#Polémica – El Bar (en contra)

Por Federico Karstulovich

El Bar
España-Argentina, 2017, 102′
Dirigida por Alex de la Iglesia.
Con Mario Casas, Blanca Suárez, Carmen Machi, Terele Pávez, Secun de la Rosa, Jaime Ordoñez y Alejandro Awada.

La paradoja de Zenón

Por Federico Karstulovich

Cuenta (o imprime, para ser más precisos) la leyenda que tipos como Val Lewton (uno de los padres fundamentales del cine clase B) se encontraron con sendos hallazgos en el lenguaje formal cuando tomaron conciencia de las enormes limitaciones económicas. Limitaciones lumínicas, espaciales, recursos de efectos especiales, de movimientos de cámara, incluso de lentes terminaron por obligar a muchos de los directores de ese submundo a optar por una estética acorde. Y es en ese sentido, un poco azarosamente, un poco fabulándose desde la leyenda contada con el diario del lunes, que el cine clase B tal cual y como lo conocemos precisa, entre otras cosas, de ambigüedad, de imprecisión en sus dictámenes sobre el mundo, pero fundamentalmente precisa de cuestionamientos antes que de respuestas.

El cine de Jacques Torneur (pero podríamos agregar a los Edgar Ulmer, los Andre De Toth, y la lista sigue…) desde esta perspectiva, resulta un ejemplo de la contundencia política de ese encuentro entre las ganas y las limitaciones. Porque la clase B nació de esa incompletud maravillosa: poder poner los pies en la tierra sin una sola certidumbre. Y aún así arrastrarnos a un mundo de posibilidades y potencias. Es justamente por ese motivo que la clase B supo llevarse siempre tan bien con géneros marginales (dentro de lo canónico) como el terror, el fantástico y la ciencia ficción. Es precisamente porque estos últimos géneros viven en la necesidad de desarmar cosmogonías racionales que la clase B hace un perfecto maridaje con ellos.

Más profusamente -y luego del proceso de cambio en el sistema de estudios clásico, que ya a finales de la década del cincuenta del siglo XX mostraba signos de agotamiento con muchos de los géneros centrales- el cine contracultural de los 60’s y sus aproximaciones marginales (que propugnaban relecturas de los códigos clásicos o directamente los renovaban con prácticas que desplegaban una iconografía novedosa para las maneras del terror-fantástico-ciencia ficción de entonces) terminaron de fundar una idea en torno a las concepciones del cine clase B como fundación de un nuevo mundo de posibilidades. De hecho, sin la clase B no existirían directores neoclásicos como John Carpenter, uno de los pocos que ha sabido releer a la tradición de la clase A con las formas y cuestionamientos de la clase B.

En esta misma dirección, pero salvando las distancias, podemos ubicar, en el panorama ibérico, a un sujeto como Álex de la Iglesia (ADLI, de aqui en más). Sin hacer una genealogía de los terrores en el cine español (y dejando de lado las excepciones de Narciso Ibañez Serrador, las salvajadas de Jesus Franco y algunos pocos más como Juan Piquer Simón (Mil gritos tiene la noche) o Eugenio Martín (Pánico en el Transiberiano)) el contexto de llegada de ADLI no pudo haber sido mejor y peor a la vez. Peor porque no se trató de un director del destape post-franquista de la primer movida española, sino que es un director que debuta en el cine casi dos décadas después. Es decir, llega para construir un espacio pero sin la visibilidad inicial suficiente. En todo caso debiendo agradecerle al mismísimo Almodovar algo de su padrinazgo. Mejor, en cambio, porque el inicio de la década del 90 marca en el cine español un retorno a las formas de los géneros -transitados irregularmente por el país ibérico, como ya hemos dicho- pero con un componente profesional que, con el paso de los años, ha permitido que el cine de terror de esas latitudes se convirtiera en una nueva cantera de profesionales de exportación. España, como bien marcan buena parte de las películas de ADLI, entraba en el verosímil del primer mundo, en el que la codificación de los géneros no es algo digno de consumo irónico (hasta no hace mucho esto pasaba en el cine argentino, pero la tendencia se fue revirtiendo), sino que realmente existía una apropiación de las formas del género.

En el proceso de apropiaciones, justamente, ADLI había sabido tomar partido por un costado absolutamente personal. Y es que ahí donde muchos directores de su generación (y posteriores) querían pegar el salto hacia las grandes ligas (dirigir en Hollywood, fundamentalmente), ADLI supo construir una identidad sabrosa, nutritiva y armada de varios ingredientes: por un lado un pie asentado en las formas de ese estilema conocido como el esperpento español (exacerbación de las formas y estereotipos locales similar a las formas del grotesco), por otro con un pie fuertemente asentado en el comentario político, y por último con una pata puesta sobre los géneros canónicos que mencionamos previamente. El plus es que este director siempre supo construir ese mundo sobre un trípode no asentado sobre certezas, sino sobre las aguas cenagosas del sentido que la clase B proporcionó históricamente.

