Luz de luna

Por Federico Karstulovich

Luz de luna (Moonlight)

EE.UU., 2016, 111′
Dirigida por Barry Jenkins
Con Naomie Harris, Mahershala Ali, Shariff Earp, Duan Sanderson

Saber quién sos

por Lilian Laura Ivachow

Luz de luna no es una película de paisajes. Esa es una de las razones por la que prescinde de planos abiertos. La historias que se ciñen a la medida de Little/ Chiron/ Black construyen un espacio propio a través del que se cuela algún boulevard o se ve alguna palmera. Pero ningún plano de localización viene a establecernos el paisaje de Miami. Menos en Liberty City, el barrio con 94 por ciento de población negra en el que transcurre la historia.

Luz de luna tampoco es una película de época. Lo que es curioso ya que abarca períodos que se corresponden con décadas bien diferenciadas. Sin embargo, acá las vestimentas y peinados aparecen siempre en un segundo lugar. No es que se no se advierta un televisor obsoleto o un celular con tapita “años 90”, sino que en la medida que la película construye su espacio horada un tiempo singular; un tiempo en el que las palabras no se llegan a pronunciar y la mirada deja a la deriva todo lo que se calla.

Sucede que Luz de luna es una película de temperamentos y en este sentido es comprensible que el único paisaje que revista importancia sea el mar, siempre en off y en primer plano sonoro. No porque el mar tenga un valor en sí, sino porque su tempestuosidad, sus vientos y sus mareas se vinculan íntimamente con el alma y con las vivencias de sus protagonistas. Lo que persiste, como flujo y reflujo, son las peculiaridades del carácter individual: Paula es siempre impulsiva, colérica; Kevin es comunicativo y vivaz; Teresa es receptiva, abierta, el compañero de curso, el booliner, es siempre cruel. Juan -enorme personaje- es sanguíneo, relajado, sonriente. No tan creíble como narco-dealer pero con el talante necesario para servir en el momento justo como referente afectivo.

Barry Jenkins cierra los planos a la medida de Little, Chiron y Black para narrar a través de la geografía prominente de sus rostros, para caminar con sigilo tras sus cuerpos consciente de que en ellos se inscribe la identidad. Por ahí va Little /Chiron/ Black intentando saber quién es, manoteando torpe y desesperado aquello que aprendió de los otros. Una musculatura excesivamente trabajada en la adultez, un pantalón ajustado en la adolescencia, una remera demasiado larga en la niñez con la que Little se mueve sin saber qué hacer dentro de un partido de fútbol. En esta última escena, hermosamente musicalizada, el plano se abre más de la habitual para mostrarnos su interacción con los otros chicos en el partido de fútbol. Allí lo vemos perdido en el mundo de los juegos de infancia, el mundo de los varones y de la masculinidad.

A pesar de no haberse rodado con un presupuesto elevado de acuerdo a parámetros hollywoodenses (costó 1.500.000 dólares) la nominación al Oscar y su premiación posterior le ha dado una transcendencia inesperada. Se dice que esa repercusión se debió a la controversia que estalló en 2016 a partir del  hashtag #OscarSoWhite por la falta de artistas negros en las nominaciones. Ninguno de todos estos avatares ni su carácter indie, que a veces adolece de cierta presunción, le quita mérito. Barry Jenkins evita el lugar común y presenta una película elocuente, sobria, por momentos hipnótica, siempre poética. No es poco en los tiempos de hoy.

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