No respires

Por Federico Karstulovich

Don’t Breathe
EE.UU-Hungría, 2016, 88′ Dirigida por Federico Álvarez
Con Jane Levy, Dylan Minnette, Daniel Zovatto, Stephen Lang

Un mundo de sensaciones (*)

El mainstream no suele ser adepto a explorar las máximas posibilidades de un medio sensorial. No sólo no lo hace sino que hasta parece resistirse a ese ejercicio, en una suerte de pereza intelectual y sensible (hecho apenas alterado por maravillas repletas de texturas narrativas como Mad Max o la saga de Misión: Imposible o inclusive una película como Jack Reacher). Frente a semejante panorama, la mera recuperación de la imagen (de un cine de imágenes en vez de uno de palabras) no convoca exclusivamente al placer audiovisual sino a la revalorización de los sentidos (tacto, olor, gusto, vista, oído) haciéndolos medios sensibles y funcionalizándolos a la narración. Para eso se precisa de una estrategia despojada, casi bressoniana, donde lo argumental sea de una síntesis cercana a la de Reto a muerte (Duel, Steven Spilberg 1971), donde los protagonistas sean más una función mítica que personajes con tres dimensiones.

Federico “luckiest man on earth” Álvarez consigue con su segunda película que las ideas visuales de la primera no estén (como si lo estaban en su ópera prima hollywoodense, una apología contra las drogas) a la orden de una visión del mundo que las use como una mera herramienta comunicacional. No, en su segunda película esas herramientas se convierten en el centro y el discurso político que emerge como comentario es parte de la periferia. En el centro de No respires hay una película de terror, de horror realista para ser precisos. En la periferia hay un thriller con puntas de iceberg que permiten entrever una crítica al sistema judicial estadounidense. En la periferia se encuentra, precisamente, lo menos interesante de esta película que es ya de por sí una anomalía. Es lo menos interesante porque su demanda de corrección política nos pone en un lugar fácil (al menos hasta el final, donde eso cambia saludablemente). El centro es el verdadero infierno de lo que se nos cuenta. No por la perversidad del hecho narrado sino por los medios con los que se nos somete a un acto de contemplación (similar al que Eastwood se sometía a sí mismo en Poder absoluto (1996)), precisamente porque la elección formal es la de la presencia voyeurista sostenida por intensos travellings con steadycam que rodean y circulan por entre los personajes, como si disfrutara(mos) del martirio que presenciamos.

El trabajo formal que detenta la película de Álvarez, por lo tanto, no es solo un ejercicio funcional a una treta hábil de guión sino un posicionamiento ético frente al dilema (también ético) al que nos somete la película. Mirar es una forma de moral, escuchar también. Por eso, bien ingresados en ese infierno, puntualmente en el sótano (moralizando así la arquitectura del espacio con precisión) la demanda no se sostiene exclusivamente en la mirada en la escucha, sino también en el tacto. En toda la secuencia que incluye una persecución a oscuras y con la cámara optando por la visión nocturna es en donde la película hace su declaración de principios: las limitaciones sensoriales a las que somete a los personajes tienen su contrapeso en el exceso sensible que se le provee al espectador: por cada personaje que no sepa nosotros sabremos el doble. Por cada personaje que no vea nosotros veremos el triple, por cada personaje que no escuche nosotros escucharemos cuatro veces más. Por cada personaje que no reconozca con el tacto nosotros podremos dar lujo de detalles de cada superficie. De esta forma, No respires convierte al saber sensorial en un problema de moral primero, pero en un problema ético después. Por eso la película no precisa mucho más que unos 20 minutos plenos de diálogos contabilizados a lo largo de todo el metraje. Porque su centro insólito está en la reformulación de la máxima godardiana: ver/escuchar/tocar es una cuestión de moral. La gran diferencia es que esa moral es la del espectador, que siempre se queda para ver sufrir a otro, claro.

(*) Publicada en El Amante Cine, Octubre de 2016

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