#PostMarDelPlata2020: El tiempo perdido

Por Marcos Rodríguez

El tiempo perdido
Argentina, 2020, 102′
Dirigida por María Álvarez
Con Norma Bárbaro, Elisa Biondo, Ana Bomparola, Susana Borodinsky, Olga Cecchi, Alba Crespi, Osvaldo Cucagna, María Dammers

Incienso

Es tan mínimo lo que pretende captar El tiempo perdido que podría parecer fácil. También podría parecer imposible de lograr: filmar la lectura es un gesto casi ridículo. Hay algo evanescente, escurridizo. Filmar la lectura: filmar lectura en voz alta. No es lo mismo, pero se le parece lo suficiente. A través del registro documental de los encuentros de un grupo de lectura que se reúne a lo largo de años en un café de Tribunales para leer exclusivamente (una y otra vez) En busca del tiempo perdido, de Marcel Proust, El tiempo perdido termina por registrar algo mucho más íntimo y más maravilloso que el simple acto ritual de una lectura compartida: lo que vemos en la pantalla, lo que escuchamos en las palabras de esta gente de a pie, al parecer varios jubilados en busca de alguna actividad social, tiene que ver con la relación privada que uno establece con la lectura. El roce, la chispa que se produce entre el lector y el texto.

Si a las almas bellas les interesan las grandes obras de la literatura por lo que estas pueden generar de supuestamente singular y brillante en el lector (genialidad que inspira genialidad), El tiempo perdido busca algo mucho más noble y llano: los hombres y mujeres que se juntan semana tras semana en un bar, a veces sin saber del todo de qué se tratan las reuniones, son gente como cualquiera. No hay ideas brillantes ni inspiraciones demasiado inspiradas en El tiempo perdido. Más allá de algunos datos de color que aporta un especialista que coordina la lectura, lo que encontramos registrado son reacciones, comentarios y meditaciones que tienden al lugar común, al acercamiento primero, lego, simple, sin pretensiones de quien no se especializa en la literatura, el arte, las humanidades, el cine, las genialidades, el gran pensamiento, y se enfrenta por puro placer a las palabras de Marcel Proust. Hay deslumbramiento pero también hay muchas menudencias. Las delicias que ofrece El tiempo perdido aparecen como migajas perdidas en una marea de tiempo, de lectura alternada, de repetición, exploración. Van apareciendo dentro de un flujo que tiene algo de homogéneo, de río ancho que fluye, de tiempo ocioso y siempre las mismas mesas en un bodegón típico en el que nunca hubiéramos imaginado que ocurría este ritual democrático, chato, insistente, apasionado.

Una mirada miope podría creer que los realizadores de El tiempo perdido hicieron lo que pudieron con un material que no tenía mucho para ofrecer: imágenes feas (el blanco y negro ofrece una pátina de coherencia y de esteticismo, pero lo que tenemos son planos un tanto incómodos en un escenario cambalachero), personajes no particularmente fascinantes (hay una repetición que permite construir personalidades, pero no hay personalidades tremendas ni sensibilidades exquisitas), gestos repetidos, como ocurre inevitablemente en cualquier registro documental lo suficientemente extenso. No había demasiado y con eso cocinaron un guiso. Pero más allá de las limitaciones que haya tenido la producción de la película, lo que importa es lo que la película hace con ellas.

Hay un gesto que se repite y que resulta significativo. Se trata del discurso por el cual uno de los “fundadores” del grupo de lectura explica el surgimiento de ese ritual de café. Lo explica una y otra vez: mi hija fue la que fundó este grupo con sus compañeros de la facultad, para leer juntos En busca del tiempo perdido y después lo siguieron ellos. Siempre agrega el mismo chiste/comentario: mi hija se llama Albertina, pero yo no había leído a Proust cuando le puse el nombre. No es un comentario demasiado revelador: hay una obsesión con Albertina en estos lectores de Proust, hay (si se quiere) una cierta idea de predestinación, pero como pasa con todo chiste repetido, pierde rápidamente la gracia. Y, sin embargo, María Álvarez lo incluye una y otra y otra vez. No es un error. No es un chiste fallido. Es una posición.La materia de El tiempo perdido no es Proust, no son tampoco estos personajes que se juntan alrededor de unas cuantas mesas juntadas, su materia es el tiempo: el tiempo entregado a la lectura, el tiempo sacrificado al ritual, el tiempo repetido, el tiempo perdido en la memoria personal que se despierta al leer Proust, el tiempo quemado como incienso en la lectura obsesiva y en círculo de una pieza avasalladora de literatura. Ese tiempo libre de ataduras, ese tiempo del ocio, de la lectura, es el que permite esta forma particular del amor que plasma El tiempo perdido: el tiempo nunca se pierde, solo se entrega.

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