#PostMardelPlata 2017 – (5): Rey / Eugenia / Noches de otoño / Ex – Libris

Por Sebastián Rosal

Si de libertad hablamos, uno de nuestros cronistas, el infatigable Sebastián Rosal, que es lo más parecido que tenemos a un maratonista cuando se trata de ver películas en festivales, hizo lo propio: no habla sobre una, dos o tres, sino sobre cuatro películas que se plantean ese problema que es bastante más que hacer lo que se nos canta (a veces confundimos libertad con arbitrariedad y así nos va).
En este recorrido por cuatro películas que se proyectaron en el último Festival de Mar del Plata intentamos analizar los diversos usos que pueden hacerse de ella: cómo impostarla, cómo dejarla ser, cómo volverla un bien innegociable, cómo crearla a partir de una forma. Libertad, divino y cada vez más olvidado tesoro. Obviamente, a partir de ahora son libres de entrar a leer.

Rey
Chile, 2017, 90′
Dirigida por Niles Atallah
Con Rodrigo Lisboa y Claudio Riveros

Eugenia
Bolivia, 2017, 82′
Dirigida por Martín Boulocq
Con Andrea Camponovo, Alvaro Eid, Alejandra Lanza, Simón Peña, Ricardo Gumucio

Noches de otoño
Argentina, 66′, 2017
Dirigida por Flavia de la Fuente

Ex- Libris (Ex Libris: The New York Public Library)
EE.UU., 2017, 197′
Dirigida por Frederick Wiseman

Los beneficios de la libertad

Por Sebastián Rosal

La historia de Orélie Antoine de Tounens, el francés que a mediados del siglo XIX se coronó rey de su ficticio Reino de la Araucanía y la Patagonia, ya había sido abordada en este lado de la cordillera hace treinta años por Carlos Sorín en La película del rey (1986) antes de ser retomada ahora por Niles Atallah. En Rey, el chileno apunta alto desde el comienzo: a unas placas iniciales en celuloide intervenido que muestran viejos mapas y fotos y explican el contexto histórico con la llegada del francés a Chile y la puesta en marcha de su plan, le sigue una secuencia en la que el autoproclamado rey, como un mago o un chamán, invierte la ley de gravedad y el curso de las aguas, mientras su voz en off, casi en un susurro, proclama delirios místicos. Luego será coronado por una corte de hombres con cabezas de caballo, al pie de un volcán en erupción, proyecciones que plasman la mente febril del francés y su creciente demencia, proceso al que la película acompaña transfigurando la belleza despojada de la naturaleza en artificio manifiesto.

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De allí al final los recursos y las declamaciones en Rey se multiplican: en máscaras y puesta teatral para el juicio de las autoridades chilenas, en apariciones recurrentes y nunca del todo justificadas de segmentos filmados en 35 mm, en efectos psicodélicos, en la corrección política final en favor de los indígenas; en fin, pesadez, solemnidad, gravedad impostada. Atallah pretende forzar la creación de cierta idea de trascendencia allí donde es incapaz de encontrarla, y lo hace a través de una libertad que nunca es tal, en todo caso una sucesión de golpes de efecto calculados con precisión quirúrgica. Su película parece mirar menos al cine que a su Historia, empeñada en ser la vanguardia, la punta de lanza que haga entrar al floreciente nuevo cine chileno en el fatigado panteón de las Bellas Artes.

La boliviana Eugenia, de Martín Boulocq, parte desde una situación que tiene puntos en común con la película de Atallah, pero su caso puede servir para llegar a las conclusiones opuestas. Los que la vean, como yo, esperando encontrar en ella algo de Los girasoles (2014) su arrebatado trabajo anterior, van a encontrar un mundo diferente. Reencuentro consigo misma de una mujer joven recién divorciada puesta a reencausar toda su vida, Eugenia, al igual que Rey, también acumula situaciones de las más variadas, yendo desde momentos en el que un sueño asoma con la forma de los recuerdos europeos de Emmanuelle Riva en Hiroshima mon amour (1959) a infidelidades de entrecasa, o desde la filmación de una película clase B dentro de la propia película a denuncias y gestos más o menos explícitos sobre el lugar de la mujer boliviana en la sociedad. En ese vaivén, la película previsiblemente sube y baja, pero nunca deja de transmitir una honestidad y una frescura indeclinables. Es que más allá del blanco y negro y del tono reposado que la atraviesan de punta a punta, Eugenia es en el fondo una película descontrolada en el más estricto sentido del término.

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Tal vez no sea así (no tengo información al respecto), pero la falta de grandes fastos en su producción habilita que no sea descabellado imaginar a Boulocq y a Andrea Camponovo (actriz principal y nervio propulsor), metiendo en su película todo aquello que les viniera en mente, escapando al control de las ataduras impuestas por los wips, labs, pitchs y cualquier otra sigla de turno, esos corsets financieros que, a la manera de un world tour de tenis o de una banda de rock, pululan aquí y allá durante todo el año y, salvo raras excepciones, no dejan de influir cada vez más en las películas, de ser partícipes responsables en la homogeneización del cine, en su adaptación al gusto de una platea que se ha vuelto internacional. Imperfecta y libre, desfasada de los preceptos que dicta el manual de procedimientos del cine independiente contemporáneo y de cómo debe encararse una ficción, películas como Eugenia no suelen captar la atención de la crítica, menos aún obtener premios en festivales. Ese es, también, el estado de ciertas cosas.

