#37MarDelPlataFF – Diario de festival: Hace mucho que no duermo, El sembrador de estrellas, Le pupille, Teneis que venir a verla

Por Federico Karstulovich

Ver películas en un festival, en serio, comprometido con el caso, implica correr. Y como no hay mejor cosa que correr entre salas (aunque en mi caso este Mar del Plata es remoto), nada mejor que empezar levantando velocidad para luego ir bajando de a poco. La cinefilia como una administración de recursos entre ser fondista y velocista.

Hace mucho que no duermo, es, hasta el momento, lo mejor que ha entregado el festival. La película de Agustín Godoy es un prodigio físico que reverbera en otras tradiciones previas (el slapstick como religión es el punto de partida, pero hay más: en particular el cine de Alejo Moguillansky, y más específicamente en esa maravilla cinética, ese milagro del movimiento que es Castro -que a su manera citaba al cine de Hugo Santiago, otra de las influencias presentes por aquí-, pero también muestra puntos de contacto con el cine de Matías Piñeiro, lo que también nos retrotrae a Rivette e, indirectamente, a Renoir), pero que a la vez se distancia, porque logra, a fuerza de una enormidad de ideas, despegarse de sus antecesoras y convertirse en una declaración de guerra (por mostrarse como contra ejemplo) contra el cine plúmbeo, solemne, circular y cargado de una densidad que se olvida que, ante todo, el cine es movimiento y vida. Por eso, desde su plano inicial que hace ingresar en escena ese gran McGuffin que compone la mochila negra codiciada por medio mundo. La película de Godoy es prodigiosa porque hace fácil lo difícil (uno y mil personajes corriendo por la ciudad, redescubriéndola, convirtiéndola en un mapa de circulación y juego), pero también porque complejiza lo simple (hace de los diálogos banales una sucesión de intercambios con métrica y rima poética, en una invención que aporta extrañamiento a la diversión). Correr por las calles, por las plazas, treparse por las medianeras y saltar entre terrazas, desplazarse en auto y arrojarse cosas para luego seguir corriendo, convertir a una serie de peleas en una coreografía más cercana a la comedia. Y todo a lo largo de una Buenos Aires misteriosamente ajena, como alienada, como si se tratara de un reverso de la ciudad que conocemos (o creíamos conocer). Todos y cada uno de estos elementos son mucho más importantes que la excusa argumental -un hombre, insomne él, recibe por error una mochila cargada con algo secreto a lo que no puede acceder, en el interín conoce a una gitana que le anticipa todos los pasos que sucederán asociados a esa mochila y a la bùsqueda desesperada de parte de un equipo de criminales/ladronzuelos/mafiosos-, justamente porque lo que importa aquí es el orden coordinado de desplazamientos, corridas, gags visuales (pero también grandes remates de diálogos), que van generando una especie de movimiento de ensoñación que es hipnótico (porque pone en trance varios tiempos y coordenadas del verosímil a la vez) e irrefrenable, incluso hasta su gran finale con persecución y salvataje de último minuto. No se la pierdan por lo que más quieran.

Hipnótica, también, a su modo, ya que el cine de Lois Patiño tiene una perspectiva que obliga a la contemplación antes que a la acción, es El sembrador de estrellas, donde el director, en la misma perspectiva de sus largometrajes previos, opta por abandonar progresivamente cualquier atisbo de narración para inscribirnos en un cine plena y absolutamente formal, plástico, obsesionado con la luz y el color, luego con las palabras y, finalmente, muy poco de las acciones. En ese recorrido huelga decir que no se trata de una película para ver en el hogar sino para ver en cine, inmerso, porque la experiencia lo demanda bajo todo punto de vista, como si lo único que importara fuera el collage extraordinario en su fluidez que el director lleva a cabo con fragmentos de la ciudad de Tokio en la actualidad, a la que atraviesa con un diálogo que gira y versa en torno a la obra de diversos escritores y filósofos. Pero acaso eso sea lo que menos importe, siempre y cuando seamos capaces de ingresar en el juego pictórico. Así las cosas, con el paso de los años, incluso con un talento para lo experimental que está intacto, también se percibe un agotamiento de la programática. Y eso puede implicar una señal de alarma cuando nosotros, como espectadores, ya sabemos las reglas del juego que se va a jugar y conocemos los trucos que podemos esperarnos.

Una estrategia similar, -la de adoptar la voz de pensadores para sostener un estado de cosas en el mundo- es la que toma Teneis que venir a verla, en donde su director se pregunta, como su hubiera llegado a cierta edad de reflexión propia de la mitad de la vida (o al menos eso se percibe en una cierta madurez por experiencia acumulada), sobre el rol de la pareja, la paternidad, el trabajo, el hogar. El punto más estimulante, en todo caso, es que no lo hace munido de respuestas y sentencias, sino que Trueba (como ya lo había hecho en sus películas anteriores) formula las preguntas para inquietar y dejar la indeterminación abierta ante nuestros ojos. Por eso nosotros también somos esos personajes, que nos entregan su mirada (la obsesión con los primerísimos primeros planos de ojos observando dan cuenta de esto), como para que no nos olvidemos que estamos viendo una película sobre la perspectiva de mundo de cuatro amigos que se reencuentran, si. Pero también cuatro personas que se ven obligadas a preguntarse si esa mirada es la correcta, si las decisiones tomadas son las adecuadas, si los sueños de juventud llegaron a algún lugar de encuentro propio. Hacia su cierre, obligando a las parejas a cruzar a sus integrantes, Trueba opta por un tono mas elegíaco. Por eso resulta imposible pensar en esta película sin orientar la cabeza hacia el cine de Eric Rohmer, que sobrevuela todo el metraje hasta disolverse en el aire. Con el cierre, la película se desmonta a si misma, se muestra como un pequeño acto de resistencia en el marco de los confinamientos de la pandemia de Covid-19. Y se disuelve ante nuestros ojos.

Completamente distinta a las anteriores es el pequeño cuento de navidad de aires dickensianos que narra Alice Rohrwacher con Le Pupille, donde el juego elegido es el del tono realista (cuando se habla del cine de la directora, todo el tiempo se habla de un inevitable vínculo con la experiencia neorrealista), pero al mismo tiempo (como ya lo habíamos observado en Lazaro Felice y en Le Meraviglie) hace confluir el primer tono con el del cuento de hadas, con el de la fábula moral. En este caso la historia es simple y sin demasiadas vueltas: un conjunto de niñas que viven en un asilo de huérfanos esperan la llegada de la navidad (y acaso de un milagro) mientras se proponen lidiar con la manifiesta crueldad de la madre superiora (Alba Rohrwacher, hermana de la directora), quien les impide divertirse, cantar, bailar o cualquier cosa que se asemeje a alguna clase de placer provisorio. En ese recorrido la película elige mantenerse a la altura de la perspectiva de las niñas, por lo que todo el relato adquiere una lógica menos cruel de lo que en el fondo es. Estructurada en tres partes claramente diferenciadas, el cuento moral que narra Le Pupille es cualquier cosa menos hijo del determinismo. Bien por el contrario, las casualidades, los resultados de la moral administrada a partir de las palabras como clasificación de las personas (una serie de palabras no dichas hacen que la madre superiora califique a una de las niñas, al mismo tiempo esa clasificación permitirá acceder a un premio -una torta gigante-, que desarticulará todo el sistema de determinaciones sobre bien o mal entre las niñas…y eso incidirá sobre el final, un momento de justicia) y, finalmente, el resultado de esa moral azarosa, son los elementos que le brindan a la película la pequeña gran clave de su encanto movedizo.

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