Mad Max: Furia en el camino

Por Federico Karstulovich

Mad Max: Fury Road
Australia, 2015 | 120′
Dirigida por George Miller
Con Tom Hardy, Charlize Theron, Nicholas Hoult, Hugh Keays-Byrne

A mi queridísima GSK (gracias por tus ideas)

Bailen, putos

1. Parque (Ju)rásico

Existe, según dicen nuestras abuelas (y nuestro sistema digestivo) un saber del estómago y los intestinos. Ese saber es menos gastronómico que rásico. Mientras el saber gastronómico combina una aptitud sensorial con una cerebral (al mejor estilo de la memoria proustiana de Anton Ego en el cierre de Ratatouille), es decir, una actualización memoriosa o un saber del gusto -que desencadena un relámpago de sabor al cerebro, quien se encarga de decodificar gustos mientras la boca y lengua fiestean-, el saber estomaco-intestinal es un saber sin ojos ni memoria. Es un saber del instante. Y un saber variable, casi incompatible de persona a persona. En definitiva, es un saber jodido, pero es una forma de pensamiento sensorial que articula su habla y comunicación de otros modos, con otros medios al de la expresión del lenguaje oral o escrito.

Los géneros cinematográficos (en mayor o menor medida) no supieron ser siempre formaciones conscientes, sino procesos históricos signados por el pragmatismo de la misma práctica (la de los hacedores como la de los espectadores). Y buena parte de esa práctica, antes de que las teorías del cine hicieran lo suyo y la crítica incidiera en consideraciones más o menos intelectuales, exclusivamente desde el lado del espectador, era una práctica rásica o incluso si quieren, atávica.

El saber rásico (para dejar de decir estómaco-intestinal) se relaciona con los géneros -en una prehistoria de su caracterización intelectual- en virtud de acontecimientos que nuestros antepasados cinéfilos (y no tanto) podían permitirse pero que la cinefilia más profesional jamás acepta: el saber sensorial como un modo de relacionarse con los tipos de películas.

Mi abuela decía “las de llorar, las de reírse, las de miedo, las de tensión, las emocionantes, etc.”: todas ellas son categorías insalvables para la cinefilia canónica, precisamente porque asumen una presunción de experiencia universal (tener miedo, por ejemplo) cuando siempre es particular. Pero también porque es un posicionamiento frente a una película que entiende que los géneros se definen por la reacción atávica de sus espectadores en vez de por cualidades razonablemente más estables.
Por último, son categorías insalvables porque abraza a la categoría del gusto desde su lado más insalvable: “la película es buena porque me afectó”.

Frente al terror consuetudinario de cierta crítica por asumir que el ejercicio del crítico no se trata sino de un ejercicio de retórica y argumentación girando en torno a las categorías del gusto (y cómo estas se expresan eufemísticamente con un manto de ideas), el mundo de la razón rásica abraza esa experiencia (la del gusto, pero la del gusto de las tripas, es decir, el gusto selectivo de la conmoción ciega de los órganos no racionales) y salta hacia el caos: para el saber rásico sólo hay experiencias aisladas, y cada película es un mundo no sintetizable más que en el momento experimentado.

Una crítica rásica, entonces, buscaría abrazar ese saber (que para muchos espectadores era vergonzante y resonaba a lugar común, porque pretendía universalizar una experiencia particular) que mi abuela terminó por asumir como vergonzante pero que en el fondo funciona como un detector de metales: escondido, entre los miles de elementos que pululan bajo la tierra (cinematográfica) siempre hay un momento rásico. Dar cuenta de él de la manera lo más fiel a través de un argumento será nuestro trabajo.

Y nuestro trabajo no será, entonces, cuando medie la sensibilidad a flor de piel, el de conmovernos físicamente por una percepción mental (un típico ejemplo de esto es cuando vemos una película con archivos sobre campos de concentración, lo que en muchos casos genera un fogonazo físico de rechazo a las imágenes porque podemos decodificar su significado), sino exactamente al revés: poder dar cuenta a partir de un ejercicio racional de una experiencia ciega, rásica, pero conmovedora hasta las tripas. Dar cuenta, aclaro, no es explicar ni fundamentar el ataque rásico a nuestro sistema digestivo, sino poder describir la experiencia, poéticamente, conectando esa experiencia con la película: tocar sus texturas y transmitir eso como un saber del cuerpo. Actuar para los lectores la experiencia de la conmoción. Y que esa conmoción sea una nueva forma de razón.

2. Yo tenía un brazo de juguete

Y así se llega a lo que se es. Porque George Miller se disfrazó durante años de un no autor, y era como si llegara a las fiestas de disfraces vestido de nada, y todos –como si la cosa fuera gravísima- diciéndole “¿pero cómo vas a hacer una cosa así? ¡Era una fiesta de disfraces, viejo!”. Y el pobre Miller, que había sido loco tres veces, brujo, padre y madre heroicos, que había sido orwelliano y animal de granja, pero también pingüino, optó por un NOT-run for cover, es decir, no ir a lo seguro, pero tampoco experimentar el eclecticismo. O acaso sí, porque en 30 años no se había pronunciado un solo plano-palabra sobre el mundo de Mad Max. Y Mel estaba viejo. Y la tercera parte de la saga no había envejecido del todo bien. Pero ahí había algo.

