La batalla de los sexos

Por Andrés Nazarala

La batalla de los sexos (Battle of the Sexes)
EE.UU., 2017, 121′.
Dirigida por Jonathan Dayton y Valerie Faris
Con Emma Stone, Steve Carell, Andrea Riseborough, Natalie Morales, Sarah Silverman, Bill Pullman, Alan Cumming y Elisabeth Shue.

La química y el cálculo

Por Andrés Nazarala R.

En Texas, el 20 de septiembre de 1973 Billie Jean King -tenista feminista que luchó por mejorar los salarios para las mujeres y creó su propia liga femenina- y Bobby Riggs, jugador retirado que gestionó el evento para demostrar que “los hombres son superiores a las mujeres” llevaron adelante un partido de tenis hasta hace poco olvidado. La batalla de los sexos recrea ese evento (y algunas cosas más). Jonathan Dayton y Valerie Faris lo reviven -con cierto oportunismo- en tiempos de luchas y reivindicaciones de género. Nada es casual.

Junto con agradecer el rescate de esta historia (el mayor aporte del cine comercial es, a veces, informativo), debemos decir que lo mejor de la película viene al final, específicamente en los créditos de cierre, cuando el peso de lo real trae las fotografías de los verdaderos protagonistas. Ahí el largometraje que acabamos de ver dispara otra película -una mental- en la que, en un necesario ejercicio de abstracción, suplantamos todo lo artificial por imágenes que podrían adaptarse mejor a la realidad. Entonces Emma Stone es reemplazada por una chica notoriamente menos agraciada y más masculina que la actriz, Steve Carell de pronto deja de ser Steve Carell (confieso que me cuesta comprar sus roles dramáticos. “Efecto Francella” podríamos llamarlo) y lo caricaturesco es relevado por lo posible.

Battle Of The

Pero el problema de LBDLS no es precisamente su par protagónico, sino la manera en que Dayton y Faris, con la complicidad del guionista Simon Beaufoy, articulan los hitos de una historia “basada en hechos reales”. Intentaré ser más claro. Muchos biopics funcionan de esa manera: toman los momentos más relevantes del caso que será recreado y los comprimen en una duración estándar, descuidando tanto la verosimilitud como los procesos internos de los personajes.

Aquí Billie Jean King, quien está casada con su representante, pasa la noche con una estilista en su habitación de hotel durante una gira (es su primer contacto íntimo con una mujer, una experiencia iniciática). De pronto suena el teléfono. La deportista se pone nerviosa y reacciona en forma desmesurada, “no te pueden ver desde un teléfono”, la calma su amante. Antes de contestar, King le pide a la chica que por favor no meta ruido. Pero luego, sin ser testigos de un proceso de liberación ni rebeldía -es decir, debido a una clara incongruencia de guión-, la tenista descuidará su salida de la habitación. Simplemente saldrá por la puerta, seguida de su amante. La consecuencia es que sus colegas la observarán desde abajo y comenzarán a hablar. Se darán cuenta inmediatamente -e inverosímilmente- de que mantiene una relación lésbica con la estilista (¿y si solamente la estaba peinando?). Aunque desaprobamos la escena, entendemos la operación: a esta altura del metraje, el conflicto relacionado con la sexualidad de la protagonista ya debería estar instalado, a cómo de lugar. El mundo y los personajes (el cine y su dramaturgia, naturalmente) son menos importantes que las ideas y la agenda que debe ser cumplida.

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Ese tipo de atajos y soluciones abundan a lo largo de toda la película, y no hacen más que estropear su desarrollo, y también los esfuerzos de Emma Stone que busca representar los sentimientos de King con algo de coherencia y empatía por el personaje. Después de todo está pasando por un torbellino de emociones: acaba de alzarse como campeona femenina y está asumiendo su identidad sexual en tiempos complejos que son rematados por un partido que podría conducirla a la humillación pública.

La película está definitivamente con ella. Los hombres, en cambio -exceptuando su comprensivo esposo y su vestuarista gay- son malvados (Bill Pullman) o directamente ridículos (Carell haciendo lo mejor que sabe hacer) y refuerza sus luchas con un par de líneas de diálogo que estampan en bronce las causas involucradas. “Algún día seremos aceptados”, le dice el vestuarista (Alan Cumming) a la tenista en una escena, como para subrayar con varios colores lo que ya estaba subrayado hace rato.

Si hay algo que Jonathan Dayton y Valerie Faris saben hacer bien es replicar estéticas vintage. Ya lo hicieron en el video para “Tonight, Tonight” de Smashing Pumpkins (mirando/imitando el cine de Georges Mèliés) y ahora recrean la imagen granosa del cine -y la televisión- de los 70 con cuidado y habilidad. Siguen siendo buenos artesanos, de eso no hay duda, pero han perdido ese toque autoral independiente (aunque independientes con guita, avalados por Robert Redford). Pequeña Miss Sunshine (2006) se atrevía a instalar asuntos como la autoestima, el suicidio y el exitismo yanqui en una comedia para toda la familia y salía airosa porque había una visión personal detrás y personajes que avalaban ese mundo creado, porque era posible. Inclusive la fallida Ruby Sparks (2012) tenía algo de riesgo. La batalla de los sexos es, en cambio, un paso hacia el cine de fórmula, de ideas y agenda, pero no de personajes. En definitiva un avance hacia un cine calculado, políticamente correcto y “oscarizable”.

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Hay, sin embargo, una pequeña alquimia que pareciera estar más allá de las intenciones y los cálculos: la chispeante afinidad entre Emma Stone y su amante, interpretada por Andrea Riseborough. No le restemos mérito a los realizadores: optar por primeros planos y desplazamientos sutiles de cámara en la escena en que la estilista le corta el pelo a la tenista por primera vez es una decisión astuta, pero ellas aportan la magia a través de detalles microscópicos como un gesto, un movimiento o, simplemente, un brillo preciso en los ojos. Fotogenia mata cálculo. Si algo nos ha demostrado la historia del cine es que esta química no se puede fingir. No estamos sacando del clóset a Emma Stone, pero ciertamente hay algo explosivo en la relación entre esas dos chicas. Un oasis de verdad en medio de un desierto de artificios.

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