#Polémica: Los Fabelman

Por Federico Karstulovich

EE.UU., 2022, 151′
Dirigida por Steven Spielberg
Con Michelle Williams, Paul Dano, Gabriel LaBelle, Seth Rogen, Julia Butters, Judd Hirsch, Jeannie Berlin, Oakes Fegley, Mateo Zoryon Francis-DeFord, Robin Bartlett, Gabriel Bateman, Nicolas Cantu, Sam Rechner, Chloe East, Isabelle Kusman, Jonathan Hadary, Sophia Kopera, Birdie Borria, Alina Brace, Keeley Karsten, Chandler Lovelle

Morir un poco

Steven Spielberg casi nunca necesitó de espejos en su cine. No me refiero a los objetos, sino a su capacidad de generar mundos sin replicar a eso que llamamos “lo real” y que en su caso, por lo general, ocupa un papel casi complementario. Spielberg, a su vez, no es George Lucas, quien, con la excepción de American Graffitti, siempre necesitó de la autonomía absoluta respecto de la realidad cotidiana. En Spielberg, en todo caso, esa autonomía ha desplegado siempre una inventiva capaz de disociarse con cierto grado de relación, como si eso que llamamos lo real estuviera reconstruído a partir de un prisma levemente manipulado. El realismo en Spielberg (como en otros) funciona por medio de apropiaciones selectivas. Por eso “lo real” importa menos que el prisma. Y la autonomía de su mundo queda sujeta a ese rol complementario. Películas como E.T el extraterrestre, como El imperio del sol, como Siempre, como Atrápame si puedes, como Las aventuras de Tintín o, sin ir más lejos la tetralogía de Indiana Jones son lo que son porque son hijas de ese contrapunto entre autonomía y dependencia de lo real.

En The Fabelmans (con toda la polisemia detrás de ese apellido de fantasía que también, fonéticamente, habla de una familia creadora de fábulas) Spielberg hace un experimento para con su propio cine, precisamente porque renuncia a esa suerte de autonomía mediada, en donde lo real siempre era un pie para que la creación no muriera bajo el imperio de lo posible. Experimenta con peligro. En particular con el peligro ya no de salirse de su propia obra y obsesiones (que aquí siguen presentes) sino de abandonar esa ética anti-especular (y anti especulativa, como mucho director que tras la excusa de lo real trafica una y mil barbaridades de la corrección política). El problema es que en ese movimiento experimental Spielberg sacrifica en The Fabelmans aquello que le era absolutamente propio, el mito de la construcción de si mismo, que aquí se expresa en clave de fábula, si, pero que en alguna medida revela el último tabú de lo biográfico: mostrar lo que estaba fuera de escena, lo obsceno de lo familiar (que ya estaba en E.T y en Atrápame si puedes sin que nos lo explicara, sin que precisáramos consultar la biografía y hacer el chequeo de mitos constructivos del individuo).

El problema mayor de The Fabelmans (que a título personal considero una de las películas más fallidas de Spielberg, acaso al mismo nivel de Hook, de El color púrpura El buen amigo gigante) no radica solo en la ruptura del pacto histórico de la mirada spielberguiana, sino que lo hace sumido en la más absoluta autoindulgencia hacia los modos de representar obviando aquello que casi siempre estuvo presente en la obra del director: la voluntad narrativa, el conflicto en desarrollo. Aquí la decisión narrativa es sustituída por una serie de viñetas relativamente conectadas, pero esencialmente dispersivas. El ingreso al amor por el cine, la familia con padres asexuados, la presencia de la infidelidad potencial, el conocimiento de las mujeres y el sexo, la necesidad de encontrar el propio camino en el cine, el divorcio de los padres y la sensación de la destrucción de la familia, el cine como resiliencia y como ingreso a la adultez, finalmente el amor por los grandes padres del Hollywood clásico (con la famosa escena con John Ford incluida) como si el conocimiento de la biografía sustituyera a la narración. Ese gesto, por lo tanto, es algo más que un gesto experimental de corte truffautiano, es, lamentablemente, también un gesto de desdén hacia el espectador, al que se fuerza a ingresar al mundo del Spielberg “real” como si fuera, en efecto, más importante que el SS de Indiana Jones.

Spielberg no necesitaba espejos ni mediadores, pero con The Fabelmans se abraza a las verdades de los hechos. Y aunque los fabule y los narre en código de leyenda, algo de la ética de su cine se ha roto. En ese gesto autoindulgente (que no considero que sea egocéntrico), hay una decisión extraña: abandonar la posibilidad (indispensable para todo cinéfilo) de que el cine es más grande que la vida, invirtiendo la carga de prueba. Pero no, Steven, la vida no es más grande ni más importante que el cine, acaso porque el cine es parte de nuestra vida. Y someter el primero a la segunda es, también, morir un poco.

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