Ming of Harlem

Por Federico Karstulovich

Ming of Harlem: twenty one storeys in the air
EE.UU.-Reino Unido-Bélgica, 2014, 71′
Dirigida por Phillipe Warnell

Un paraíso perdido en Harlem.

Por Sebastián Rosal

Convengamos que tener un tigre de Bengala en el piso 21 de un departamento en Harlem no es cosa de todos los días. Menos aún si el departamento en cuestión es, por así decirlo, promedio: espacioso, con varios cuartos, luminoso pero sin lujos de ningún tipo, ni un estanque artificial ni una jungla de hojas de plástico que intenten reemplazar aunque más no sea malamente algún paraíso tropical. Aún más bizarro es obligar al tigre a compartir el departamento con un cocodrilo, aunque para ser precisos, y en función de una convivencia que se pretende civilizada (pedirle justamente civilización a ellos no parece tener demasiada lógica, pero está claro desde el vamos que nada de todo esto lo tiene), cada uno tendrá su cuarto propio. En realidad, el cuarto exclusivo es para Al, el cocodrilo. El tigre Ming podrá deambular libremente por toda la casa, bamboleándose perezoso y aburrido. El que completa este trío al menos extraño es Antoine Yates, el afroamericano que en 2004 fue enjuiciado y encarcelado tras haber sido mordido por Ming: el llamado de la selva inevitable, un par de dientes afilados y salvajes traspasando la carne inocente y confiada de su dueño fue demasiado para los vecinos, que finalmente lo denunciaron a la policía, tan asustados por la cercanía de lo salvaje como por los comportamientos del bueno de Antoine. Si la historia así contada es delirante e irresistible, Warnell sin embargo evita caer en la tentación de sobre exponerla, diluyéndola hasta sus rasgos mínimos para que, deshilachada y fragmentada, desplacemos nuestra atención del puro devenir de los hechos hacia otros lados. Es decir, el paso de la literatura fantástica (en el mejor caso) o del periodismo sensacionalista (en el más probable) al cine.

El primer tercio del film será un acercamiento al barrio acompañando el recorrido de Yates: habrá planos de los edificios y los vecinos, retazos de la historia a través de su voz mientras pasea en auto, algunas grabaciones de las conversaciones policiales al momento de la mordedura y la detención- lo necesario para establecer un mundo al mismo tiempo preciso y enrarecido. La voz y el recorrido de Antoine retornarán al final, junto con imágenes televisivas de archivo que dan cuenta del juicio y la condena. Hasta allí las concesiones, mínimas, a las formas clásicas del documental. Es el largo segmento medio el que articula, justifica y particulariza a la película. En este punto la arquitectura entra en escena, ese oficio que es arte en su mejor versión, y que también es técnica y tecnología (y negocio inmobiliario en el peor de los casos). Que es también, siempre y por definición, una manera de articular los llenos y los vacíos. Arquitectura y cine son tangenciales, y en el reparto a éste le toca registrar de qué manera un cuerpo en movimiento se relaciona con ese espacio. Un plano fijo, frontal y extendido muestra un pasillo del departamento vacío (en realidad, los créditos de cierre van a mostrar que el departamento finalmente no era tal cosa): cuando después de un rato Ming aparezca por primera vez, al fondo del corredor, es como si el mundo se detuviera. Francamente, la presencia en pantalla de un portento de ese tipo es impresionante: pura forma cinematográfica en acto. El tigre comienza a deambular, haciendo lo único que puede hacer en esa situación: nada. La cámara lo sigue mientras pasea de un cuarto a otro o cuando bufa, mientras orina a la cámara o cuando se para apoyando las patas delanteras en la mesada de la cocina. Y se aburre. O al menos eso parece. Y nos aburrimos. O no. No al menos si nos dedicamos a la contemplación del animal y a compartir con él los minutos muertos. En ese momento, es como si Ming nos reclamara, con su silencio, que experimentemos las mismas sensaciones que él. Que carguemos, tanto como él, el pesado devenir del tiempo. Esos largos segmentos del tigre en cámara están intercalados con los de Al, viscoso e impasible bajo la luz de la lámpara de su cuarto, y por unos textos de Jean-Luc Nancy que dan cuenta de las relaciones entre los hombres y los animales. Incluso un par de planos-contraplanos instalan la presencia amenazada de una niña en las cercanías del tigre. Un toque de extrañeza, de distanciamiento, pero que no alcanza sin embargo a diluir esa sensación de agobio y de vacío.

No es que la película no tenga momentos divertidos, incluso hilarantes. Hay al menos dos: el primero de ellos es cuando saliendo del patrullero policial, maniatado y con las manos esposadas, frente a la pregunta de una reportera sobre por qué tenía como mascotas semejantes animales la respuesta de Yates es “love, baby, love”. La segunda es cuando afirma despreocupado que si el tigre hubiera sido capaz de superar la infinidad de trabas y barrotes de hierro que cubrían las puertas y ventanas del departamento era porque sencillamente “se merecía salir”. Pero a pesar de esto, a pesar de ser también, obviamente, una película sobre el amor hacia los animales, y, aunque parezca extraño y grandilocuente, una película sobre la libertad (la de Antoine para amar genuinamente a la mascota que le plazca, la de los animales en relación a su encierro, la del propio Warnell como afirmación de la libertad en tanto condición irrenunciable en un artista), a pesar de todo esto, la belleza de Ming of Harlem es de una tristeza y una melancolía infinitas. Por el tigre yendo y viniendo sin sentido ni rumbo entre cuatro paredes, por la voz de Antoine recordando los momentos en los que jugaba, feliz, con su felino, como si una forma del paraíso hubiera tenido lugar en Harlem y se hubiera perdido para siempre. O tal vez las cosas no son así. Tal vez confundo su aburrimiento con tristeza, su paso cansino (como si toda la historia de la evolución se posara, en ese preciso instante, sobre su lomo) con la desesperación de quien se sabe encerrado. Tal vez a mi tigre bressoniano le atribuyo sentimientos que no son tales, una mirada que no tiene, unos pensamientos que nunca pasaron por su cabeza. Tal vez, finalmente, quien está triste soy yo.

 

Publicado originalmente en Marienbad. Revista de cine, abril de 2015.

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