Manchester junto al mar

Por Guido Segal

Manchester junto al mar (Manchester by the Sea)
Dirección: Kenneth Lonergan.
Estados Unidos, 2016, 137′.
Con Casey Affleck, Michelle Williams, Kyle Chandler y Lucas Hedges.

Ordalías y recompensas

Por Guido Segal

Hay un modelo de cine que todos reconocemos y que, en mayor o menor medida, apreciamos. Es muy fácil de reconocer porque hace más de un siglo que funciona como el modelo dominante, aquel que más exitosamente apela, emocional y económicamente, a públicos de todo el planeta. Es, a groso modo, el cine que se hace cargo de que el espectador espera mucho más que ser entretenido; el cine que sabe que el público se acerca al cine esperando ser interpelado emocionalmente. Los puristas bien pueden poner el grito en el cielo, acusando a ese cine de manipulación y de faltar a la verdad, pero el público no es ingenuo: no es la manipulación lo que le preocupa, sino el nivel de éxito con el que esa manipulación es puesta en marcha.

Esta concepción del cine se sustenta en principios invisibles pero cruciales, en pilares inevitables. Es un cine que se apoya en la idea de un relato inteligible y transparente, donde la innovación no está en la estructura sino en el contenido que le da vida. La apuesta es que haya un componente reconocible (la estructura) en coexistencia con un componente novedoso (el contenido), de modo que el público pueda encontrar comodidad y familiaridad en la experiencia, pero a la vez sorpresa y originalidad. Esa es la clave del éxito. Si uno ha visto suficientes películas de Hollywood, sin importar si son indies o megaproducciones, sabe que antes del minuto diez se nos presentará un mundo y sus circunstancias habituales, que al minuto diez ese mundo cambiará para siempre por un hecho traumático, que al minuto treinta el protagonista se sumergirá en una aventura de la cual ya no podrá salir, que al minuto sesenta tomará una decisión irrevocable que lo hace salir del estado de pasividad para asumir un rol activo y que al minuto setenta y cinco el héroe caerá en su punto más bajo, instante que desencadena el tercer acto, donde el protagonista se lanzará hacia su último esfuerzo por poner un cierre al intríngulis en el que se ha metido.

Manchester by the Sea responde a este paradigma, aunque se toma una licencia clave y que en gran medida afecta a su éxito como vehículo emocional: su protagonista carece de arco dramático. Porque sí, este modelo de cine también pide eso: que los personajes se vean modificados por los hechos que les ocurren durante la película, que aprendan alguna lección, que se vean transformados. En general el proceso suele ir de mal a bien: el egoísta aprende a compartir, el mal padre aprende a relacionarse con sus hijos. Manchester by the Sea apuesta por el no arco, y eso está en estrecha relación con otro elemento crucial de este cine: la temática, ese hilo invisible que corre por debajo de los hechos y les da un sentido más amplio (en Sin nada que perder, la verdadera gran película de los Oscars, la temática es “los bancos ganaron y perdimos todos” o “el mundo que conocíamos ya no existe”). La temática en Manchester by the Sea vendría a ser “hay experiencias traumáticas de las que no se vuelve”. Se entiende que la apuesta busca cierto realismo que escape de lo formulaico. El problema radica que esa apuesta anula la búsqueda emocional de la película. Porque dentro de este sistema narrativo, uno espera que las recompensas sean proporcionales a la ordalía sufrida. En síntesis: que el realismo no importa un pepino. Si sufrimos junto al protagonista y no es una basura humana, queremos que encuentre algo de alivio. Y si va a perder, que sea en nombre de algo inmenso contra lo que no podía ganar, sea una multinacional o el sistema de justicia.

