KÉKSZAKÁLLÚ

Por Andres Cappiello

KÉKSZAKÁLLÚ

Argentina, 2016, 72’.

Director: Gastón Solnicki.

Con Laila Maltz, Katia Szechtman, Lara Tarlowski, Natali Maltz, Maria Soldi, Pedro Trocca y Denise Groesman.

Seguir, cambiar, crecer.

Por Fernando E. Juan Lima

La última crítica que escribí para la revista El Amante fue la de esta película. En el número 287 de esa publicación, bajo el título “Salir de la pileta, meterse al mar”, rondé algunas de las ideas que retomo acá. En este reencuentro -no puedo evitarlo- influyen tanto el paso del tiempo como el duelo frente al final de un proyecto, de un lugar tan querido como aquella revista. En ella también se publicó la entrevista a Gastón Solnicki que puede leerse acá y que puede tomarse como punto de partida.

El realizador de Süden (2009) y Papirosen (2011) habla de “transición hacia la ficción” cuando refiere a su última película y esa afirmación no puede ser más pertinente. Sin perjuicio de que la transición es nuestro estado permanente, afectos como suelen ser los críticos de cine a encontrar continuidades y rupturas, los cambios no abruptos, aquello que no puede encuadrarse como una reiteración o una oposición deja a muchos en el territorio de una incertidumbre que incomoda y, a la que por tanto rechazan. Aquí la exploración es sutil, los cambios progresivos. Allí están, como siempre en el director, la familia (su familia), la música, la relación con el trabajo y el dinero, una incomodidad vital que se conecta quizás con la tensión que dialoga con la lucha de clases. La diferencia tiene que ver con una mayor impronta ficcional; por más que se trate de una narrativa encontrada, marcada por el azar, y que eso de las fronteras evidentes entre ficción y documental es algo definitivamente superado (en la crítica, ya que en el cine eso siempre fue así, en los hechos) no puede desconocerse que en Kékszakállú parecen pesar más la creación, el capricho y el hallazgo. También advertimos una diferencia formal respecto de las producciones anteriores de Solnicki que se trasluce en la sucesión de planos fijos y alguna panorámica. En ese contexto, un componente que se destaca, y que se evidencia en las sorprendentes y bellas composiciones de cada uno de los planos generales fijos, es cómo la arquitectura, el lugar donde vivimos explica, incide o demuestra el cómo lo hacemos.

Es un error pensar en esta película como una expresión de eso que se identifica como “cine experimental”. Y me refiero a la película, que no al proceso de producción, efectivamente bartokiano en su concepción. Kékszakállu es la única ópera de Bartók, compositor que pocos años antes del estallido de la Primera Guerra Mundial, se dedicó a viajar con su fonógrafo por el Este de Europa, recolectando la tradición oral de la música campesina (música que terminaría configurando la materia con la que realizaría sus obras). Y Solnicki se lanzó a filmar sin guión, confiado en encontrar una historia y una narrativa. En esa deriva, llevado por personajes mayoritariamente femeninos, las protagonistas pueden cambiar pero no los intereses, las miradas, los interrogantes. Es tan fuerte el componente esencial, tan generosa la entrega, que la impronta del creador se impone al azar, o lo determina, lo acota, lo encierra o lo afecta. El proceso tiene que ver con la experimentación, pero el resultado es un Solnicki recargado, potenciado. Una película (la mejor que ha realizado, hasta el momento) que comparte mucho de lo que habíamos disfrutado de sus anteriores pero que nos enfrenta a un desafío distinto. Como las piezas esparcidas de un rompecabezas del que conocemos el diseño original (y final), ese conocimiento incide en nuestra percepción, aunque en la imagen en concreto la referencia no sea tan clara.

En esa esencia hay algo de la exposición que no deja de sorprender. Se entiende que a alguno incomode ese desnudarse en la pantalla, ese dejar en evidencia todas las dudas y contradicciones. Las críticas generadas en torno al componente político del film, a la mirada de clase, parecen confundir honestidad con condescendencia. Solnicki logra una narración que sin ser lineal o clásica, resulta inteligible, al menos para todos los que compartimos con él la pertenencia a la cultura de esta parte del mundo en que habitamos. Y es que, como se apuntaba aquí mismo, conocemos algo de la trama, la imagen completa de ese rompecabezas es parte de nuestra cultura. Lejos de la demagogia, lejos de la tentación de sobreactuar un discurso para imponerlo a la realidad, el director deja que la verdad, la esencia, el documento emerja y contamine hasta transformar la excusa ficcional que estaba en la génesis del proceso creativo de la filmación.

La narración se abre con el plano de una pileta con un gran trampolín de varios niveles. Varios chicos suben y bajan las escaleras para zambullirse en la piscina. Al costado de esa escalera puede leerse un cartel con la frase “Los niños son la responsabilidad de sus padres”. ¿Una declaración? ¿Un reclamo del director a sus progenitores? ¿Una denuncia generacional o de clase? Posiblemente algo de todo eso; pero no solamente. Las imágenes más que enigmáticas y misteriosas son sugestivas e inquietantes. El territorio del misterio tiene que ver con lo recóndito, con lo que no se puede comprender o explicar; el enigma añade un componente de encubrimiento artificioso que dificulta el entendimiento o la interpretación. Y nada de eso hay en Kékszakállú. El cine no necesita de explicaciones o de un manual de instrucciones anexo, no hacen falta discursos que agiten o tranquilicen para acceder al universo que Solnicki pone en escena con belleza y elegancia pero sin concesiones. Se trata de un mundo que conocemos o intuimos, del que podemos formar parte o no, pero que lejos está de regirse por ritos caprichosos o arbitrarios. De la tranquilidad de lo conocido al temor ante lo ajeno, de la abulia y el ocio al cotidiano trabajo, de la voluntad de crecer a la decisión de escapar, todo el tiempo vivenciamos y entendemos la experiencia de la que participamos al ver el film. La instancia de análisis es posterior, y no siempre le hace justicia (¿se la harán estas líneas?).

Cambiamos y seguimos siendo los mismos, descubrimos las contradicciones ajenas y ocultamos las nuestras. Nos resistimos a crecer. Esos rasgos comunes nos pueden acercar tanto como expulsar. Lamento que a quienes les sucede esto último se estén perdiendo una de las películas más bellamente honestas, instintivamente inteligente y sutilmente revulsiva del cine argentino actual.

¿Te gustó lo que leíste? Ayudanos con un Cafecito.

Invitame un café en cafecito.app

Comparte este artículo

Otros ArtÍculos Recientes

Enterate de todo...

Recibí gratis todas las novedades en tu correo a través de nuestro Newsletter