#PostMarDelPlata2020 : En la frontera

Por David Obarrio

En la frontera
Argentina, 2020, 78′
Dirigida por José Celestino Campusano
Con María Laura Álvarez, Sergio Sarria, Claudio Santorelli, Barbara Pombo, Alejandro Iudicello

Del otro lado

José Celestino Campusano ha demostrado en la última década que su  capacidad como cineasta está por lo menos a la altura de su voracidad. Cuando se piensa en una nueva película del director es inevitable que la fórmula sintáctica “la última de Campusano” acuda enseguida a la mente, como una declinación natural de la estatura que el director argentino ha logrado forjarse como autor. Se sabe que Campusano filma como si respirara; menos conducido por los arrebatos de una “inspiración” iluminadora – comodidad en todo caso sospechosa, de la que se echa mano para revestir el ejercicio artístico de una pátina nobiliaria, ajena a las modestas destrezas del oficio y su reguero de alegrías o sinsabores pedestres – que por una necesidad primaria: Campusano hace películas porque el cine y el mundo están ahí; porque las películas se encuentran en potencia; siempre por hacerse y siempre para hacerse. Filma porque quiere y porque puede. Dicho de otro modo: filma porque el cine se hace para habitar el mundo; para ver cómo viven los otros y cómo vive uno. El cine concebido como una ventana, o un procedimiento a través del que se accede al mundo, este territorio que es propio y ajeno a la vez y cuya cifra subterránea quizá no sea otra que una melancolía infinita: el secreto del mundo, su estatuto inefable, es también el nuestro. En la frontera es la última película de Campusano, o una de sus últimas películas, según el azar cósmico de los rodajes, la distribución o el sistema de estrenos en el actual contexto de claudicación general. En cualquier caso, lo que no hay que perder de vista es que hablar de la última película de Campusano es siempre una cosa seria.  

Filmada casi íntegramente en la Ciudad de Buenos Aires, hacía mucho que en una película argentina no se veía semejante cantidad de escenas en medios de transporte; subtes, trenes, autos, colectivos: la película construye en ese sentido una especie de “sinfonía de la ciudad”, con un territorio urbano, otra vez reconocible (lo que el cine argentino últimamente no hace porque no quiere o no puede o no sabe), con sus personajes atravesándola de punta a punta, con sus cuitas a cuestas, sus cruces; con ese sentimiento de soledad esencial de las películas de Campusano, que parecen siempre atento a la supervivencia de ciertos lazos de un orden social perdido, tomando primero para ello nota de su impostergable necesidad. Esta vez se ponen en juego ciertos temas que pueden ser considerados de “agenda”, con un despliegue que a esta altura podríamos llamar clásico en las películas del director, que consiste en que todos tengan un punto de vista divergente y que nadie ostente la razón del todo; que ningún personaje haga de ella la divisa principal de la película, ni se arrogue su representación completa. Está visto que a Campusano no le importa estar del lado correcto,  – tal vez porque nunca supo muy bien que era eso; ni asumió, por tanto, los preceptos derivados de la formas de pertenencia reconocidas y legitimadas-, ni se priva de que los personajes puedan decir o hacer cosas reñidas con esa idea de corrección política que ahoga buena parte de un cine argentino que parece por momentos confeccionado en un ministerio y cuya característica más saliente es la mala conciencia. Campusano nunca hizo política de la corrección, de lo sabido y reconocido, sino política de la incertidumbre. De allí la fiereza inesperada de sus películas, la sensación de que estas surgen agazapadas de los rincones menos pensados, fuera del marco civlizatorio de un cine programado para hablar solo en nombre de las nociones y las formas más dóciles al discurso vigente. 

La chica protagonista es muy buena; el hermano es maravilloso. A esta altura no es novedad que los personajes del cine del director parecen comportarse como si la pantalla apenas los contuviera, como si existieran en un antes y un después del cine, y la cámara los siguiera en su devenir de seres para el cine solo como un efecto de convención inevitable, en el que la película no inventa pero tampoco concede: los personajes viven porque el cine vive también. La película hace gala de una narrativa urgente, con cambios de tensión y saltos de ritmo por momentos desconcertantes, pero su fuerza es a la larga extraordinaria. El hecho de que esté “filmada” con un teléfono iPhone es apenas una anécdota. Lo que se percibe en cada plano es un cineasta; un tipo que se encuentra con cosas que le salen al paso y que se dedica con toda la buena fe del mundo a explorarlas; a ver qué pasa, o qué le pasa con ellas; cómo son esas cosas, de qué se tratan, en qué consisten y qué significan para los demás. Cuando filma a las chicas discutiendo acaloradamente cuestiones de género, se ve a la legua que Campusano no tiene una decisión tomada acerca de cómo son esos temas. No tiene partido. No sabe. No le importa, o no sabe que hay ya un protocolo moral para pensarlas. Mucho menos repite consignas en boga; no hace cine didáctico, no está ahí para simular que enseña nada de esas cuestiones que no sabe. Sus personajes pueden decir o hacer cosas hirientes, injustas, hasta a veces innobles. El director, en cambio, tiene algunas ideas firme acerca de un orden social tambaleante, en retirada, un universo cuya luz, como la de una estrella lejana, es capaz todavía de ofrecer alguna guía en el marasmo de una vida difícil. El director ve un escenario que tal vez se le ha vuelto ajeno, toma nota, les da la palabra a todos, observa qué ocurre, etc. En ese panorama, además, encuentra siempre la posibilidad de un humanismo de entrecasa, con personajes capaces de ejercer  la bondad mediante un viejo sistema de códigos, con herramientas acaso heredadas de ese mundo parcialmente olvidado, aunque nunca puedan estar completamente seguros de cómo se manipulan, ni de si cuentan con las fuerzas necesarias para su implementación cabal. 

En la frontera se mueve en ese territorio inasible de búsqueda permanente que constituye el quid del cine del director; el de aquel que está jugando un juego de curiosidad genuina, practicado en la soledad más absoluta, sin ejercer juicios sumarios sobre ningún asunto, pertrechado apenas con algunas nociones sabiamente asumidas que le permiten mirar todo con ojos de lince: Campusano es el cineasta del arte del merodeo, de la sagacidad noble; el explorador de mares profundos poblados de criaturas fantásticas cuya presencia deslumbrante constituye el fin último de eso que llena la pantalla, siempre con el aire de una dignidad renovada. La protagonista de la película, las mujeres enérgicas munidas de ideas que van a tono con la época, los hombres banales, los lúmpenes figurantes, que operan como signos desfallecientes de un mundo que parece haber perdido las esperanzas, todos ellos alcanzan alguna forma de dignidad que nada le debe a las concesiones espurias de un populismo falsamente progresista, ni a las maniobras conciliatorias mediante las que las llamadas ciencia sociales diagraman un territorio que es en esencia un enigma y lo vuelven programa. Sobre todo, Campusano filma sin rendirle cuentas a nadie, menos que menos a un presunto deber ser moral en el que el arte o el cine adoptan las formas de la banalidad sociológica o la lección apresurada de un civismo al uso.

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