Pasolini

Por Sebastián Rosal

Francia-Italia-Bélgica, 2014, 84′
Dirigida por Abel Ferrara
Con Williem Dafoe, Maria De Medeiros, Ninetto Davoli, Ricardo Scamarcio

La muerte duplicada

De un pete a otro. Ese es el arco que traza Pasolini, de Ferrara, su inicio y su cierre dramático. Pero no habrá un festín, ni el mareo del sexo como impulso vital y como goce del cuerpo sin culpa. Tampoco la celebración de la alegría o la risa. Estamos a años luz del Decameron bocacciano, porque al Pasolini elegido por Ferrara la muerte le anda pisando los talones: es el tiempo de Saló, de la Italia auténtica (si es que algo así alguna vez existió) definitivamente perdida en el vértigo de esa modernidad que todo lo unifica. Son los últimos días de la víctima, de esa cuña en la buena conciencia burguesa, del marxista cristiano, el homosexual manifiesto, el cordero incómodo que cargaba con su propio trágico fin anunciado desde siempre.

La película se mueve en dos registros, alternando entre la reconstrucción de esos días finales (una especie de biopic terminal) a la construcción de historias ficcionales que pretenden simular el universo pasoliniano. Y digámoslo desde ahora, para sacarnos rápido el lastre y poder seguir adelante con esto: Ferrara falla el tiro en ambos frentes. Porque cuando se entromete con el Pasolini hombre-artista los lugares comunes y los cuestionables se acumulan uno tras otro, ya sea en decisiones de puesta en escena como en la naturaleza y la perspectiva de los sucesos narrados. Sino, ¿cómo entender, por ejemplo, que la actividad y el pensamiento político del italiano se reduzcan a una cómoda entrevista en la que no falta el periodista estereotipado, con el lápiz y la agenda en mano, con el pelo engominado y el habla engolado incluidos? ¿O que dos italianos, en un ambiente típicamente romano (incluido el mantel a cuadros blancos y rojos), conversen entre sí en pésimo inglés y cuando se agrega un tercero lo hagan en su idioma natal, en una fatigosa e incomprensible torre de Babel que se repite varias veces? Esto que se presenta como un problema tranquilamente podría no serlo, si no fuera porque el verosímil que la propia película instala desde el primer momento pretende apegarse a los hechos tal como ocurrieron en su momento (empezando por la caracterización del propio Dafoe, emulando la apariencia física del italiano). Y en tal sentido, nada más difícil de entender que ese final en el que la muerte del artista, quien a esas alturas ya hacía rato  era el blanco predilecto de los sicarios políticos de su época, queda reducido a un simple asesinato sexual (esa sospechosa hipótesis a la que la policía y el poder establecido adhirieron inmediatamente): una fellatio mecánica y agria, el baldío apartado y suburbano, la pandilla homofóbica con ganas de sangre (solo falta el águila de la Lazio posada en algún codo), unos golpes certeros y los lentes rotos que salen despedidos sobre el fango para acallar definitivamente al bocón molesto.

Y cuando se mete en esas ficciones que quieren evocar la estética pasoliniana las cosas están lejos de mejorar, más bien lo contrario. Es el terreno de la Metáfora (así, con mayúscula), esa plaga tan afín a cierto New Age Argentinian Cinema de los 80s. Esos accidentes aéreos con sus calaveras sonrientes, esas orgías coreografiadas en exceso, las escaleras que ascienden hasta la luna podrían ser divertidas, u osadas, si no fueran así de grandilocuentes, de pomposas y obvias. Y ni el Ninetto verdadero que de avejentado ya no parece Ninetto, ni el personaje que no hace de Ninetto, aunque intencionadamente se parezca a él, logran salvar las cosas, aunque hay que reconocer que el clasicismo austero que Dafoe imprime a su Pasolini está realmente bien.

Quizás los dos momentos más felices de una película que, en general, tiene un marcado tono lúgubre, sean aquellos en los que el director  va manejando su auto por las calles romanas, dando vueltas y vueltas a la búsqueda de algún joven: ventanilla baja, brazo izquierdo apoyado en la puerta, música soul sonando a todo volumen. Sintomáticamente esos momentos son, al mismo tiempo, los signos del extravío del film, cuando PPP, lejos del humanista comprometido que supo ser, luce como uno más de losgangsters que pueblan el cine de Ferrara. Nunca como entonces Pasolini pareciera estar más lejos de Pasolini.

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