Periodismo y cine político liberal: un retorno

Por Sebastián Rosal

La verdad incómoda

The Post termina en el preciso momento en el que comienza Todos los hombres del presidente. Esa filiación a contramano de la cronología (la primera fue filmada 31 años después que la película de Pakula) tiene sus continuidades y sus diferencias, y resulta imposible no suponer que la consideración de las mismas no estuvieran en el norte del propio Spielberg. El hecho puntual, histórico, que engarza ambas películas es el sabotaje al edificio Watergate en Washington, por entonces sede del Comité Nacional del Partido Demócrata, en junio de 1972. El contexto es el de la presidencia del republicano Richard Nixon, el hombre que restableció los lazos diplomáticos con China y quien finalizó la Guerra en Vietnam. También, el hombre que urdió una vasta y compleja trama de actividades ilegales contra sus oponentes (escuchas telefónicas, espionaje, acoso, difusión de noticias falsas) que culminarían con su renuncia al puesto, la primera y única en más de dos siglos de vida política norteamericana.

Todos Los Hombres Del Presidente 1976 4

Todos los hombres del presidente es la historia del alumbramiento público de esa trama, o mejor dicho, del descubrimiento de la punta de ese iceberg. Robert Redford y Dustin Hoffman le ponen el cuerpo a Bob Woodward y Carl Bernstein respectivamente, los dos jóvenes y entonces ignotos periodistas del Washington Post que cubrieron el hecho y convirtieron lo que, en principio, parecía una mera crónica policial menor, en el más sonado caso de investigación periodística del siglo, al que no le faltó siquiera el pornográfico apodo de Garganta Profunda para uno de sus personajes clave. Basada en el libro homónimo que ambos escribieran en 1974, la película nace un par de años después, con el cadáver político de Nixon aún tibio y las secuelas de la verdad revelada todavía hurgando en la herida social. Es que por detrás de su ostensible entramado detectivesco (una sucesión de eventos desafortunados dispuestos con una lógica irreprochable que arma, con prisa y sin pausa, un collar de cuentas espurias); por detrás de la sequedad narrativa y la aspereza de formas a las que Hollywood abrazó con fervor en los setenta; por detrás también del equipo de trabajo del Post, que hace lo suyo con la misma convicción que un grupo de tareas hawksiano, focalizándose en el objetivo común y dejando de lado las diferencias personales; más allá del laberinto de nombres, transacciones en las sombras casi imposibles de seguir, silencios y complicidades; por encima de todo eso, finalmente, la película de Pakula parece funcionar como el exorcismo de una sociedad que descubre, atónita, los bajos fondos de una vida institucional a la que se creía inmaculada y era hasta entonces el orgullo y la razón de ser de su existencia. O en todo caso Watergate puso de frente a la consideración pública, sin tapujos ni veladuras, lo que muchos sospechaban pero no podían, o no se animaban a ver: el punto final de un largo descenso a los infiernos que comenzó con el asesinato de Kennedy, siguió con las tensiones raciales y sociales que atravesaron todos los 60 y continuó con la salida de Vietnam. El fin de la edad de la inocencia. Vista así, es posible que la película, estrenada en la primavera norteamericana, haya funcionado como una eficaz y soterrada propaganda para la campaña presidencial de Jimmy Carter, el hombre de Plains cuya imagen se ajustaba a la perfección con la solución que los tiempos reclamaban. En ese sentido, hay dos escenas similares que funcionan como el centro ideológico y moral de la película. En ellas, el cuadro reúne en una de sus mitades, por un lado, una televisión que transmite primero la aceptación de Nixon de su candidatura y luego el juramento en su reasunción; por el otro, en la mitad restante se ve a Redford trabajando solitario en la redacción, tecleando en su máquina de escribir los artículos que iniciarían un movimiento indetenible que culminaría con la administración del republicano. Aunque pintada con trazos gruesos, el contraste entre las imágenes de la más grande maquinaria política del mundo desplegada a todo vapor y el trabajo solitario de un americano promedio, un ciudadano común al fin y al cabo, es evidente. Más que en la pompa y las circunstancias, para Pakula el poder de un gobierno, incluso el más poderoso, se asienta sobre pies de barro si cree que puede permitirse el lujo de negar la verdad y sus hechos. 