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Nadie hubiera sospechado que San Clemente del Tuyú, la pequeña ciudad de playas generosas terminaría convirtiéndose, gracias a los atributos del cine, en una especie de Yoknapatawpha vernácula, aunque la descripción puntillosa de un universo completo no se apoye aquí en sagas de familias en decadencia por su honor mancillado sino en una amable pero exhaustiva observación de la naturaleza y sus elementos. La responsable de ello, desde hace no tantos años pero a un ritmo regular, es Flavia de la Fuente, quien viene construyendo una obra tan radical como indomable, una anomalía en el cine argentino cuya filiación responde menos a una determinada tradición local que a la obra de cineastas como James Benning o Peter Hutton. Su cine, que trabaja con la persistencia del tiempo en el plano a partir de la observación de su entorno (el mar vecino, la playa, la natación oceánica como forma de estar en el mundo, su universo hogareño) se viene desarrollando como esas ondas concéntricas que genera una piedra al caer en el agua, un proceso de expansión lento pero sostenido, como si en cada película de alguna manera estuviera el germen de la siguiente, la ampliación de la idea inicial. Cumpliendo la promesa de su título, en Noches de otoño vuelven a aparecer el mar, la playa, el cielo y el muelle, las construcciones fantasmales y vacías devoradas por el espesor de unas sombras que solo ceden el paso a conos de luz más o menos intensos en algún rincón del cuadro, visibles aquí y allá, a los que acompaña de fondo el murmullo incesante de las olas. La precisión de los encuadres no se agota en el mero gesto, más bien sirve para darle a todo un aspecto lunar, para generar con esas imágenes una fascinación que bien podría ser la misma del Mayor Tom de David Bowie en Space Odditty. Como él, somos testigos de un (otro) planeta que está en éste, ya no azul sino negro; testigos de una recién descubierta y fatídica belleza frente a la que no hay nada que pueda hacerse, solo mirar.

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Para terminar, Frederick Wiseman, el norteamericano cuya libertad es el resultado de haber inventado una forma, un procedimiento. Puede parecer paradójico llamar libre a un artista que pareciera estar cautivo de su propio pasado y de su obra, pero precisamente ahí radica la originalidad del veterano director, en haber logrado que su cine sea, también paradójicamente, el triunfo del orgullo de la humildad, la victoria de una sencillez que es solo superficial y finalmente engañosa, porque es el resultado de un largo y complejo proceso. Es decir, aquello que Wiseman ha puesto en marcha y ha refinado en cincuenta años de carrera, aquello a lo que se aferra con fuerza, es la perfección de un sistema rígido en la disposición de sus materiales pero que puede serlo porque está abierto a la contingencia del mundo, a su devenir incontrolable. Su obsesivo interés por las instituciones y su funcionamiento se focaliza ahora en Ex Libris – New York Public Library, en el que logra llegar, cuando eso parecía ya imposible, al que tal vez sea el punto más alto de su obra. La Biblioteca de New York bien podría ser la borgeana Biblioteca de Babel, esparcida en infinidad de sedes a lo largo de toda la geografía neoyorkina, ramificada en cientos de actividades aquí y allá, ya sean masivas o altamente especializadas. Como en In Jackson Heights (2015) su anterior largo, hay una dimensión política evidente que pareciera querer corroer los preceptos impuestos en la Nueva América de Trump. Aquí Wiseman celebra el conocimiento y su evolución tanto como cierta concepción idealizada de la participación ciudadana en todos los niveles, de la democracia en su máxima pureza, y para hacerlo vuelve a darle la misma importancia a todos los fenómenos: tienen el mismo lugar tanto las habituales reuniones de directorio en las que se plantean cuestiones presupuestarias como un encuentro entre unos pocos docentes que discuten cómo mejorar la enseñanza de matemáticas; la presentación de los libros de Elvis Costello y Patti Smith tanto como el sistema mecánico que permite volver a ubicar en el estante preciso los libros devueltos. Todo ello lo logra principalmente gracias a un trabajo en el montaje que parece haber llegado a un punto en el que la perfección es la norma. Pude ver la película junto con el amigo Ignacio Verguilla, y nos preguntábamos durante la proyección si había en el mundo alguien que fuera capaz de editar con ese nivel de excelencia, de lograr que la monumentalidad de un esfuerzo de ese tipo quede invisibilizada por tal nivel de tersura, por esa fluidez y ese ritmo que logra que uno se termine interesando por cosas sobre las que jamás se hubiera detenido. También anticipábamos acerca de cuántos planos iba a utilizar en el inicio antes de ingresar en el edificio: como dijimos tres o menos y fueron dos, no estuvimos errados. Es que su cine ha abandonado la sorpresa y cualquier pretensión de espectacularidad en sus formas para concentrarse, como quien arma un rompecabezas con una enorme cantidad de piezas, en el ensamblado de una imagen completa. Wiseman no es un Dios, es un artista con un dominio absoluto de su arte, el cineasta que ha llevado al cine todo lo cerca que se puede de la escultura. Nadie como él es capaz de reordenar lo anárquico de lo real para cedernos esa imagen total, y para hacernos descubrir que en ese tránsito el éxtasis pagano que genera su obra surge porque aquello que se cuela entre una pieza y otra es la propia vida.

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