La historia sucede dos veces, una en South Park

Por Ariel Esteban Ramos

Antiprogresismo Progresista

En una temporada de South Park muy muy lejana, la sexta si no me equivoco, el irrepetible Butters planea iniciar el caos total para vengarse de la sociedad que lo desprecia. Al anunciar cada uno de sus delirantes proyectos, su ayudante sentencia invariablemente: “Simpsons lo hizo”. La originalidad absoluta es imposible frente a proyectos relativamente tan similares y de tan larga data: Simpsons longa, vita brevis. Pero la asimetría cruel del tiempo se revierte mágicamente con más de lo mismo, y hoy día es difícil saber cuál de las dos tiras es más venerable. Para los millennials, ambas son simplemente jurásicas; como sus padres o sus amigos igualmente ancianos. Pero en esta cronología no hay sólo linealidad; también ciclos: hace poco comencé a ver de nuevo la serie completa desde la temporada 1 con mi hijo. Su fascinación fue tan inmediata que me emocioné fantaseando con una adolescencia tolerable. También descubrí que, así como Simpsons perdió (al menos para mí) gran parte del interés que supo tener, South Park quedó atrapada en la última trampa del tiempo: el bucle de la actualidad. 

Marx no lo dijo tan así, pero la historia ocurre dos veces: primero en South Park y después como tragedia. La capacidad de anticipación de la serie está basada en su kairos, la buena puntería, el foco correcto en el problema. De entre la miríada de problemas con los que la sociedad se viene complicando a sí misma desde hace más de dos décadas, Parker y Stone identificaron desde el principio con toda claridad al más caliente y persistente: la corrección política. Como el carbono 14, South Park nos permite afirmar que esta otra epidemia disfruta de al menos 25 años de excelente salud. Seguramente a eso se debe que la serie haya envejecido sin arrugas: cualquiera de sus capítulos tiene la actualidad del diario de ayer, literalmente, y por esas cosas de los bucles, tendrá también la del diario de mañana. Hoy, metidos hasta la verija en las mil grietas abiertas por epistemes baratas, veo episodios de fines de los años 90 y se me corta la risa fácil: cómo no lo vimos venir. Y claro, estábamos transitando el menemismo, después vino 2001 y quedamos un tanto enroscados, por años, en nuestra galaxia particular. Ninguna alarma funcionó en su momento, temporada tras temporada, para vacunarnos del todo. Pero quizá la latencia del estilo, la memoria de esta caricatura, de esta irreverencia exagerada contra absolutamente todo haya sido vital para que la marea de nuevos ismos no nos arrastrara… totalmente. 

Hace un tiempo circuló en las redes una historieta comunista. Pueden verla aquí abajo.

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La expresión parece oximorónica. Al menos por estos lares, el comunismo es casi totalmente ajeno al recurso popular de la risa (interés de Bajtín, un tipo respetado pero oficialmente resistido en sus pagos). En la tira en cuestión, un Lenin omnisapiente conversa con una Mafalda harto simplificada, que apenas destila la ideología de la clase media argentina de los 60. Al envejecer, el personaje se identifica con una Elisa Carrió protestona y moralizante, ya sin el encanto de esa distancia llamada inocencia o espontaneidad infantil. Pero usar asesinos o genocidas de la estatura de Lenin en una narración no es nuevo: el problema es si con ellos se hace sátira o didáctica. Porque South Park también ha sabido colocar asesinos y genocidas en sus capítulos. Saddam Hussein, la administración Bush, Ted Bundy, Cartman-Hitler o el mismo Satán (dominado por Saddam en un noviazgo patológico), pero con un sistema de distancias y convenciones narrativas más o menos claras.

Y lo contrario, la anulación de la distancia, es algo que también debe ocurrir para abrir el círculo cerrado de la referencia. En criollo, ninguna sátira funciona del todo bien si su autor se coloca totalmente por fuera del universo satirizado. Ese Lenin podría estar fuera de la viñeta o ser una voz en off y no habría ninguna diferencia con los habituales metadiscursos berretas. Si el espejo de la ficción no pone al autor en problemas, si no lo atraviesa con las mismas contradicciones que a sus personajes, hay tongo. Un producto cercano como los Simpson utiliza una excusa universal: la condición familiar (por presencia, ausencia, función o disfunción) siempre nos define. Homero somos todos. La estrategia de South Park es otra: acoplar el exceso y la risa a la representación del pensamiento crítico que todos creemos poseer en un estado más o menos inmaculado. Cualquier distancia se disuelve cuando nos vemos succionados al interior del pueblito nevado para la escenificación de alguna moraleja (“hoy aprendí que…”) que siempre es puesta en cuestión. Segunda moraleja, escabullida un poco al estilo de Barthes pero con menos afectación porque acá nadie es francés: nunca se sale de esta realidad contradictoria en donde no hay soluciones fáciles… ni difíciles. Nadie sale de su propia historieta.

Si hay un gesto que siempre salvará a South Park es la renuncia a un metalenguaje total. Hoy día, esa pretensión goza de buena salud en el ámbito del discurso y está ramificada en dos especies que saben colaborar para lo peor: las teorías inapelables del ismo de moda (elijan el prefijo que más les guste) y la posverdad que lo relativiza absolutamente todo. Entre esos dos mitos que adornan el estrecho que hoy nos toca transitar, South Park navega con la vigencia de los clásicos. Y aunque el barco está bien provisto de pensamiento crítico y de risa, tiene claro lo más importante: los monstruos siempre están a bordo.

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