberados por la piratería, había que dirigirse para encontrar una buena parte del cine de artes marciales, de los dramas asiáticos sobre killers acongojados, de las historias de venganza y otras frutas exóticas de sabores fuertes e intoxicantes. Qué explica, entonces, que películas como las John Wick, que condensan, refritan, regurgitan y escupen todas esas tradiciones y unas cuantas más, tengan su marcha triunfal por las pasarelas del cine. No se trata, como en Kill Bill, de una marca autoral que rubrica con un prestigio metonímico la obra; la saga John Wick es anónima, no cuenta con grandes nombres ni roles fijos: una misma persona puede fungir alternativamente de productor, director o guionista sin que esos desplazamientos alteren sensiblemente el desenvolvimiento de la serie.

Se dirá que las razones del éxito hay que buscarlas en Keanu Reeves, en el virtuosismo de las coreografías, en el historietismo grotesco de los relatos. Puede ser. Pero nada de eso alcanza para producir, con los materiales antes nombrados, un cine eficaz y, mucho menos alcanza para generar una audiencia cautiva (sobre todo cuando ese público estará seguramente tentado por otros estímulos provenientes de películas de superhéroes y tanques en general). La amalgama que nutre el universo vital de las cuatro películas de John Wick reside en otro sitio, uno cuyo devenir excede a esta altura los designios de sus creadores: la saga tiene una existencia propia a la que cada director y guionista añaden lo suyo pero integrándose en un todo, como una voz nueva que llega a un coro ya conformado hace tiempo y trata de acomodarse a un repertorio definido por sus antecesores (unidad y continuidad que el chapter de los títulos en inglés refuerzan, como si cada nueva película fuera la prolongación de una misma cosa).

John Wick 4 muestra, como no podía ser de otra manera, ramificaciones de esa cifra un poco misteriosa. Se trata, básicamente, del mundo narrativo que da un marco a la historia ( si es que puede llamársela así) del asesino que ameniza el duelo por su esposa muerta buscando excusas para despanzurrar cristianos unos tras otros. Si se piensa en la serie, no hay nada parecido a un relato o eso que llamamos a veces, tal vez para atribuirnos aires de teoría, “arco narrativo”, sino una premisa que provee un disparador (la figura estaba servida), una plataforma para otra cosa. Las John Wick disponen en torno al protagonista una colección pintoresca de rivales, villanos y aliados circunstanciales que se ganan nuestra simpatía a fuerza de estereotipia exagerada y sobreactuación cool, tomándose licencias caractereológicas con una libertad que hace pensar en el cine de artes marciales asiático antes que una película de acción estadounidense. Y, como fondo de esos monstruitos cancheros, tocados por una intensidad infrecuente, las películas despliegan un mundo entero que les da carnadura, vitalidad, propósito. Si el cine fuera una pintura, John Wick no pintaría retratos ni cuadros mitológicos, sino paisajes, porciones de espacio que los personajes navegan a las piñas y patadas, sin preocuparse demasiado por tener que ajustar su conducta a un orden narrativo.

Qué paisaje es ese, entonces. Uno encantador, que seduce el ojo a una velocidad lumínica, a chiquicientos cuadros por segundo: hablamos de un rubro, o más bien de una sociedad, dedicada a organizar la práctica volátil e ingobernable del asesinato desde tiempos inmemoriales. Es decir, un sindicato que nuclea a profesionales y les otorga derechos, pero que también descarga castigos severos sobre aquellos que quiebran sus leyes ancestrales. Este inframundo está dotado de todo tipo de lujos y gadgets que reescriben otro linaje, la del cine de espionaje y de sus excesos de buen vivir. Pero el pilar de ese universo es el balance (siempre inestable) entre tradición y modernidad, entre tecnología de punta y modales y costumbres de hace un siglo. Una tensión que las películas trasladan a los movimientos artísticos que se representan: en John Wick 2, por ejemplo, los cuadros y las esculturas de un museo ficticio comparten el espacio con una instalación con espejos y luces. La película hace convivir esas dos galaxias estéticas, pero no disimula su predilección por la última, que es en donde sucede la escena culminante de esa película, de la siguiente, y el comienzo de la cuarta. En otras palabras, hay un gusto por algo que podríamos llamar las puras formas, arrancadas de sus soportes habituales, liberadas de cualquier sujeción a la mímesis, que se proyectan en paredes y techos como luces, brillos, flashes y otros estallidos oculares. 

