#PostBafici 2017 – (7) Tres clásicos oxidados

Por Federico Karstulovich

La historia sin fin (The neverending story)
EE.UU., 1985
Dirigida por Wolfgang Petersen

Terminator 2 (Terminator 2 – Judgement day)
EE.UU., 1995
Dirigida por James Cameron

Fuego contra fuego (Heat)
EE.UU., 1995
Dirigida por Michael Mann

Cómo crecer juntos

Por Federico Karstulovich

A mis amigos: los que están y los que se fueron

Las películas que fundan la cinefilia (fundamentalmente las que fundan una suerte de canon personal inicial que suele montar un piso sobre el que podemos apoyar los pies) son como los compañeros de escuela vueltos a ver tras dos décadas de distancia: uno quiere pensar que siguen siendo los mismos boludos que uno conocía, o si cambiaron algo o no los entendemos o hay algo de aquella expectativa que termina por frustrarnos, de alguna u otra manera. Las películas fundadoras de la cinefilia son como esos amigos con los que uno quiere crecer pero a los que no se les quiere ver los defectos, porque con ellos la unión es emocional antes que racional. Las películas que fundaron nuestra cinefilia están (estuvieron) ahí para cumplir un rol. Pero nosotros crecimos y ellas se quedaron igual. Y a veces, como en todos los órdenes de la vida, no siempre se puede crecer a la par.

Hay tres películas fundadoras de mi cinefilia en distintos momentos: una de ellas en mi infancia (La historia sin fin, a los 6 años), otra en mi pre adolescencia (Terminator 2, a los 12 años) y otra de mi adolescencia (Fuego contra fuego, a los 15 años). De cada una de ellas tenía un gran recuerdo y había vuelto a verlas pero parcialmente, nunca en su totalidad y nunca en una sala de cine llena. El reencuentro sucedió 32, 25, y 22 años después para cada una de ellas respectivamente. En el medio, entre la idealización y el reencuentro, una vida. Fue el fucking Bafici quien las puso de vuelta en mi camino y, debo decir, el reencuentro no fue el mejor. Muy por el contrario fue un choque contra una pared: esas películas fundadoras no habían crecido conmigo aunque durante años yo si me había sentido acompañado por ellas. Lo curioso no es que la percepción sea distinta (es inevitable cuando la edad marca una diferencia), sino que nunca haya reparado en que esa compañía no era tal.

La historia sin fin era una de esas películas fundamentales que te acercaban al dolor y a la pérdida aunque fueras un nene. Era la contracara perfecta del cine anestésico del cierto Disney post 89 como La Sirenita (1989) y previa al cine de las pérdidas al que nos acostumbraría Pixar desde Toy story (1995) en adelante. Con ese gran recuerdo de una película que me había permitido acercarme al dolor de otra manera me acerqué a la película de Petersen. Y el resultado fue duro: una película llena de baches narrativos, con todas las costuras del vínculo realidad-ficción evidenciadas, con severos problemas de estructura y de ritmo y, acá está al cambio, con una voluntad innecesaria de construir sadismo. ¿Por qué? Bueno, porque a diferencia de los grandes modos de la narración clásica, la película de Petersen no avisa, avanza directa contra nosotros con una crueldad innecesaria, lo que demuestra que eso que alguna vez era conmovedor quizás también era parte del contrapeso narrativo de una historia plagada de agujeros. Y constatar eso me dolió por todos los medios posibles.

Terminator 2 fue un caso distinto. Supo ser en su momento un ejemplo de mainstream de autor como pocos aunque, a decir verdad, ni siquiera manejaba el concepto para mis 12 años. El disfrute siempre (como con gran parte de las películas de Cameron) fue del orden de la fluidez, de la tersura narrativa, de estar frente a un camión que te pasaba por arriba sin mediar explicación, y que -tontos, muy tontos- pensábamos que “era mejor que la primera, que se quedó atrasada con los efectos especiales y no tenía grandes escenas de acción”. Bueno, el encuentro con la segunda de nuestras (mis) decepciones tuvo más que ver con la sensación de material fechado, que es algo muy distinto a material fallido. La película de Cameron lograba avanzar con velocidad y con oficio, eso es innegable. El problema es que todo lo que en 1992 parecía sentarle perfectamente al mundo y al verosímil presente de aquel entonces aquí se convertía en una suerte de morisqueta, como si el pacto de incredulidad se hubiera violado. Sarah ya no me parecía una madre desesperada ni John Connor un adolescente descarriado que aprendía a vincularse con los demás reconstruyendo a su manera a una familia rota ni el Terminator de Arnie un proto-humano en proceso de comprensión del mundo empático de las personas. No, lo que veía hace unos años hoy me resultaba forzado, los personajes ni lo suficientemente arquetípicos como para ver en ellos una función ni lo suficientemente tridimensionales como para empatizar. Tampoco en la puesta en escena, porque lo que antes fue una marca de época aún lo sigue siendo pero para mal: las luces frías me resuenan a luz de un boliche noventoso, la dureza de los personajes se siente como imitación de los lugares comunes de lo masculino y la historia, solemne y reiterativa, no repara en algo tan fundamental como la transformación de una persona común en una heroína. No, en T2 nada experimenta un cambio real y las interacciones son mecánicas. Es una película profesional, ágil, pero sin vida. Contrariamente, dos años después, Cameron hacía una obra maestra grácil, hermosa, sin embargo menospreciada, como Mentiras verdaderas (1994).

Fuego contra fuego creo que fue mi mayor decepción. Esa película que permitió instalar un piso para el policial contemporáneo apenas si había instalado un estándar innegociable: el de las escenas de acción y tiroteos ¿Por qué? Porque todo lo que construye Fuego contra fuego en términos de psicología profunda es pobre: subtramas inacabadas, pretensión de fresco social, una suerte de Shakespeare for dummies con gangsters humanizados pre Los Soprano (1999) y, centralmente, una película con el asfalto poceado. Lo terrible es que si vemos la película sin las escenas canónicas de acción y asaltos, les juro, no pasa nada. Estamos ante una película grandilocuente, pero no grande. Sobredimensionada en sus pretensiones en vez de limpia y depurada como la obra maestra Colateral (2004), casi una década después. Las hipérboles y la pretensión no funcionan bien con el cine de Mann, sino la depuración mítica, las superficies lisas y tersas del mito. Por eso el ritual del duelo entre dos es uno de los centros del cine de Michael Mann. Bueno, en ese sentido, la historia que nos muestra Fuego contra fuego no aporta demasiado a lo ya conocido para su propio cine pero tampoco para el policial. Por que quiere ser algo más que un policial hecho y derecho, como si desconfiara de la tradición, pero a su vez como si no contara con los instrumentos para renovarla. Verla veintitantos años condensando buena parte de los males del policial contemporáneo me merece mayor tristeza que los casos anteriores (quizás por estar más cercana en el tiempo y con la que debería haber tenido una visión menos ingenua que las primeras dos) y me obliga a pensar un epílogo.

Las películas de nuestra formación cinéfila, también, son espejos que ilusionados miramos y esperamos nos respondan con la misma idea que muchos años atrás. Pero no. Nosotros envejecimos, las películas también. Solo que no creceremos juntos, como los grandes amigos, que alguna vez tienen que irse.

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