Pinamar

Por Federico Karstulovich

Pinamar
Argentina, 2016, 84′
Dirigida por Federico Godfrid.
Con Juan Grandinetti, Agustín Pardella, Violeta Palukas.

Contra una cierta tendencia (en el cine argentino)

Por Tomás Carretto

Pinamar es el escenario y el título de la segunda (y muy buena) película de Federico Godfrid, película que además va a contra-corriente de ciertas tendencias del cine argentino sobre las cuales nos detendremos .

Lo inesperado. Atravesada por el dolor de la pérdida, pero también por el amor y el deseo, la película explora la relación de los veinteañeros Pablo y Miguel, dos hermanos abocados a cumplir la misión de esparcir las cenizas de su madre (que acaba de morir) y desprenderse del departamento en el que pasaron gran parte de los veranos de su infancia y adolescencia. Pero por fuera de esa meta planificada sobreviene aquello inesperado. Lo no previsto, lo que excede al cálculo, el amor como irrupción. De hecho, sin ir más lejos, el amor romántico por lo general es una temática difícil de encontrar en el cine argentino. Muchas veces aparece de forma lateral, casi por accidente. Los directores argentinos le tienen pánico al asunto y son pocos los (valientes) que deciden convertirlo en el núcleo de su cine.

Diferencias.En ese sentido lo de los realizadores del Grupo Kane es una rareza. Casi todos los largo y cortometrajes de la factoría de este grupo de realizadores surgidos de la carrera de Imagen y Sonido de la UBA -una de las tres grandes “escuelas de cine” en importancia junto a la Universidad del Cine y la ENERC y la más numerosa por cantidad de estudiantes- arrancan con la premisa “chico conoce chica”. Desde ejemplos como La Tigra, Chaco”(Godfrid-Sasiaín, 2009), pasando por el corto Ahora es Nunca (Acosta Larroca-Aponte, 2014) hasta Idilio (Aponte, 2015) -incluyendo una leve variación en éste último caso: aquí es la chica la que da cuenta de su idilio con un muchacho que acaba de conocer-, llegamos a Pinamar. Todas ellas son películas pequeñas, conscientes de su lugar y ausentes de especulación: hablamos de un cine como reivindicación y afirmación de los gustos y las emociones personales, siendo que este tipo de cine no es la materia preferida de los buscadores de productos for export, de los jurados de festivales, los talents campus , los work in progress de esos mismos festivales y fondos de artes, que son las fuentes de promoción y financiamento, y que tienen una visión diametralmente opuesta de lo que puede ser el cine argentino. Un cine llamado a ser su doble falso, misantrópico, que hable de lo social y lo económico en primer término, pero desaprensivo en su mirada. Un cine mas cínico en la comedia, aséptico en el drama, de “arte” dentro del “arte”, que además intente diseccionar las relaciones y sus conflictos desde una sociología de café, y que tiene como ejemplo perfecto a esa dupla infame conformada por Cohn y Duprat.

Sentido & sensibilidad. Lejos de ser una ausencia banal es una omisión gravísima. Imaginense el cine francés sin Truffaut, ni Rohmer, ni Demy, ni Renoir, ni Ophuls, ni Rivette, ni Pialat, ni Eustache, ni Vigo, ni Jacques Becker, ni Mallé, ni Hansen Love –digna sucesora de toda esa escuela sentimental-…(y me pongo a recitar directores como Jeanne Moreau recitaba viñedos en Jules et Jim). O el cine americano sin Minnelli, ni Wyler, ni Cukor, ni Von Sternberg, ni Preston Sturges, ni Douglas Sirk, ni Nicholas Ray, ni Rob Reiner. No hay cinematografía que se pueda sostener sin ese sentimiento que es ese gran motor (virtuoso) que tiene el mundo (y el cine). Claro que no siempre fue así. Pero si el cine argentino en los años 30 exportaba los melodramas de Libertad Lamarque hoy exporta El ciudadano ilustre (2016), uno de los varios buques insignia de esta tendencia desaprensiva.

