Las campanas del alma

Por Federico Karstulovich

Las campanas del alma (Bells From the Deep – Faith and Superstition in Russia)
Alemania, 1993, 63′
Dirigida por Werner Herzog

Todos somos Kaspar Hauser

Por Sebastián Rosal

Según la leyenda, en el siglo XIII, y ante el avance arrollador de los mongoles por la Siberia rusa, los habitantes de la ciudad de Kitezh rogaron a su Dios que los ayudara a resistir y a no renegar de su fe frente al invasor pagano. La solución divina fue inconsulta (como todas) y expeditiva: antes que llegara la horda irresistible, la tierra sobre la que se asentaba la ciudad se convirtió en un lago en cuyo fondo descansa desde entonces, Atlántida boreal destinada a la salvación y al ocultamiento eternos. En la actualidad, los peregrinos acuden allí a rezar, y Herzog filma a un par de ellos intentando entreverla cuando, como todos los inviernos, el lago se congela y permite caminar sobre él. Verlos recostados y apoyando su cara sobre el hielo forma una escena que es al mismo tiempo extraña, conmovedora y ligeramente ridícula.
Poco importa que el propio Herzog haya reconocido que los supuestos creyentes no eran más que dos borrachos a los que les pidió que se tumbaran sobre el lago, sin darle mucha más explicación que esa, violando la sacrosanta ley de la Verdad documental en aras de un verosímil construido ficcionalmente. Y no importa ya que la escena puede servir como ejemplo de una idea  que más o menos ostensiblemente atraviesa toda la filmografría del director alemán, más allá de la cómoda y un tanto esquemática división entre ficciones y documentales. Como las caras de una misma moneda,  para Herzog dos elementos confluyen en la visión humana del mundo: la maravilla de su belleza y la imposibilidad de conocerlo, y de ambas cosas juntas solo queda la posibilidad de mirarlo con ojos asombrados. No es una idea nueva, y algo del romaticismo alemán y de la vieja idea kantiana de lo sublime merodean (cuando no ingresan abruptamente) en su obra. Sólo que Herzog, en tanto hijo del siglo XX, deja los pinceles de lado y se calza la cámara al hombro, en busca de imágenes que encandilan al mismo tiempo que abruman. Es el asombro por el peso del paisaje natural en toda su magnitud, pero es, quizás más que cualquier otra cosa, el propio hombre inmerso en el mundo el misterio insondable que refleja su obra, convertido él mismo, desde siempre y para siempre, en el último reducto incomprensible para la razón. De allí la colección de personajes afiebrados, rabiosos, alucinados que la pueblan. Y de allí también el bienvenido humor que atraviesa sus últimos films: como si el septuagenario Herzog hubiera aceptado finalmente lo imposible de su empresa, la empatía feliz y solidaria entre el absurdo de la condición humana y su propio intento por entenderla.

Bajo ese prisma, dos personajes funcionarían como arquetipos en la obra herzogiana: la Fini Straunbinger ciega y sorda de Pais del silencio y la oscuridad, vendaval vital que rebasa la pantalla pero que, por su propia condición, es la guardiana de un mundo interior y propio que resulta inaccesible para el resto; y Kaspar Hauser, aquel hombre-salvaje sin contacto con otros humanos desde su nacimiento hasta la adultez,  perpetuamente asombrado y perplejo frente al espectáculo de un mundo en el que fue arrojado de improviso y sin más. Para Herzog, de alguna manera todos somos Kaspar Hauser: siglos y siglos de educación y cultura, de domesticación sofisticada establecerían entre él y nosotros una diferencia que no es menor pero que es, en el fondo, apenas de grado, no de sustancia.

 

Publicado originalmente en rock & pong cine, septiembre de 2014.

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