Matrimillas

Por Pedro Gomes Reis

Argentina, 2022, 101′
Dirigida por Sebastián De Caro
Con Luisana Lopilato, Juan Minujín, Cristina Castaño, Andrea Rincón, Julián Lucero, Santiago Gobernori, Vicente Archain, Aylen Malisani, Betiana Blum

La búsqueda de la felicidad

A veces las cosas no son tan simples ni tan lineales como para calificarlas rápidamente y sacárselas de encima como si se tratara de un trámite. Algo así viene experimentando hace buen rato el cine de Sebastián De Caro, que con la extraordinaria Claudia no tuvo suerte con el público y la crítica, pero que con Matrimillas (ubicada acaso en el extremo opuesto del film anterior) parece repetir parte de la maldición: buena recepción de público pero un solapado desdén de parte de la crítica.

Amparado en la distancia con Argentina, me interesaba entonces no ingresar en el mapa tóxico de opiniones plagadas de lugares comunes e intentar, si esto fuera posible, una entrada que no fuera ni obsecuente (Matrimillas está repleta de problemas), pero tampoco desdeñosa (Matrimillas está repleta de ideas y hallazgos interesantes). Por eso lo primero que me propuse pensar fue en el espíritu caprino (por Frank Capra) detrás de esta suerte de cuento de navidad solapado. Porque creo que es por ese lado, por el de la luminosidad oscura y la oscuridad luminosa que hay que pensar a este experimento -porque no encuentro otra manera de llamar a esta tensión entre lo autoral y lo comercial que implica la superposición entre la mirada de De Caro y la producción de los Mentasti con estreno vía Netflix-.

Matrimillas es, en efecto, un cuento de navidad detonado por lugares comunes infaltables. Pero como decía Alfred Hitchcock, el problema no es partir de lugares comunes sino llegar a ellos como finalidad. Desde ese eje, la película no solo no escatima en ellos, sino que hasta parece abrazarlos deliberadamente, como si su director se hubiera propuesto multiplicarlos como si fuera una provocación: encuentros azarosos, representación estereotipada de la pareja actual con sus roles, representación estereotipada de los hijos según franja etaria, funcionalidad casi desindividualizada de parte de los personajes secundarios, construcción de espacios estandarizados que replican las casas del imaginario de la dirección de arte para la clase media alta de Palermo en Argentina, sucesión de presuntas escenas de humor fundadas en la competencia de pareja, incorporación de una moral algo puritana a la hora de repensar el sexo en el matrimonio, resolución previsible. Es duro decirlo, ya que De Caro es un director talentoso, pero también se percibe algo del orden de la imposición, como si el director hubiera tenido que dirigir un proyecto por encargo y hubiera tenido que lidiar con un guión envenenado de todos y cada uno de los lugares comunes mencionados.

Ahora bien: se trata simplemente de un proyecto por encargo, un guión plagado de problemas por encargo, de una película deliberadamente comercial según el perfil de sus productores y un proyecto olvidable para su director? No, ese es el camino fácil, el camino trillado tomado por algunos críticos que parecen haber obturado la parte de fricción del experimento. ¿A qué viene esto? A que asī como la película expresa un discurso visible, no podemos afirmar plenamente que se trate de un discurso único, sino que hay otro que todo el tiempo pugna por salir por entre las grietas de ese acabado limpio y lustroso, casi publicitario, que el cine comercial argentino suele multiplicar. Porque en Matrimillas hay una melancolía persistente debajo del esquema comercial establecido a partir de las demandas de los algoritmos que definen contenidos en las plataformas de streaming. Hay que mirar con atención, entonces, no aquello que se fuerza innecesariamente para que brille como las superficies de cocina, sino que hay que observar lo que se escapa, porque ahí, en la combustión, está la mirada personal de De Caro, que como dije antes, es caprina, incluso aunque él no lo sepa, no lo quiere ni lo acepte.

Como ya se ha dicho algunas veces en este revista, en particular en esta nota sobre Yesterday y el cine de Danny Boyle, lo que hace Sebastián De Caro va en la misma dirección: cuando todo parece brillar, quizás hay que empezar a observar la tristeza que solapadamente vive en esa suerte de mirada publicitaria de la cotidianeidad. Desde ese costado, lo que narra Matrimillas, es, sin lugar a dudas, el ingreso a una pesadilla dentro de otra pesadilla, que para el género de la comedia de rematrimonio (una de las derivaciones de la screwball comedy) es la vida cotidiana de pareja, los rituales y la rutina cotidiana. Cuando la película propone algo parecido a la felicidad es cuando más debemos desconfiar: antes del ingreso al juego, durante, pero incluso después. Porque si seguimos a Que bello es vivir! (Frank capra, 1946), no existe la felicidad si no está mediada por un milagro que dé algo de sentido a una existencia miserable. Bueno, en este caso la miseria tiene cara de publicidad, de cine comercial, de superficie lustrosa de lugares comunes, cuando en realidad nos está indicando otra cosa: la vida está en la reivindicación del conflicto frente a la anestesia de la búsqueda de una felicidad falsa. Es en ese orden de cosas que el final de Matrimillas no debería ser leīdo como la restitución de una nueva oportunidad para la pareja, sino la confirmación, melancólica y terrible, del recomienzo de un ciclo (recordemos la persistencia simbólica de las figuras circulares en la película). En su condición de comedia de rematrimonio con todos los oropeles del cine comercial, De Caro deja entrever algo mucho más inquietante. El problema es que también hay que saber ver antes que hablar para tener hecha una cobertura de apuro antes que nadie, estimados colegas.

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