Raídos

Por Sebastián Rosal

Raídos
Argentina, 2016, 75′.
Dirigida por Diego Marcone
Con Darío Lemos, Mauro Lemos, Sergio Correa, Walter Lemos.

Círculos. Puntos de fuga.

Por Sebastian Rosal

Hace no demasiado tiempo, una campaña en las redes sociales alertaba sobre el trabajo infantil en la industria yerbatera, puntualmente en lo concerniente a la recolección de su materia prima, la hoja de yerba mate. Aunque a nadie parece haber sorprendido tal estado de las cosas, seguramente habrá resultado más lejano aquí en Buenos Aires que en las zonas directamente afectadas. Y si bien el trabajo infantil no se muestra ni se menciona, es precisamente en ese espacio en el medio del territorio misionero donde se asienta Raídos, y en particular en el micromundo de los tareferos, los cosecheros encargados de extraer, a mano, la hoja cuando está madura. Una única placa inicial alcanza para delimitar con claridad ese universo, conformado por familias asentadas en los márgenes urbanos, a mitad de camino entre la ciudad y la selva, y en particular por un grupo de jóvenes veinteañeros a los que la película elige focalizar, jóvenes para quienes el destino parece estar inexorablemente sellado.

Pero si bien la incluye casi inevitablemente, sería injusto reducir el documental de Marcone a la mera denuncia, inclusive intentar ponerla en el centro de la escena. Raídos se hace fuerte en la observación diaria y paciente de esos tareferos, excediendo el ámbito laboral e instalando la cámara con comodidad en su vida diaria, en las relaciones que tejen entre ellos y con el afuera, a veces de manera silenciosa, en algunas ocasiones de forma explícita, para terminar conformando un caleidoscopio amplio de ese conjunto de vidas en un rincón olvidado. Lo que se registra aquí es tanto la dureza extrema de las condiciones de trabajo en la selva como las diversiones diarias en la precaria cancha de fútbol o en el boliche; el rigor del frío y la humedad en invierno como el calor abrasador del verano, el barro y las lluvias; los fardos de cien kilos cargados sobre la espalda en tiempos de cosecha y los fumigantes tóxicos utilizados en los meses en los que el trabajo escasea (o directamente falta) y hay que sobrevivir como sea.

Ser testigos de esas rutinas es comprender que algo de la Edad Media aún pervive en el interior profundo y que el Estado, más allá de los cantos de sirena de sus dirigentes, nunca parece haber estado presente. En ese sentido, la escena del pago del contratista a los obreros es modélica: verla es comprender que una serie de oscuras y antiguas prácticas que deberían haber desaparecido no han cambiado nada en el nuevo milenio. Sin embargo, también es posible palpar en los tareferos un cierto orgullo por la profesión, por ser parte de una historia ancestral que parece incapaz de plasmarse en mejoras materiales pero que no deja de señalar una identidad concreta y definida, intransferible, ese orgullo del trabajador que viene del conocimiento de los pequeños detalles de un oficio. Un mérito de la película es saber navegar con pudor y prudencia entre la idealización y el panfleto acusador, y ser capaz de extraer momentos de una seca y rugosa belleza allí donde parecía oculta.

Lo que la película en definitiva instala es esa sensación, pegajosa y molesta como el verano tropical, que produce ser testigos de la repetición de la historia, de un tiempo que gira en círculos y se empecina en mostrar solo su lado B, ese costado silenciado y tenaz en el que las nuevas generaciones no hacen más que repetir fatídicamente el camino seguido por las anteriores. Frente a eso, Raídos ensaya una posible salida, aunque sin aventurarse a afirmar un resultado. Insistentemente aparece la figura de uno de los tareferos, un joven particularmente preocupado por su educación. Al terminar el secundario, decide abandonar su trabajo y desplazarse a la ciudad para comenzar la universidad. La escena de la despedida de su familia y del posterior viaje en micro, algo forzadas, se complementan con las de su grupo de amigos que, nuevamente, esperan el camión que los deposite en los yerbatales para volver a comenzar el ciclo. En esa tensión que se produce entre quien es capaz de romper el círculo para intentar encontrar algún punto de fuga y quienes permanecen dentro de un destino que parece marcado a fuego, Raídos no ensaya respuestas, solo se permite ubicarse en el centro de ese movimiento y elegir, prudentemente, que sean las acciones de los hombres las que determinen el curso de su historia.

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