Hay otras (grandes) excepciones: pienso en Taretto, en Palavecino, en Piñeiro, en Berger, en películas como El amor (primera parte) (2004) –un hito que no tuvo segundo capítulo-, Ana y los otros (2003) y en otras que desvían hacia el tema como Los Suicidas (2006) de Juan Villegas, película paradojal porque está en tensión entre la cabeza y el corazón, donde el amor se presentaba como una fatalidad, donde las citas a Besos Robados (1968) quebraban la corteza rejtmaniana: el gesto tierno de Leonora Balcarce palmerandole la espalda a Daniel Hendler. En general, para el cine argentino contemporáneo es más fácil hablar del fin del amor (El incendio (Schnitman, 2015) o Aire Libre (Berneri, 2013)) que de la etapa de enamoramiento o el amor romántico en sí mismo.

Muchas (otras) películas que hablan del amor caen en la necesidad de utilizar ciertas mediaciones porque “es un quemo hacer una película clásica”, como si fuera tan fácil dominar ese lenguaje. Donde ya casi no hay personajes clásicos bien manufacturados, como el Lucas Abadi de Cómo ganar Enemigos (Lichtmann, 2015) , criaturas carentes de cinismo, con esa imprescindible honestidad en su construcción que deje lugar a un mundo por descubrir.

El gran problema de todo esto es que la demanda es cubierta por un cine netamente publicitario y televisivo. Amparado en una factura técnica que dejó de ser un problema pero que apunta todos sus cañones a una medianía estética con un lenguaje chato, chabacano, imitativo e impersonal, cargado de desidia, sentencioso y bajalínea, ese viejo cine que intenta lucir como nuevo y que como dijera Federico Karstulovich (aquí en esta nota) “es el cine que más presupuesto público concentra, que más espectadores lleva, que más salas inunda, y que es cualquier cosa excepto local”.

El azul es un color cálido. Hablando estrictamente de la película el estilo de Godfrid podría definirse como el cine del pequeño gesto. Películas chicas (donde menos es mas: Godard siempre decía que a Edgar Ulmer en Detour (1945) solo le alcanzaron un hombre, una mujer y un auto para hacer su mejor película) y que como dijimos basa su fortaleza en su mirada honesta sobre el oficio, el trabajo a conciencia sobre sus (propios) recursos, el respeto por sus personajes y el trabajo con los actores donde la piedra de toque pasa por ir desmadejando ese cine de miradas, silencios, y diálogos que no están prefabricados (es decir que no son ajenos a los personajes, a su mundo y a sus emociones). Un subtexto que no se anuncia de modo grotesco como en Cohn y Duprat pero que está latente y que la película capta con pudor. Una trama que no peca de originalidad (hay resabios aquí al cine de Ezequiel Acuña) y citas cinéfilas quizás demasiado reconocibles (La vida de Adele (2014) homenajeada en la caracterización de la Laura de Violeta Palukas, los “barridos” de Jules et Jim (1962), el beso de hermanos de El padrino II (1974)) pero asimiladas a la película sin peligro alguno de transmutación de estilo (como si ocurre con el cine de Raúl Perrone, por ejemplo).

El contraste entre hermanos, de Pablo (Juan Grandinetti) y de Miguel (Agustín Pardella) está manejado con sutileza. Pablo es el personaje truffautiano, el tímido que explora con la mirada (es fotógrafo), el Jim de Henri Serre, el del deseo y los sueños silenciosos. Su hermano Miguel es su contracara rohmeriana, el de los diálogos y la música, el que habla incesantemente para evitar mostrar lo que le pasa. Ese amor de a tres está construido con delicadeza a través de silencios y miradas, con primeros planos y suaves paneos que siempre tratan de sumar algún elemento (la escena en la cama cucheta lograda con gracia). No hay elementos gratuitos. Pensemos –en cambio- como están manejados esos mismos contrastes en El hombre de al lado (2009) o en la ya mencionada El ciudadano ilustre. Pensemos en sus personajes grotescos, en sus metáforas gruesas y en su distancia cínica. De la exploración (en la película de Godfrid) pasamos en cambio a la explotación (en el cine argentino for export así como en el mainstream local adocenado). Donde mas importante que la película como lenguaje que expresa el mundo en sí es lo que la película tiene-para-decir-sobre-el-mundo. Mensajería, sentencias y lugares comunes. Donde todo da lo mismo: un cine que se indiferencia con la pintura, la tv, la política o la literatura. Donde todo es un bien permutable.

A veces para definir (y valorar algo), para que se escuche, se hace necesario contrastarlo con su opuesto.

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