La culpa

Por Varios Autores

La culpa (Den skyldige)
Dinamarca, 2018, 88′
Dirigida por Gustav Möller
Con Jakob Cedergren, Jessica Dinnage, Omar Shargawi, Johan Olsen y Maria Gersby

Algo olía a podrido


Las circunstancias no podían tener una apariencia más rutinaria, banal. Un oficial danés atiende de manera provisoria llamadas de emergencia policial en una pequeña oficina. Al día siguiente debe declarar en un juicio en el que, así parece, está acusado. El trabajo es simple: evalúa los casos y los deriva a una unidad de coordinación de patrullas. Hasta que un llamado inesperado lo involucra en una cadena de sucesos… complicados.  

Una referencia fuerte, aunque indirecta, de la película de Moller es ese experimento llamado Enterrado (Rodrigo Cortés, 2010). Aquella era una experiencia psicológica extrema, con un secuestrado que se debate por su vida dentro un ataúd con la única ayuda de un teléfono. De hecho todo lo que importaba sucedía en el mundo imaginado y exterior; o mejor aún: en el mundo evocado. Porque era también aquí la cualidad del sonido y sobre todo de la voz humana la que delineaba el revés invisible de la imagen. Olvidamos, acaso muy a menudo, que el cine es audiovisión, y que el reenvío desde el mundo del puro sonido tiene esa intensidad enorme e inabarcable (por eso el sonido no tiene encuadre), algo sobre lo que autores como McLuhan y Chion no han cesado de insistir.

Pero volvamos a La Culpa. Como contracara del universo auditivo, opaco, pero virtualmente infinito, el ámbito de la acción es fuertemente constrictivo, no sólo por lo pequeño de la oficina sino, sobre todo, por la posibilidad de ser observado, de ser descubierto fuera de algún protocolo (aunque relajado, sin visos exagerados de panoptismo). Una pecera atravesada por el conocido motivo sartreano de la visibilidad o transparencia para la visión, que hace vulnerable a la mirada de otro (una luz roja se prenderá cada vez que un teléfono contacte con el afuera) que limita la libertad subjetiva, que dice sin palabras qué o quién soy. 

El nexo entre los dos planos, audiovisual/auditivo, visible/invisible, está totalmente construido sobre el dispositivo tecnológico. Si en Enterrado el vínculo estaba dado apenas por un teléfono, este opera prima notable le suma la utopía del poder de acceso total a la información privada y del consiguiente control: sé quién sos, sé dónde estás, etc. Pero por supuesto, el control es esa cruel ilusión que puede controlarnos, que puede revelar en cualquier momento nuestra impotencia. 

Pero también pueden ensayarse tiros a blancos más lejanos. Se da quizás una interesante inversión en la construcción de intriga de Edipo Rey. El tirano de Tebas no sabe lo que ha hecho, pero las cuotas de información lo llevan al momento revelador de saber quién es él mismo, de conocer la verdad terrible que lo castrará simbólicamente (ay, las palabras) con la ceguera y provocará su caída. El oficial Asger, por el contrario, tiene bien clara su verdad, inconfesable. Y este es quizá el motivo más tristemente bello de La culpa, esa manera en que el síntoma pone en escena a ciegas su propia confesión buscando la expiación en la redención del otro. Y aunque esa redención ajena finalmente llegue (un pequeño happy endsubsidiario en el marco de una historia espeluznante), es la moneda de cambio con que la verdad de Asger se libera… condenándolo. Sólo quien no se haya analizado (¿queda acaso algún virgo de Freud en Argentina?) podrá pensar que los actos terapéuticos vienen en colores pastel y con música New Age. Pero ese tampoco es el público para esta película, por supuesto. El clímax está redundado por un cambio notorio en la iluminación que, a pesar de ser obvio y quizás excesivo, es efectivo dentro del diseño monocromo y monótono de la escena.

En el límite, la película presenta una concepción abismada de la relación entre uno y los otros, con eje en el desconocimiento. Nada sé de los otros más que este susurro de Rorschach informado por mis propios silencios. Justamente porque hablamos todo el tiempo de nosotros mismos, la construcción de otro al que puedo comprender, al que puedo leer, retrocede siempre hacia el horizonte de los imposibles. La otredad siempre es radical, aunque se esconda.

Valga un dato de color que me entristece: habrá remake norteamericana con Jake Gyllenhaal durante 2019. El experimento con La chica del dragón tatuado debería demostrado sobradamente la futilidad de intentar mejorar lo que el cine vikingo hace sobradamente bien. Eso sí, con una gestualidad más corta, sin caritas lindas y en lengua bárbara. Pecado de un mundo que es global pero que aún tiene centro, situación que se sigue pagando con vernáculas y evitables “traducciones”.

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