Los que aman, odian

Por Hernán Schell

Los que aman, odian
Argentina, 2017, 101′
Dirigida por Alejandro Maci.
Con Guillermo Francella, Luisana Lopilato, Justina Bustos, Juan Minujín, Marilú Marini, Carlos Portaluppi, Mario Alarcón y Gonzalo Urtizberea.

Un cine de oficina

Por Hernán Schell

Emilia (Justina Bustos) le pregunta enojada a su hermana Mary (Luisana Lopilato) quién le gusta. Ante esto Mary le dice un “me gusta gustar”. Que Mary, una mujer presentada como una histérica de manual (e interpretada como tal y exageradamente) diga esto es como si un personaje psicópata dijera en una película que no tiene consciencia, o como si un ególatra enfermizo dijera que se siente el centro del mundo. Son declaraciones absurdas, que marcan de manera ridícula lo que uno ya conoce de un personaje. Y sin embargo, a uno tiene la sensación de que Los que aman, odian, necesita todo el tiempo remarcarse a sí misma, ya sea por diálogos sobreexplicativos en los que los personajes necesitan decir sus sentimientos, o por una música machacona que necesita indicarnos cuando hay un diálogo revelador o importante. O incluso en un diálogo en el que se nos refiere a la novela El halcón Maltés para avisarnos que estamos ante un policial negro.

Los Que Aman Odian 2

Es parte del espíritu básico, casi escolar de esta película. Para comprobarlo basta con compararla con la obra original en la que se basa. El libro de Silvina Ocampo y Bioy Casares está lejos de ser una gran obra, de hecho hasta pareciera una de esas novelas cortas que los autores redactaron más para su propio divertimento que con una intención de excelencia, pero al menos tiene un humor efectivo en su espíritu paródico de los policiales y el personaje de Mary es lo suficientemente misterioso como para causar interés. En la película, en cambio, Mary es una nena caprichosa insoportable, tan evidente en su carácter manipulador y su malicia que resulta increíble que los personajes puedan caer tan fácilmente en su trampa. Respecto del humor, y nuevamente a diferencia de la novela, en la película de Alejandro Maci está directamente anulado. Para peor: se reemplaza la ironía y el tono irónico del original por una solemnidad increíble y por una sucesión de máximas sobre el amor y la obsesión de dudoso gusto. Si todo esto viniera acompañado de una puesta en escena desatada y pasional, propia de la trama melodramática que al fin y al cabo la película tiene, probablemente perdonaríamos estas decisiones. Pero no, Los que aman, odian es puro plano-contraplano, filmado mayormente en una misma locación cerrada, que sumado a las actuaciones mayormente impostadas le dan a la película una apariencia teatral y artificiosa (y no en el buen sentido).Tan elemental es esta película incluso que la única forma en la que termina generando tensión es construyendo un policial whodunit, en el cual a cada rato se nos proporcionan indicios de que el asesino pudo ser uno u otro personaje (aunque todos sabemos la respuesta desde el minuto 5 de película). A esta pereza se le suman unos flashbacks horribles, en gran parte innecesarios para la trama, que buscan aportar ritmo y altura dramática ahí donde hay planicie. Hacia el final viene el extremo de la vagancia narrativa: una vuelta de tuerca que se nos reserva, una sorpresa final que pretende ser imprevisible, y que a decir verdad en la película termina pareciendo una forma desesperada de generar algún tipo de asombro, buscando algo de vida, algo original.

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La única curiosidad que tiene Los que aman, odian, es que a su modo termina formando junto con Los Padecientes y El Fútbol o yo una verdadera trilogía de lo que no hay que hacer más en el cine industrial argentino. Si la primera es un cine publicitario y la segunda una suerte de capítulo televisivo extendido de comedia costumbrista Pol-ka , Los que aman, odian es un telefilm dramático de esos que el cine argentino hacía como hace 25 o 30 años. Es verdad que a diferencia de las otras dos películas, la película de Maci no cae nunca en momentos que den vergüenza ajena. Y puede decirse que si uno se pudiera a evaluar la película enteramente desde sus rubros técnicos el resultado sería un modesto aprobado. Y aunque técnicamente sea cine, se trata de cine de materia predigerida, obvio en sus planteos, que se limita a mostrarle al espectador un guión filmado de manera prolija, como si la dirección estuviera en manos de un empleado al que se le ocurrió pensar su oficio como un oficinista. El cine argentino (o el cine a secas) debería ser mucho más que esto.

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