Los reyes del mundo

Por Marcos Ojea

Colombia, 2022, 103′
Dirigida por Laura Mora Ortega
Con Carlos Andrés Castañeda, Davison Florez, Brahian Acevedo, Cristian Campaña, Cristian David Duque

Entre tanta miseria 

Con las credenciales de haber ganado la Concha de Oro en la última edición del Festival de San Sebastián, Los reyes del mundo parece acoplarse a ese grupo de películas sobre la realidad latinoamericana que conquista y conmueve a los espectadores extranjeros. Ya lo dijeron Luis Ospina y Carlos Mayolo en su texto “¿Qué es la porno miseria?”, al referirse a la mercantilización de la miseria en el cine colombiano, vendida como espectáculo para tranquilizar las conciencias y lavar culpas. Pasaron varios años desde aquella definición, pero producciones como ésta reavivan la cuestión y nos permiten preguntarnos acerca de los límites de esta práctica en la pantalla, así como también nos abren la posibilidad de debatir sobre el valor artístico de las obras. Si acaso ese valor es intrínseco y trasciende, o si lo que hay no es más que un gesto festivalero.
La película cuenta la historia de Rá, Culebro, Sere, Winny y Nano, cinco jóvenes que viven en las calles de Medellín. A partir de un programa de restitución de tierras promovido por el gobierno, aparece la posibilidad de que a Rá le devuelvan un terreno que años atrás le arrebataron a su abuela. Con apenas unos papeles y lo que llevan puesto, el grupo de amigos comienza un viaje a través de paisajes rurales y luego selváticos, con la ilusión de llegar a la tierra prometida. Un lugar al borde de la desaparición, pero inflado por la imaginación y la esperanza de dejar de convivir con la exclusión y el desamparo de la vida en la ciudad.
Para dar cuenta de ese desplazamiento, la directora recurre primero a un registro cerrado y desprolijo, con una cámara inquieta que sigue de cerca a los protagonistas mientras están en Medellín, para luego abrirse hacia planos más amplios y reposados de la ruta y la naturaleza. El viaje, que obviamente es tanto físico como espiritual, representa la posibilidad de explorar ese ingreso a las zonas más periféricas del alma y de la civilización desde distintos lugares: la selva y el río retratados de manera observacional; la orfandad de un grupo de chicos que sobreviven con fuerza y carácter pero que, ante la atención de un grupo de mujeres, vuelven a ser niños en busca de afecto; la efervescencia de la juventud, la rabia y los desbordes donde se confunde lo que está bien y lo que está mal; los pasajes neblinosos, visualmente desolados, donde es posible encontrar ecos tanto de Tarkovski como de la ciencia ficción post apocalíptica.

Mientras que el acierto de Los reyes del mundo está en entender que el motor de la historia es la camaradería entre los protagonistas, que se sobreponen y crecen dentro de una narración que los acompaña sin juzgar, el problema surge a partir de dos males que este tipo de cine parece condenado a repetir. El primero es formal y quizás menor, pero insistente: hablamos de esa necesidad de aletargar todo, de estirar los planos fijos para diferenciarse del cine de consumo rápido y comercial. Para estos directores, apilar segundos con la cámara encuadrando un árbol puede ser un espacio para la reflexión y la dimensión simbólica, pero lo que termina irrumpiendo es el hastío. El segundo mal, mucho más peligroso, es el que mencionamos al principio. Si bien podemos suponer que la intención de Mora es la de mostrar una “realidad”, se vuelve difícil esquivar el modo en que la miseria es expuesta e incluso exhibida. Se podrá argumentar que la vida para estos muchachos es así, pero cuando la película desaprovecha la posibilidad de un final noble para sus protagonistas y decide ir un poco más allá, reforzando la idea de que no hay salida, los personajes se vuelven excusas. Es ahí cuando gana el discurso y pierde el cine.

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