#Polémica: Spencer – En contra

Por Pedro Gomes Reis

Reino Unido, 2021, 116′
Dirigida por Pablo Larraín
Con Kristen Stewart, Jack Farthing, Timothy Spall, Sally Hawkins, Sean Harris, Richard Sammel, Amy Manson, Ryan Wichert, Michael Epp, Wendy Patterson, Niklas Kohrt, John Keogh, Shaun Lucas, Marianne Graffam, Olga Hellsing, Jack Nielen, Ben Plunkett-Reynolds, Matthias Wolkowski, Oriana Gordon

La historia como coartada

Desde el origen de su obra como director la estrategia de Pablo Larraín nunca se caracterizó, para ser precisos, por su elegancia. Más bien lo contrario: siempre prevaleció en su cine un sistema de alegorías, de metáforas groseras, de simbolismos crasos y fatales. Asi las cosas su cine nunca se detuvo. Más bien por el contrario, se convirtió en uno de los emergentes de un modo de entender la contemporaneidad narrando la historia reciente. El estilo, reconocible: elocuentes subrayados, remarcados obvios, evidente incapacidad para las representaciones elusivas. Y todo el sistema en pos de una suerte de “eco social”. Esto nos lleva a un sistema de trabajo de Larraín. Pero para pensarlo, contrastemos. No puedo sino pensar cosas más antagónicas que las formas elípticas de películas como Moloch, Taurus y Sol, que a su manera también abordaban las vidas privadas de personajes públicos. En aquellas, para Sokurov, la mirada final sobre los líderes totalitarios era una mirada humanizada, que no humanizante (ya que no había una pretensión tranquilizadora en la búsqueda, sino un elegido extrañamiento, como si estuviéramos observando a seres extraterrestres. Para ello se concentraba en el negativo del discurso público de esas personalidades: la concentración en lo banal, en lo cotidiano, en lo pequeño, revelaba ya no una existencia pequeña incluso para los hombres trascendentales, sino una sensibilidad especial a la hora de dar cuenta de ese registro humano. En erl cine de Larraín, situado en el extremo opuesto, todo parece invertirse: sus personajes, cuando se trata de personas “comunes”, expresan o condensan las características de un genérico social, como si en el fondo no le interesaran las personas, sino los moldes sociales que estas representan. La alegoría social como norte a partir de los casos individuales.

Pero tal y como dijimos, Larraín se expandió y se volvió un director internacional. Con Neruda, Jackie y Spencer se presentaba un problema para su estrategia de abordaje de las vidas individuales: estas personas “notables” no podían simplemente funcionar como representantes sociales basados en arquetipos anónimos. No: las personalidades notables debían ser abordadas por el costado desconocido. Pero Larraín no es Sokurov. Para el director de Tony Manero la contracara de las personas públicas no reside en los detalles insignificantes, sino en la representación significante de la insignificancia, es decir, el recurso del símbolo como alegoría en vez de la explotación ambigua que un símbolo puede portar sobre sí. Esto indica que ahí, donde la revelación de la intimidad que manejaban los tabloides que habitualmente perseguían a personajes como Diana Spencer, solían explicitar la ética del amarillismo periodístico, en Larraín ese amarillismo, en el fondo, no es desplazado sino suplido por la estrategia lateral de la alegoría en tono menor, que es una especie de amarillismo softcore fabulado.

Es cierto, a su vez, lo que plantean los defensores de Spencer: lo que hace Larraín aquí lejos está de ser un paseo por las tierras del realismo. Al igual que con Jackie la estrategia ha sido fabular sobre una base posible, en alguna medida imaginando esa intimidad inaccesible. Pero el problema no radica, precisamente en la estrategia fabuladora, sino en que esa fábula, contraria a liberar al personaje de la tiranía de la narrativa pública de su vida privada, lo único que hace es anclarlo en una serie de gestos momificados, pétreos, consolidados. No puedo sino pensar en otro director distinto a Larraín. Pensemos en Tarantino. Cuando QT aborda hechos del pasado y personajes de tiempos pretéritos jamás se propone determinarlos a la dictadura de los hechos y la historia, sino que a partir de estos últimos logra liberarlos, incluso darles una segunda oportunidad, es decir, una verdadera fábula. En Spencer, en cambio, la fábula redunda en los lugares comunes del periodismo vulgar, redunda en fantasías de índole popular (“la princesita del pueblo que dio el mal paso”) y no solo no complejiza a la persona sino que la aplana de forma monstruosa.

Larraín, con sus movimientos kubrickianos, con sus grandes angulares, con sus ambientes opresivos, parece sofisticado, parece Kubrick, pero no pude estar más lejos. El modo en el que se emplazan los espacios en Spencer puede parecer fantasmagórico, pero es una fantasmagoría que no invoca a ningún espíritu posible. El mundo que describe es monstruoso, si. Pero el modo elegido para representar esa monstruosidad no es acorde, precisamente porque no opera ninguna clase de extrañamiento en el medio como bien mencionábamos con Sokurov. No tememos por Diana ni por el espacio en el que se suceden sus terrores. Porque todo el tiempo nos son explicados, evidenciados. La elocuencia transformada en exhibicionismo, que en este caso también es formal.

En su giro sobre el vacío de una vida, también giramos sobre el vacío de una obra superficial y vana.

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