La pantalla de los vasos desbordados

Por Sebastián Rosal

La pantalla de los vasos desbordados

Por Sebastián Rosal

Este texto propone un viaje etílico, así que en principio no debería concluir en buen puerto. Nada más lejos del decoro que andar de un lado para el otro con el nivel de alcohol en sangre mucho más alto del permitido, replicando aquello que el cine y la televisión han puesto en sus pantallas una y otra vez: la imagen del borracho caminando zigzagueante, vociferando las razones por las cuales su corazón fue destrozado o sus negocios se hundieron, en algún bar de mala fama o en algún callejón desahuciado de luz agonizante. Pero no es cuestión aquí de poner la ética en el centro de la escena, ni de levantar admonitorio el dedo índice para dar lecciones de civilidad, más bien de establecer un recorrido vicario, azaroso, a través de unos pocos ejemplos que brinda la historia del cine para intentar desentrañar las diversas formas en que las películas retrataron esa extraña mediación entre la consciencia y la experiencia del mundo que propone el alcohol. Una forma de adecuación en todo caso: nada parece más razonable que andar vagando de un país a otro y de una época a otra, sin un rumbo fijo, emparentando ese andar un poco errático con el derrotero de quien bebe en demasía y tratando de encontrar, en ese camino un tanto incierto, las distintas formas en que la bebida afecta, y cómo el cine se encargó de retratarlas.

The Quite Man

El viaje empieza entonces en la campiña irlandesa. No sería descabellado admitir que no es un western la obra cumbre de John Ford (en una filmografía llena de obras maestras), y que en la historia de Sean Thornton, el boxeador retirado que regresa a su Inisfree natal, el pequeño pueblito en el corazón de Irlanda, está resumido todo el humanismo de la obra fordiana, su cariño manifiesto y nunca superado hacia sus personajes. Claro que The quiet man (1952) no es sólo eso: también puede ser una feroz lucha contra los demonios del pasado personal o una comedia de tempo perfecto, según el caso; una muestra del choque de dos culturas diferentes o un canto melancólico y al mismo tiempo vital a la comunidad y sus tradiciones; una galería de personajes adorables (quizás ninguno más que Michaleen, el ladero de Sean que parece ser el reservorio de toda la picaresca y la sabiduría popular del lugar) tanto como un retrato idílico y amoroso de esa Irlanda por la que Ford profesó siempre el cariño que sólo se tiene por la tierra natal, sin haberlo sido. También, finalmente, es un John Wayne tan rudo como siempre y tan tierno como nunca, encarnando a ese hombre enamorado que, mitad irlandés y mitad americano, tironeado entre un mundo y otro, puede leerse como un alter-ego del propio director.

Pero siendo el alcohol el eje de este texto, es difícil pensar en algo que aglutine más a los habitantes de Inisfree (a decir verdad, a toda Irlanda, tal como la pinta Ford) que el whisky y la cerveza circulando en cada casa, en cada reunión y, fundamentalmente, en la taberna del pueblo. Tan omnipresente como el cielo azul y el paisaje siempre verde, todas las actividades de los hombres parecieran no tener otro fin que el poder tener un vaso lleno en la mano. Cualquier excusa parece buena para hacerlo circular: es el premio al final del día del trabajo, pero antes que eso fue el combustible con el cual comenzar ese mismo día. Es la masculinidad expresada en la generosidad de quien paga una ronda de tragos para todos, en la misma medida en que lo es el saber y querer usar los puños cuando es necesario, y es por esa razón que la inevitable e interminable pelea final entre Thornton y su cuñado Will, preparada durante toda la película y festejada por todo el pueblo, termina de la única manera posible: con ambos abrazados y borrachos, cantando a la salud del otro una vieja canción irlandesa como señal de esa nueva amistad, como signo por el respeto mutuo ganado a fuerza de puñetazos. Tan amable y querible como el mundo que el propio film construye, la borrachera es, en The quiet man, una paradójica forma de estar en armonía con el universo y con los demás, una manera de contribuir alegremente a la restitución del balance en algún momento perdido.

