Uno más, uno menos

Por Federico Karstulovich

Estamos acostumbrados a lidiar con las biografías cinematográficas (los biopics), de manera más o menos habitual. Ya les conocemos todas y cada una de las trampas. Y aunque sepamos las reglas, casi siempre nos quedamos a ver el nacimiento, apogeo y caída de un personaje público, o la caída y redención de un personaje con una vida privada que se hizo pública en algún momento. Sea como fuera, el entrenamiento que nos supo dar esta suerte de género nos permite anticipar la jugada. El problema surge cuando la articulación de lo biográfico no solo no se centra en ningún personaje célebre de la historia, sino que mira proustianamente hacia atrás, pero la vida que reconstruye no es algo menos que ordinario. Ojo, no se malentienda el adjetivo: no hay un uso peyorativo, sino un uso descriptivo de la noción de ordinario como algo común, como algo que podemos reconocer como una sucesión de hechos que no están por encima de la media, sino que a la larga nos permiten una interpelación en mayor o menor medida palpable, cercana.

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El juego proustiano al que juega Biniez en su tercer largometraje quizás no sea particularmente deslumbrante ni original (no estamos precisamente ante El tiempo recobrado (Raul Ruiz, 1999), ni ante Providence (Alain Resnais, 1976) menos que menos ante 8 y 1/2 (Federico Fellini, 1963) o El ciudadano (Orson Welles, 1941)), por lo que la angustia de las influencias tampoco parece preocupar demasiado al director, que le da a su película un tono desacartonado, relajado, pero también carente de pasión, algo que puede hacer ruido inicialmente, pero que con el paso de los minutos se corrobora como parte de una lógica estructural de lo narrado.

El punto en todo caso es qué es lo que hace la película con todos esos antecedentes. Y es que lo biográfico aquí es menos un problema de fondo que un punto de partida para sostener una idea sobre el acto de poner vidas sobre una pantalla (ya sea que esas vidas que se proyectan tengan su correlato o no con el mundo que llamamos real). Quizás sea esa la pregunta de la que parte el director para desplegar toda una serie de decisiones formales y narrativas que giran en torno a la construcción de una vida menos que ordinaria. El centro mismo de Las olas, en definitiva, es una gran caja vacía, porque estamos frente a la reconstrucción de los mojones indispensables de la vida de un hombre sin atributos, un sujeto común y corriente, uno de esos personajes que están más cerca de la intrascendencia de los vagabundeos de las películas de Rosellini que de algún discurso revelador, trascendente, sobre el sujeto, sobre la existencia. Pero ese vacío es una necesidad para nosotros como espectadores, por eso no hacemos otra cosa que buscar construir vínculos entre hechos que no definen necesariamente a una persona.

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Y la angustia en tono menor que provee Las olas deriva de esa suerte de certeza dicha en voz baja: en algún momento pasamos por el mundo, somos poco, parcialmente o muy importantes para algunas personas. Pero estas se van de nuestra vida. Ese circuito vital por el cual el personaje pasa se hace particularmente melancólico desde el momento en el que el protagonista es capaz de revisar su propio pasado (con cuerpo y materialidad presente), pero con la conciencia del futuro en el cual muchos de los que formaron parte de su vida ya no vayan a estar. Esa idea se materializa en una de las escenas más tristes de la película cuando uno de los amigos le pregunte al protagonista por el futuro del grupo y la banda de música que forman, y atraviesa toda la película como un pathos trágico. O quizás, al fin y al cabo no haya tragedia, sino más bien constatación de la soledad.

El tercer largometraje del director no solo establece algunas ideas interesantes con respecto a la idea de la narración de una vida, sino que también lo hace con una plena conciencia formal que, aclaremos, en ningún momento pretende virtuosismo alguno, pero que resulta de una economía precisa para aquello que pretende narrar: la progresión entre un montaje más clásico y un sistema de corte más artificioso (incluyendo el uso del iris como simulación del cierre de una narrativa de aventuras) en la infancia a un montaje que hace prevalecer planos más largos y sin cortes, que renuncian a cualquier artificio y sostienen un realismo en donde el peso de las acciones no forma parte de un relato imaginario del pasado, sino más bien una constatación del vacío presente (en este aspecto, resulta especialmente acertado el plano final de la película, un paneo doble de 360 en paralelo al eje del personaje).

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Pero no solo trabaja inteligentemente su progresión formal en el montaje, sino que la película también maneja dos o tres ideas fundamentales desde la puesta de cámara: por un lado, el uso figurativo de la profundidad de campo como disposición material de los niveles de la memoria del personaje, como si en la decisión de “ingresar” en profundidad al plano también hubiera un traslado espacio-temporal. Por otro, el uso del plano general, que nos retrotrae al punto de partida y a la cuestión de base que mencionamos al inicio de esta crítica: en Las olas no hay vidas extraordinarias, no hay hechos extraordinarios, ni hay personas extraordinarias. El mundo nos sobrevive. Y nosotros somos un punto minúsculo, que durante algunos años habita en esas playas, en esas aguas. Y en algún momento se va. Con esa impronta existencialista con mate debajo del sobaco, la película no necesita gritar demasiado ni decir demasiadas cosas. Con mostrarnos en la pequeñez de nuestra experiencia le basta y sobra para dejarnos desarmados.