Podríamos decir mucho más de ese mundo de neón, de sus haces de luz, sus cambios cromáticos, sus contrastes, sus destellos. Lo que importa, en todo caso, es que es contra ese escenario modernista que se recortan los combates largos y agotadores de John Wick 4, sus coreografías interminables que, por alguna extraña propiedad transitiva del cine (esa que nos vuelve partícipes de las emociones de los seres que deambulan por la pantalla), hace sentir el cansancio y el desgaste del cuerpo de John Wick en el nuestro. El virtuosismo se disimula en la acumulación y la prolongación: en cada plano de lucha se suceden una cantidad imposible de acciones cuyo prodigio queda velado por la torpeza de los movimientos de Keanu Reeves, humano promedio, más parecido a nosotros que a los astros asiáticos de las artes marciales, al que se expone a un número infernal de movimientos que lo dejan siempre al borde de la extenuación. El bueno de Keanu no tiene solo que disparar como loco, cubrirse, o correr, también le hacen zarandear gente con muchas llaves en el piso, caerse, levantarse pesadamente, pegar y defenderse con lo justo, con lo que le queda de aliento, que siempre es poco, que nunca basta porque después del pobre diablo al que está liquidando le sigue otra oleada de enemigos dispuestos de buen grado a sumarse a larga, larga lista de kills que el hitman se anota con contundencia al final de cada combate, una sesión física interminable y sin momentos casi para la recuperación ni descansos, agotadora como la oración que acabo de escribir.

Nosotros respiramos, Keanu sigue agitado revoleado golpes de puño o tiros a lo pavote. Pero hay otro que respira y de sobra en John Wick 4, uno que, a diferencia del protagonista, se toma su tiempo para entrar en la acción y hacer sus cositas. Es Caine, o sea, Donnie Yen, estrella hongkonesa importada a un costo seguramente sideral que transfunde la película con una sangre espesa, extraña, de otro tiempo y lugar. Yen hace a un espadachín ciego y trae por sí solo otra historia marginal, la del cine de héroes despojados de visión que, con una espada o un revólver, se abren paso de manera inverosímil a través de ejércitos de contrincantes que observan atónitos su derrota, seguida casi siempre de una muerte espectacular. Yen inyecta su sangre de príncipe de las artes marciales y le da a la película un toque real (por realeza): si los combates en cine fueron y serán siempre una especie de danza brutal pero, a fin de cuentas, un asunto de bailarines, Yen es un Fred Astaire que llega de tierras lejanas y deslumbra con una elegancia que no se sabe de dónde sale ni cómo se ejecuta, como un truco hecho a la vista de todos pero que nadie alcanza a descifrar. Este Fred Astaire cambia el zapateo rápido del tap por veloces golpecitos de espada que perforan al rival antes de que este pueda siquiera darse cuenta, sin perder ni un segundo la elegancia de la postura. ¿Nunca se preguntaron cómo sería filmar un wuxia pian en el Hollywood clásico? John Wick 4 responde y dice: vean a Donnie Yen, el Cary Grant de los espadachines, véanlo bailar danzas orientales en las que el hombre, que solo puede guiarse por el oído, ataca en una dirección y mueve la cabeza hacia otra, se arrastra por el campo de batalla como un reptil tratando de situar las coordenadas del entorno o da saltitos entre sus atacantes como si luchar a muerte fuera apenas un problema coreográfico que hay que resolver con la menor cantidad de pasos y gestos.

John Wick 4 sucede en los entresijos que se abren entre esos bailes y el despliegue de un mundo forjado por leyes férreas en el que conviven la tradición y la modernidad. Imposible, para nosotros, que el disfrute no esté justamente ese ir y venir, en eso que los intelectuales llaman “intervalo” y que las John Wick piensan lúdicamente, como un juego de pasajes que hay que saber jugar y cuyas reglas consisten solo en aprender a mirar ya no una historia (que no existe) sino los retazos de un mundo en cuyos rincones un puñado de killers se aniquilan espléndidamente, con un brillo en el que refulgen los mismos cines marginales que otro occidental, Tarantino, se puso a traducir hace tiempo. John Wick 4, igual que las anteriores, dice una sola cosa: que el cine puede ser este flujo interminable de movimientos, una carrera frenética hecha de gestos precisos y centelleantes, un conglomerados de formas que nos hacen olvidar por un rato las reglas del drama y nos reconcilian con el cine como arte moderno, pero que a la vez puede propiciar el mismo gusto por la elegancia, el mismo deleite por la belleza del clasicismo. Como cuando una guerrera japonesa escala con cuchillas, como una montaña mullida, a un gordo caído en el piso

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