The Deer Hunter 2

La segunda estación es en Pennsylvania, a comienzos de los ´70. Seguimos en Hollywood, pero algo en el medio se quebró definitivamente, y ni el cine ni el mundo son los mismos. El grupo de amigos que conforma el núcleo central de The deer hunter (1978), de Michael Cimino, se prepara para celebrar la boda de uno de ellos. Antes de eso, en esa hora inicial que es un prodigio de puesta en escena, Cimino pinta un pequeño y típico pueblito americano: hombres trabajadores viviendo a su manera el sueño americano- el viejo orgullo proletario con la cerveza entre amigos, autos enormes, futbol americano en los televisores, inmigrantes, algunas novias ocasionales y amistades profundas y duraderas. Tal vez ese mundo sea, finalmente, menos idílico de lo que parece, aunque al menos tiene sus bases firmes. Pero el desastre está a la vuelta de la esquina, y se huele en el aire: Steve, el novio, y dos de sus amigos partirán hacia Vietnam apenas un par de días después del casamiento. El resto no lo sabemos pero lo intuimos: la crisis del petróleo, Watergate, y esa prolongada angustia post verano del amor que dominó todo el cine de los ´70, cuando ya, tal como dijera John Lennon, el pavo estaba frío. La larguísima escena de la boda funcionará entonces como catalizador de las emociones colectivas y punto de inflexión en el que convergen tanto el cierre de un universo que parece desmoronarse como la puerta de entrada al infierno por venir. El alcohol circula generoso en todas direcciones: en las panorámicas y en los travellings elegantes de Cimino se satura la pantalla con cuerpos sudados y desalineados, camisas desabrochadas y sacos que vuelan por los aires. Hay bailes y tradiciones rusas (el novio tiene esa procedencia), hay miradas y diálogos furtivos entre algunos amores que son menos firmes de lo que parecen y otros que no deberían tener lugar, hay manos tocando partes de cuerpos que no deberían, todo envuelto en un clima en el que la alegría solo parece ser el presagio de la tormenta que se avecina. La fiesta y el alcohol que lo riega se convierten en núcleo de cohesión comunitaria, en un exorcismo desesperado para tratar de aventar los fantasmas en el horizonte. También por esa razón los personajes se emborrachan y bailan hasta el desmayo: cuando el mundo está a punto de perder su eje, huyen espantados hacia adelante tratando de mitigar (inútilmente) el porvenir, aunque más no sea en el breve espacio de una copa.

The Day He Arrives

La última parada nos deposita (mejor dicho, nos acomoda delicadamente, como en una levitación) en algún lugar de Corea del Sur, en Seúl o en una playa un tanto deshabitada de su litoral marítimo. Metidos de lleno, a gusto y a conciencia en el tren de la modernidad occidental, la tradición del soju resiste firmemente de pie, una pasión compartida por todas las generaciones. Ya sean los jóvenes nucleados alrededor del director de cine (siempre hay un director de cine en las películas de Hong Sansoo) en The day he arrives (2011), como en los devaneos amorosos de Isabelle Huppert en In another country (2012); en cada una de las múltiples historias que avanzan y retroceden en el tiempo, que se complementan o contradicen (siempre son así las historias en las películas del inefable Hong), inevitablemente todo se juega, en algún momento, alrededor de una mesa bien provista de comida y bien regada por el soju, ya sea en un restaurante o en una parrilla, bajo techo o al aire libre. Pero tratándose del director coreano, nada de lo que ocurre parece ser demasiado grave: todo tiene un tono afable y benevolente, tan aireado como esos planos fijos en los que cada cuerpo adquiere una cierta condición etérea; tan risueño como esos malentendidos amorosos que son al mismo tiempo la causa y la consecuencia de la afición desmedida de todos los personajes por ese destilado de arroz que parece estar siempre a mano. Porque en Hong, el alcohol es inescindible del amor y la amistad: es el combustible que envalentona al tímido empedernido, es la confesión al compañero y al desconocido ocasional, es el motor que impulsa las charlas sobre cualquier tema. Films rohmerianos en su espíritu, en esos jóvenes urbanos y ligeramente inmaduros, locuaces, cultos y en perpetua búsqueda del enamoramiento anida otra forma posible del beber, menos trágica, más melancólica y dulzona: el puente que lleva hacia esa forma perfecta del amor, esa que esconde y permite entrever al objeto de nuestro deseo entre los vahos del alcohol. Esa forma que por tan esquiva, tan poco asible, se nos vuelve irresistible.

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