La araña vampiro

Por Federico Karstulovich

La araña vampiro
Argentina, 2012, 97′
Dirigida por Gabriel Medina
Con Martín Piroyansky, Alejandro Awada, Jorge Sesán, Ailín Salas

Uno más (*)

Por Federico Karstulovich

Ser freak, de uno u otro modo, fue −quizás involuntariamente debido a la “ola” dark, y puntualmente a Tim Burton, entre otros− una moda que con el tiempo logró instalarse en el cine, desintegrando el poder político de esa resistencia a ser clasificado, a ser unidad de marketing. Con los años −nada es casualidad− el cine de Tim Burton logró ser registrado, logró un espacio de asentamiento, sí. Pero no fue el único cine que reivindicaba la figura apátrida del freak.

La sucesión de “integrados” (oh, dios… ¿hemos llegado a Eco?) fue incrementándose con el tiempo, en una verdadera operación de mercado. Hoy por hoy, es raro quizás, no hay posible salida a esa tendiente clasificación/organización de consumo. O quizás sí la haya en esas pequeñas resistencias que proveen los cambios microscópicos, como si se intentara escapar a la integración ya sea por “salirse” de una identidad definible o por ingresar a ella como si se estuviera simulando. Esa resistencia, en definitiva, es una vibración. Y toda vibración es crecimiento y aprendizaje (que no “evolución”, eso a los darwinistas). En la vibración, en la inquietud, en el crecimiento, en el aprendizaje hay un gesto político: ser uno más y perderse (de sí y de los demás).


 

La araña vampiro es, en el sentido mencionado, una película profundamente política, porque se mueve entre vibraciones, porque cuenta el cuento moral de un cambio pero también el cuento moral de la pérdida, la experiencia de la intemperie frente a la identidad establecida (por uno y los demás).

Si bien el aprendizaje, en un principio, parece destinado al hipocondríaco Jerónimo (Piroyansky en plan coming of age, chico de ciudad, educado a dosis de Counter Strike, insomnio, ojeras y Alplax) con el pasar de los minutos descubrimos que ese pasaje también lo espera a Ruiz (Sesán en plan hustoniano: melancólico, borracho, necesitado de ayuda, terminado a lija, cortado a cuchillo), de ahí que la experiencia sea una vibración doble ya que no vemos un cambio trascendental, un cambio concluido sino el proceso de cambio: quizás Ruiz vuelva a ser quien fue y Jerónimo también. Pero en realidad nada lo puede asegurar. Queremos pensar que los cambios son definitivos, quizás sean definitorios para una nueva fase.

Nota al pie: Ese cambio supone un diálogo subtextual entre dos tradiciones del nuevo cine argentino: la del NCA de los noventa, algo esquivo a la narración, de tendencia digresiva frente al NCA del siglo XXI, más cercano a la narración clásica, coqueteando con los géneros a su manera. Pero ya habrá tiempo de volver a esta idea en otra ocasión…

A su vez, Medina no juega a la buddy movie como reaseguro automático de los pasos que va a hacer (ver Días de Vinilo para comprobar lo contrario), sino que aborda los géneros lateralmente, en una tradición muy local con respecto al cine estadounidense: no apoyarse en el molde genérico sino aprovecharse del poder simbólico, de la potencia mítica de distintos géneros (de la buddy movie al terror psicológico, del film de aventuras al western existencialista, de la road movie a las películas de coming of age). De ahí que la “oscuridad” de los personajes responda menos a lugares comunes del “tono” de ciertos géneros o las expectativas en torno a ciertos personajes –por ejemplo un freak hipocondríaco− que a una intensa necesidad de lanzarnos al precipicio del horror frente al cambio: la variada visita a diversos géneros habla de la relación que Medina entabla con los mismos, una de esas relaciones amorosas y a la vez distantes, que no pegotean.

En definitiva, La araña vampiro, como dice la letra de la potente canción de cierre (alguna vez habrá que escribir sobre la musicalización en las películas de Gabriel Medina, quien posiblemente sea de los grandes directores especialistas en musicalizar dentro del cine argentino) da cuenta del cuento moral de un puñado de personajes enfrentados a una historia extraordinaria, que salidos de sí mismos, vuelven, pero “para ser uno más”. Perderse en la multitud de la ciudad, cambiado, confundido entre muchos, estar extraviado, parece decirnos Medina, es el mejor antídoto contra la identidad y la importancia.

(*) Publicada en El Amante cine, Octubre 2012

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