Parece haber cierto consenso crítico sobre la profundidad y potencia emocional de la película. Sinceramente, no podría estar menos de acuerdo. Veo en la película una lista de intenciones, pero no veo una ejecución acertada. Como en todo guión que busca estar integrado, cada escena hace avanzar la acción y construye personajes. Pero hay cierta torpeza en el planteo de cada escena, como si Lonergan se estuviera esforzando demasiado en lograr el golpe de efecto buscado. El ejemplo más claro es la revelación del pasado traumático del personaje de Casey Affleck, que se expone en paralelo con el instante en que se entera del mandato familiar de cuidar a su sobrino. Los flashbacks del incendio son de una vulgaridad brutal, y la acumulación de impactos emocionales sobrecarga el relato, bloqueando la potencia de cada uno de los hechos involucrados. Por otra parte, ese instante rompe el tono, pidiéndonos que conectemos con una fibra emocional que no había estado sembrada previamente y que, por lo tanto, desconcierta y pone en evidencia los hilos invisibles que venían construyendo el relato.

Donde la película sí acierta es en la construcción de mundo. En la suma de detalles que hacen a esa Massachusetts de tradiciones irlandesas donde las nieves parecen eternas y todo se ahoga en alcohol, hay intimidad y hay potencia. Lonergan sabe hacer de la pequeña aldea un universo, y se apoya en la claustrofobia de los encuentros inevitables para moldear su mundo emocional. Es en la ejecución de las escenas que hacen a la trama donde hace agua. Incluso en escenas económicas en su resolución (como la fugaz introducción del personaje de Matthew Broderick como un evangelista que intenta curar a la madre alcohólica) hay un peso del mensaje que opaca cualquier sutileza. Porque Manchester by the Sea no es una película sutil, es una película de mensaje. Y, como se solía decir en el viejo Hollywood, si tenés que mandar un mensaje, andá al correo.

Un lindo detalle que vale la pena resaltar y que también hace a la construcción de mundo es que en la película no hay negros. Antes de que el lector se ofenda o acuse al redactor de racista, aclaro: Massachusetts es una de las regiones de Estados Unidos con menor población “Afro-Americana” (término que detesto y que considero más discriminatorio que “negro”; si nacieron en Estados Unidos y lo mismo sus padres, ¿por qué se los llama africanos?) y se aprecia que los realizadores de la película no hayan caído en la tentación de llenar esos cupos en nombre de la corrección política. Es una película de blancos que tienen problemas de blancos en un mundo poco diverso. Y los problemas de los blancos no son menores en ese país hoy en día, porque ellos determinaron el resultado de la última elección presidencial. Películas sobre blancos pobres, como Sin nada que perder, tienen el potencial de explorar el modo de vida de un porcentaje alto de la población en un instante crucial de la historia del país. Esto, de todos modos, cae en la categoría de temática y no de relato.

Manchester by the Sea no es una mala película, no es una película fallida, es simplemente una película gélida, como su protagonista. ¿Era esa la intención? No hay redención, no hay salvación, solo hay un pasado que se revive y se perpetúa. En términos de tragedia o de pretendido realismo, uno puede celebrar la película. Pero en esa determinación de frustrar a su protagonista hasta el hartazgo, de un modo masoquista y casi a la manera de Haneke, hay una negación de los principios mismos que definen a este modelo de cine. La sensación al terminar de verla es profundamente insatisfactoria, y eso no responde a una mirada subjetiva o a la crueldad del relato. Si se juega dentro de las reglas de un sistema, hay que saber que el público tiene sus expectativas. Y si uno va a frustrarlas, que sea en nombre de un bien superior. Lo lamento, pero el relato clásico heredado del modelo narrativo decimonónico tiene convenciones. Puede que romperlas en nombre de la total desazón funcione bien con los miembros de la Academia, que aprovechan cualquier sadismo para regalar estatuillas; pero eso no significa que la película sea por ello mejor.

No hay nada que achacar. Había una concepción potente, hay una ejecución desabrida y un desenlace anticlimático. Hay una película que tiene sus virtudes pero que no escapa a la medianía (como sí lo hacen sus competidoras al Oscar por mejor guión original, The Lobster o 20th Century Women) y hay una exploración de una geografía que no pasa de eso, un chapuzón en el mundo de bares y puertos donde todos están tristes. Quizás haya algo más, pero le corresponde a los demás, a los integrantes de ese consenso crítico, describir las virtudes que a mí se me escapan.

 

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