#DossierRefugio – Más corazón que odio

Por Andres Cappiello

Más corazón que odio (The Searchers)
Estados Unidos, 1956, 119´.
Dirigida por John Ford.
Con John Wayne, Jeffrey Hunter, Vera Miles, Ward Bond, Natalie Wood.

Cinéfilos a la intemperie

Por Diego Maté

Un problema: mientras pensaba en la consigna del dossier, confirmaba que no tengo algo parecido a una película-refugio. La lista de candidatas se expandía o achicaba todo el tiempo, las elegidas me parecían intercambiables, ninguna cumplía plenamente con el requisito (en cambio, me resultaba más fácil pensar en libros, discos y videojuegos). Sin embargo, hubo un momento en el que estuve muy cerca de definir algo: fue con la filmografía de John Ford. Es claro que una filmografía extensa como esa no puede ser vista como algo compacto y homogéneo, así que descarté la idea. Me pareció que había algo en las películas sonoras de Ford que representaba a la perfección el espíritu del clasicismo: la claridad de la exposición, la pericia narrativa, la elegancia formal, el respeto por los géneros. Pero el clasicismo es un modo de representación que cruza estudios, autores, países y regiones: no podía escribir sobre eso. Descartado también, pues. Ya a punto de renunciar a la empresa, se me ocurre algo: ¿Más corazón que odio? Es la película de Ford que más veces vi -más que La diligencia (Stagecoach, 1939), Pasión de los fuertes (My Darling Clementine, 1946) o Un tiro en la noche (The Man Who Shot Liberty Valance, 1952)-, la que mejor recuerdo, la que más hice ver a otras personas (mi viejo, amigos, alumnos), es (creo) la que más me conmueve. Sin estar demasiado convencido pruebo suerte igual, a ver qué sale.

Más corazón que odio pareciera condensar en parte la obra de Ford, y también puede ser vista como un exponente final del clasicismo, que por esos años retrocedía ante la dispersión de los estudios, la desarticulación de los géneros y el surgimiento de los nuevos cines. Hay un aire liminal, de frontera que la película traza, como demarcando un territorio pronto a extinguirse: una cartografía emotiva que se resiste a desaparecer. La película en su conjunto es también un asunto de límites: todo se reduce a estar adentro o estar afuera, a vagar por el desierto o a cobijarse alrededor de un hogar y bajo un techo. No hace falta hablar una vez más de la llegada y partida de Ethan Edwards (John Wayne), del plano en el que se queda solo afuera, del gesto desgarrador cuando se toma el brazo. Tampoco hace falta mencionar toda la peripecia, la búsqueda enloquecida, el racismo de Ethan, la brutalidad de los indios, el aprendizaje moral del protagonista. Lo que me interesa es el comienzo, cuando la casa de Aaron, hermano de Ethan se llena de gente. En el cine debe haber pocos espacios tan cargados de afectividad como las casas del western. La casa de Aaron es grande, espaciosa, visiblemente artificial, emplazada en un estudio: está bien que así sea, la geografía del western clásico es, antes que nada, sentimental, no se ciñe (felizmente) a ninguna exigencia de realismo al uso. En un género que privilegia el movimiento y la acción física, la casa es el lugar para detenerse, colgar el abrigo, sentarse a la mesa. La mesa también es grande, como corresponde a cualquier enclave civilizatorio perdido en el medio de la nada. En la aspereza de la frontera, la civilización no subsiste en grandes ideas y utopías, sino gracias a pequeños rituales cotidianos como el compartir la comida. Allí se sientan la familia y el invitado para intercambiar noticias, comentar decisiones políticas (militares), discutir diferencias irreconciliables sobre la raza y la vida en común; en apenas unos diálogos, la película describe formas todavía elementales, pero plenas, de cultura. “Cultura”. Dicho así suena a cosa seria, oficial, pero en realidad todo es bastante más prosaico: poco después llegan a los gritos y a los empujones un grupo de milicianos dirigidos por el Capitán Clayton, que reúne los atributos de la jerarquía militar y de la eclesiástica y representa un eslabón arcaico de las fuerzas del orden (la cultura es también ese reparto básico de roles).

La casa se vuelve un remolino de actividad, todos se mueven, hablan, descansan o se alistan antes de partir de nuevo. Ward Bond toma café mientras en el fondo Martha, la esposa de Aaron, abraza y alisa con todo el amor del mundo el saco sucio de Ethan. Ella lo despide y él le da un beso en la frente: el amor por fuera del matrimonio es un lujo que la supervivencia en ese terreno hostil vuelve impracticable. Bond ve todo y pone cara de póker: el plano muestra a la pareja secreta y al testigo compartiendo el espacio de un encuadre dividido meticulosamente en tres áreas (el clasicismo también era eso, una economía estilística capaz de potenciar la carga afectiva de un relato). Todo está bien: hay que salir de nuevo al peligro, a las cabalgadas, a medirse con la naturaleza.

Es común leer o escuchar que Un tiro en la noche es una bisagra en la obra de Ford y del género, la película que señala con más evidencia la caída de todo un régimen visual y narrativo: la acción heroica resulta ser una farsa y ya no es posible confiar ciegamente en la épica del western (aunque haya que seguir contándola a pesar de todo, printing the legend). Pero Más corazón que odio, siete años antes, había asestado un golpe demoledor: cuando Ethan y su sobrino regresan a la casa, el lugar fue saqueado y destruido por un enemigo sigiloso (que ataca desde el off), la familia masacrada, la hija más joven raptada. Se produce un cambio de escala: de una afrenta personal o de la muerte de un ser querido, que suele disparar la venganza y la búsqueda de justicia (en el western son lo mismo), acá se pasa a perderlo todo. Ford nos introduce de lleno en la calidez y la seguridad de la casa y de la familia solo para arrasarla minutos más tarde y hacernos experimentar junto a los protagonistas la más terrible de las intemperies. Tuvimos un refugio que ya no existe, parece decir la película, anticipando (certificando, casi) la desaparición inminente de toda una forma de hacer y de entender el cine.

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