La ambigüedad, las dudas, las posibilidades de lectura frente a un hecho (el caso de El día de la Bestia es especialmente extraordinario y acaso la mejor relectura que el cine español haya hecho de El Quijote de la Mancha, de Miguel de Cervantes, otro especialista en ambigüedades) es precisamente lo que hizo fuerte al cine de ADLI. Sin embargo esa condición de cuestionamiento sobre el mundo, ejercida con pericia en buena parte de su cine entre 1993 (Acción mutante) y 2006 (La habitación del niño) comienza a cambiar de forma radical a partir de 2008 con Los crímenes de Oxford (acaso su película más impersonal). El pasaje del cine de ADLI a lo largo de una década y media, entonces, cuenta varias cosas: nos habla de la naturalización de una serie de géneros y sus posibilidades en el panorama español, nos habla del reconocimiento de una serie de autores nuevos en el marco de los géneros, si, pero también nos habla del ingreso del mismo ADLI al centro mismo del canon del cine ibérico. Ese acceso al centro supo ser tanto real (presidente de la academia española entre 2009 y 2011) como dicursiva. Y es en relación a este último aspecto, el discursivo, que confluyen cosas como la clase B, la canonización de un autor, el uso de los géneros…y una película parcialmente fallida como El Bar.

Todo guionista que se precie de tal sabe que un guión siempre es un mecanismo de relojería. Incluso hasta en las películas más aparentemente transparentes. No hay recoveco al que no llegue el guión, que todo lo permea. Desde sus primeras películas ADLI se mostró como un director especialmente atento al lugar del guión, construyendo asi una planificación de la puesta en escena absoluta y rigurosamente precisa. No obstante, ese rol estructural en el trabajo de composición del mundo tenía su correlato en buena parte del cine de ADLI con una tradición de cuestionamientos, de incertezas. Ahí, en la persistencia de la duda, es donde el cine de este director linkeaba directo con la ética de la clase B. La rigurosidad del lenguaje clásico y de guiones de hierro usados en favor de construir preguntas sobre el mundo en vez de respuestas.

El problema principal que trae una película como El Bar, entonces, no es demasiado distinto al que ya aparecía en una película bochornosa como Balada triste de trompeta (2010), pero a diferencia de aquella alegoría bestial que resumía la historia española de los últimos 75 años (en aquel entonces, 2010), la última película de nuestro director es un monstruo de dos cabezas: por un lado unos primeros cuarenta minutos que no tienen nada que envidiarle al primer ADLI en donde todo es duda y zozobra, como si se tratara de un policial de enigma a lo Agatha Christie pero con un componente metafísico aún más perturbador (y carente de un whodunit prototípico del género), por otro, el resto de la película, un artefacto misantrópico (algo que existía ya en otras películas del director, es cierto) en donde abundan las certezas, los premios y fundamentalmente los castigos hacia los personajes. En este punto El Bar es un perfecto híbrido entre lo mejor y lo peor del mismo director.

Uno de los mayores problemas de el último largometraje de ADLI no es meramente la crueldad con la que trata a sus personajes, sino que ese desprecio viene acompañado de una sucesión de lugares comunes sobre el rol social que cada uno de los personajes ostenta (el pobre, la chica linda y superficial, el hipster soberbio, el policía fascista, el empleado de oficinas pervertido, la comerciante violenta, la fracasada social). Pero a diferencia de otras películas que desarman esos roles (El club de los cinco, John Hughes, 1985) en El Bar cada uno de ellos cumple una función. El estereotipo, de ese modo, no es liberador, sino que carga con el peso social que el género precisa sobre ellos para, luego si, enunciar una verdad de perogrullo (“en los momentos límite la gente saca lo peor de si”, “al final al pobre siempre quieren eliminarlo” y varios lugares comunes más que parecen salidos de una conversación de circunstancia en alguna fiesta de fin de año antes que de un director que alguna vez fue sofisticado en eso de usar los estereotipos para desarmar los lugares comunes de las representaciones sociales). En definitiva, la misantropía ejercida sobre los personajes responde precisamente a que estos son menos personajes que excusas para sentenciar definiciones (por suerte con una pretensión menor a la ya mencionada Balada triste de trompeta). Me sospecho que esto se debe a un alejamiento de las formas más subversivas de los géneros marginales (subversión como respuesta al discurso oficial pero no ofreciendo un contradiscurso, sino ofreciendo cuestionamientos) y un acercamiento cada vez más torpe hacia el componente político, como si en definitiva el comentario sobre el mundo fuera más importante que los personajes con los que construye ese mundo posible.

Alejado de lo marginal, haciendo un uso conservador del grotesco, focalizando en los lugares comunes de la crítica política (a las grandes corporaciones, a los medios de comunicación, al gobierno, todos entidades abstractas, por lo tanto, despolitizadas en su denuncia) el actual Álex de la Iglesia se aleja de si mismo, incluso cuando más quiere acercarse. La paradoja de Zenon y la tortuga hace estragos cuando no se es consciente de la propia identidad autoral.

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