#PostBafici – (18): Killing ground

Por Federico Karstulovich

Killing ground
Australia, 2016, 88′
Dirigida por Damien Power
Con Aaron Pedersen, Stephen Hunter, Harriet Dyer, Ian Meadows, Tiarnie Coupland, Maya Stange, Mitzi Ruhlmann, Julian Garner, Michael Knott, Aaron Glenane, Tara Jade Borg

Sin refugio ni redención

Por Federico Karstulovich

Hay, por suerte, toda una tradición materialista dentro del cine de terror que, afortunadamente, supo entender que había un camino intermedio entre el terror clásico, el psicológico y el gore. Esa tradición, en muchos casos forzada hacia la lectura política y travestida en un subgénero como lo es el horror social, se da de lleno con toda una serie de inquietudes que atraviesan cerca de cincuenta años de cine australiano. No obstante, sin ánimo de hacer una genealogía (poco sé sobre el cine australiano pre-década del 70) hay algo que se gesta en esa década dorada. Una serie de espantos materiales, signados por el espíritu ambguo de la clase B a la vez que la brutalidad material más directa y todo sumido en un clima enfermizo, que no te deja salir. Porque si algo tiene el cine australiano (más específicamente esta suerte de terror materialista) es el gusto por lo inquietante.

En esa década brillante que va de las fundacionales Wake in Fright (Ted Kotcheff, 1971) y Night of Fear (Terry Bourke, 1973) (que nada tienen que envidiarle a La masacre de Texas (Tobe Hooper, 1974)…más bien esta última demuestra que Hooper miró mucho cine australiano del período…y hasta se robó un actor para su ópera prima) a Roadgames (Richard Franklin, 1981), pasando por las brillantes End Play (Tim Burstall, 1976) y Long Weekend (Colin Eggleston, 1979) el cine de terror australiano logró mucho de intensidad y thriller como perfecto antídoto frente a cierta tradición clásica y algo más gótica (quizás influenciado por el cine explotation estadounidense con salvajadas como I drink your blood, I eat your skin (David E. Durston, 1970) o la seminal Pigs (Marc Lawrence, 1971) pero también por la virulencia del Sam Peckinpah de Los perros de paja (1971), que ya de por si anticipaba el subgénero de Rape & revenge… o sin ir más lejos la animalada de John Boorman de 1971, Deliverance… y todas las anteriores anticipadas por La fuente de la doncella (Ingmar Bergman, 1960)). En el medio está Peter Weir con sus películas que se alejan un poco del materialismo mencionado, pero que en su panteísmo galopante deja al descubierto que nunca hay demasiadas respuestas frente al horror. Y que eso es lo mejor que puede pasarle al género. Con su trilogía inicial, que incluye películas como Enigma en París (1974), Picnic en Hanging Rock (1975), La última ola (1977) o incluyendo al telefilm El plomero (1978) Weir no hizo otra cosa sino sembrar la incertidumbre como principio terrorífico.

Esa tradición de bestialidad, materialismo, ausencia de respuestas e incomodidad supo encontrar en películas como Wolf Creek (Greg McLean, 2005), una suerte de continuidad en las obsesiones, pero quizás con algo hiperbólico que por momentos volvían a esta última una película demasiado consciente de si misma. En cambio hay otra serie de directores que optaron por la depuración en torno a los mismos temas (persona, pareja, familia visita/n un terreno desconocido, en medio de la naturaleza y por algún motivo es/son atacado/s por la naturaleza misma o lisa y llanamente por lugareños…y eventualmente se acomete una venganza o un intento de resistencia que puede transformar a las víctimas en los nuevos victimarios). Pero no es un cine de temas y de tonos, solamente, sino que también hay un estilo. De hecho este cine bestial también está signado (como buena parte del cine más vital, por ejemplo la nueva comedia americana) por una idea estilística no personalista: el anti-autorismo. Es precisamente por esa resistencia a dar cuenta de marcas reconocibles que la depuración le viene como anillo al dedo a este subgénero y a esta tradición de varias décadas en el cine australiano. En esta mis a dirección es que debemos pensar a una película como Killing ground, ópera prima de Damien Power y a la vez una salvajada que continua la tradición de la mejor manera.

Con la excusa de hacer avanzar la trama Killing ground se concentra en el desdoblamiento temporal que nos llevan a una serie de crímenes: por un lado el de una familia y por otro el descubrimiento, junto a la pareja que sucede a la familia en cuestión, de los hechos acaecidos. Pero la película de este joven director no apela simplemente al morbo del rape & revenge sino que es lo suficientemente hábil como para encontrarle la vuelta a los potenciales lugares comunes y evadirse del sadismo. O en todo caso: que el sadismo sea de los personajes pero no de la película. Es así que la mayor parte del metraje (menos de una hora y media) hace que resulte imposible dejar de ver o levantarse, porque la película no para de crecer en intensidad, porque no para un solo segundo sin que todos y cada uno de estos aspectos funcione como una pieza de relojería que redobla la apuesta (una ropa tirada, una manta de bebé, una lata agujereada, etc): todos los objetos tienen una función narrativa en la película a la vez que todos los personajes asumen algo más que su condición de víctima/victimario según la circunstancia.

En este cine australiano no hay respiro ni redención, pero tampoco hay mitología ni misticismo. Es un cine que devuelve a los personajes (pero también a los espectadores) al suelo, al lugar que parece conocido. Es un cine-arena movediza que nos caga a cachetazos y nos devuelve de lleno al mundo, a la maldad, al sadismo, a la ausencia de móviles y/o explicaciones racionales tranquilizadoras. Porque entiende que la maldad humana todavía es un misterio inescrutable y que esa oscuridad merece ser filmada, registrada: es un cine en el que el mundo es injusto y no hay salvación posible.

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