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Es posible que por aquel entonces el mundo le proveyera al cine herramientas que habilitaran esa candidez en la mirada, candidez que en The Post se refuerza y se multiplica, aunque el foco esté puesto en otro lado. Aquí también el frenesí de la redacción, la urgencia de la primicia y los dilemas alrededor de la verdad y su complejo entramado con el poder, su presencia o su falta, están en juego. Ambas películas comparten, además, al personaje de Ben Bradlee, director ejecutivo del diario. Bradlee fue una figura señera del periodismo de aquel país, responsable directo de la publicación tanto de los artículos referidos a Watergate como, en 1971, de los llamados “Papeles del Pentágono”, una serie de documentos confidenciales que revelaron que, desde el de Eisenhower en los 50, todos los gobiernos norteamericanos supieron de antemano que la de Vietnam era una causa perdida, solo sostenida para evitar la imagen de un fracaso frente a la opinión pública mundial. A partir de esos documentos y su deriva se activa el nervio dramático de la película de Spielberg. A partir de ellos, se monta también una historia de infiltrados, reuniones furtivas y presiones, nuevamente por parte de la administración Nixon, aunque en este caso un año antes que el episodio de Watergate. En The Post, el centro de la escena no es tanto la puja entre el poder y la verdad sino entre esta y la propia prensa. Spielberg va más lejos, o en todo caso toca un punto más sensible, nodal, porque muestra cómo el maridaje esperable entre prensa y verdad puede ponerse en tensión a partir de dos fuerzas: las financieras y las que surgen de las siempre complicadas relaciones personales entre los periodistas y el poder político (cualquier analogía con lo que ocurre entre los críticos y los directores de cine es aplicable). Junto a Bradlee, la figura de Katharine Graham, la dueña y editora del Post, conforma el corazón de la película. Graham está sometida a una presión conjunta. Por un lado, la de los capitalistas dispuestos a invertir en el diario en su, por entonces, reciente ingreso en la Bolsa, siempre y cuando esos documentos no fueran publicados, lo que podía derivar en una censura a pedido del gobierno por revelar secretos que comprometían la seguridad del país. Por el otro, la amistad de años de Graham con lo más selecto de la política norteamericana, incluido Robert McNamara, el todopoderoso ex Secretario de Defensa que impulsara la redacción de ese informe confidencial que nunca debió haber conocido la luz. El desenlace de la historia es conocido, los buenos triunfan y la película lo replica con fidelidad: el Post y el New York Times finalmente publicaron el informe pese a la presión del gobierno, con el apoyo de la Corte Suprema de Justicia avalando la libertad irrestricta de prensa. Lo interesante es cómo se muestra ese momento: ante una redacción completa y en vilo a la espera del fallo, una de las periodistas toma una llamada telefónica y retransmite en voz alta los fundamentos de uno de los jueces, ponderando la libertad de prensa como uno de los pilares de la democracia, su utilidad en tanto sea puesta en favor de los gobernados y no de los gobernantes. La música enfatiza el momento, los rostros expectantes incrementan la tensión: es Hollywood en su plenitud. Pero en 2017 ese momento irremediablemente sabe distinto que en 1976. Lo que en aquel entonces surgía con la urgencia de la necesidad y pretendía convertirse en un gesto liberador, es aquí cuento moral y catálogo sobre los modos platónicos de la prensa, la justicia y el gobierno, tres instituciones fundantes de una nación. En definitiva, la apelación a un pasado ideal que tal vez nunca existió, la Historia y el mito como un refugio contra todos los males del mundo. Esa mirada inocente, sin manchas, es propia de la niñez, la tierra prometida a la que Spielberg vuelve una y otra vez. The Post es también una fábula infantil.

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No pueden caber dudas que ese apego estricto a los hechos históricos y el lustre dado a las figuras de Graham y Bradlee, de Woodward y Bernstein, deben haber satisfecho con creces las expectativas del Washington Post. Es posible que no haya ocurrido lo mismo con El caso de Richard Jewell, la más reciente película de Clint Eastwood, basada en el caso del guardia de seguridad al que su accionar durante un atentado en los Juegos Olímpicos de Atlanta le significó convertirse de héroe en villano en un parpadear de ojos, en lo que fue el comienzo de un largo calvario personal y familiar. Esa fluctuación en la consideración pública se debió a la publicación en el Atlanta Journal Constitution de las sospechas del FBI sobre Jewell, a quien intentaría convertir, sin éxito finalmente, en su chivo expiatorio. En el film de Eastwood las instituciones de gobierno son el mal, al que se le suma el periodismo de los grandes medios, una entidad multiforme para la que la búsqueda de la primicia es el único objetivo importante, sin importar el precio. Puede suponerse el malestar del Post porque al momento del estreno de la película publicó en sus páginas una carta de Kevin Riley, el editor en jefe del Journal, que reclamaba la obligación (sic) de la película, de cualquier película, de ceñirse espartanamente a los hechos históricos para salvaguardar el buen nombre y honor de las personas involucradas. El punto conflictivo es la figura de Kathy Scruggs, la periodista que dio la primicia y de quien se muestra de manera indirecta que obtuvo la información por parte de su fuente, un agente del FBI, a cambio de favores sexuales. Ese dato, agregado por Eastwood, no figura en The Suspect, el libro sobre el cual se basa el film. Scruggs falleció en 2001, y el bueno de Riley se sintió en la obligación de asumir su defensa, una defensa ciega que no puede distinguir algo tan básico como la diferencia entre la realidad y la ficción, entre el periodismo y el arte. El editorial es expresión de un fenómeno cada vez más y más frecuente y demuestra que el camino al infierno de la censura está plagado de buenas intenciones progresistas. Ese peligro se cierne hoy sobre el cine, sobre el mundo, y apunta sus cañones hacia las obras artísticas tanto como al resto de los ámbitos, a caballo de su supuesta autoridad moral. Más aún, más triste aún, el peligro que sobrevuela es el de la autocensura, mal que para ser eludido requiere de un par de virtudes que no parecen ser atributos de la mayoría: convicción en las propias ideas, sean las que fueren, y energías considerables para sacudir el polvo de ese nuevo consenso tranquilizador. Lo que reluce con más fuerza que nunca a partir del editorial de Reily es que lo que está en juego en este momento histórico es, ni más ni menos, que los modos del arte y su forma de abordar el mundo tal y como los conocimos: básicamente, libres. Si la película de Pakula se plantó en aquel presente para ahuyentar el dolor de ya no ser, y si la de Spielberg se nutre de un pasado mítico que oficia de evasión algo edulcorada, las peripecias de Richard Jewell y su recepción son testimonio de un peligro que acecha de manera cada vez menos solapada. Nuevamente el calendario se invierte: lúcido, intransigente, ingobernable, el cine del viejo Eastwood desdeña los corsets de la corrección política y enfrenta al futuro, como un arma cargada contra sus distopías amenazantes. 

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