George Miller (como los hechiceros del mediometraje delirante de Jean Rouch) volvió para ser el mismo de siempre, pero con magia. O el mismo de hace 30 años. Cambio y continuidad. Pero avanzando hacia los lados, como si no bastara con una precuela o una secuela, sino una suerte de intercuela en un mundo paralelo. Y que el entendimiento se vaya bien a la mierda. Avanzó tanto hacia los lados, que la pantalla se hizo ancha y poderosa, para que toda la experiencia cinética entrara. Y así y todo, el espacio queda chico, como los renacentistas cuando representaban el cielo y el infierno. Por eso en MMFR (Mad Max Fury Road, naturalicemos esta sigla para diferenciarla de la saga original MM) se produce una tensión entre ese mundo ancho y ajeno que la película intenta atrapar -como si se tratara de salir a cazar mariposas- a puro paneo, tilt up/down, a pura panorámica (recordando por momentos a la también infernal y australiana Wake in Fright) y el centro renacentista, siempre el centro (busquen en Internet, que hay un video que explica la obsesión por los planos centrados en la película como un modo de dar estabilidad y comprensión visual a tanta información en medio del caos). En definitiva, esa tensión entre el control y el caos estalla en las tripas, porque es lo más parecido a una orgía controlada, algo que ya habíamos experimentado pero en menor medida con otros tanques recientes como FF7.

El ejercicio de locura desatada de MMFR, además de tener en su centro plástico esta tensión entre lo centrípeto y lo centrífugo, es una clase magistral sobre movimiento, que hubiera hecho las delicias en un obseso del movimiento como Abel Gance, como si desde Napoleón (1927) hasta Moulin Rouge (Baz Luhrman, 2000) pasando por la saga de Misión Imposible, el movimiento cinematográfico como una épica de lo imposible hubiera esperado hasta este reboot para volver a la vida. Ese ejercicio arremolinado y desesperante tiene varios centros en la película de Miller, uno de los cuales es la tormenta de arena, en donde el movimiento pide una pantalla de 360 grados, como si el cine tal cual y como lo conocemos todavía le quedara chico. La poética del exceso. Cachetazos.

Pero MMFR es también falta, es decir, restricción que compense al exceso. Y es que ahí en donde mucho se acumula (visualmente) Miller quita informativamente, como si lo que verdaderamente importara fuera la exposición de las acciones, como si el habla corporal hubiera suplido a los pocos componentes argumentales. Por eso MMFR juega a las oscilaciones: detrás de su estructura porno de escena de transición-escena orgiástica, detrás de sus convenciones argumentales mínimas, es también una película-total, un espectáculo de capas cinéfilas casi infinitas, en el que conviven La diligencia con el cine australiano de explotación, Buster Keaton y Los guerreros, el espíritu de grupo de Carpenter a los antihéroes de Huston, las formas de road movie, desde una innumerable serie de distopías hasta el cine feminista de los 70s, desde Tod Browning (especialmente el de Freaks) a Buñuel. De Coppola a Cimino y bordeando, Herzog.
Pero esa cualidad también la vuelve única, porque MMFR (compartiendo rasgos con Titanic) es una sumatoria de patrones míticos, arquetípicos, que aunque no se reconozcan mentalmente se reconocen sensorialmente. Y en su condición doble de cine espectacular y popular, a la vez que sofisticado y erudito, es también en donde radica buena parte de su encanto.

Pero para mí el mayor de los encantos (de las cinco veces que la vi, siempre surgió uno distinto) siempre fue el de la afectación rásica, porque en esa sensación indescriptible en donde se conecta el saber desconectado del cerebro es en donde la película gana más aire. Y no porque sea una película para descerebrados, sino porque en su propuesta radical (tal como lo querían algunos grupos musicales) lo importante (al menos en un principio) no era pensar sino mirar como si se bailara, escuchar como si se cantara, leer como si se escribiera, es decir, experimentar el acto de ser espectador con medios fuera de control, como querían las vanguardias.

3. Comunicar los espasmos

Miller, con su orgía descontrolada, puso en escena un mundo de sensaciones. Nuestro estómago e intestinos deberán hacer el resto para ingresar ahí. Pero todavía no logro hacerles entender esa experiencia. O quizás la crítica debería ser un acto de razonamiento de la experiencia rásica siempre. Y esta sea una mala crítica y ya.

Durante tres páginas intenté infructuosamente un acercamiento a una categoría imposible de categorizar y sistematizar, porque, tal como lo dije, supone una experiencia única e irrepetible. La experiencia espasmódica del saber rásico de MMFR recién comienza. Lamento haberlos dejado en las puertas de Valhala.

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