Algunas ideas en torno al cine de Claire Denis

Por Fernando Luis Pujato

La dama de las colonias (*)

Por Fernando Luis Pujato

Parte de una herencia cultural del siglo XIX, esos tropos tan familiares al quehacer antropológico como las asimetrías generadas por el fenómeno colonial, el choque intra e intercultural, la épica viajera de la Europa civilizatoria, el deseo burgués de poseer a un otro social, y la tensa problemática acerca de las relaciones filiatorias y cosanguíneas, han pasado en el cine de Claire Denis por un registro puntilloso, genérico, y casi obsesivo, de los cuerpos, de todo aquello que se puede mostrar y de todo lo que no se puede mostrar, por medio, a través y en contra de ellos, intentando delimitar la precaria, imprecisa y siempre desconcertante frontera, entre el amor y el incesto, entre el rechazo y la aceptación; entre la posesión. La distinción entre el cuerpo fatigado de los colonos y los cuerpos ceremoniales de los nativos, esta doble distinción en el interior profundo del colonialismo, donde el drama pasa nítidamente por una cuestión de poder, se inscribe en los cuerpos y en las mentalités de todos los involucrados en este residuo del pasado no tan pasado aún, cualquiera sea su estatuto. Y no cambia demasiado con el pos colonialismo: al menos en la metrópoli el lugar sigue siendo el de la extranjería. Una visión de la Francia colonial gastada y agobiada. Un otro cultural  debatiéndose entre sus deberes como colonizado y su rabiosa furia por serlo. Una estética fílmica extendiéndose horizontalmente a lo largo de un cuarto de siglo señalado verticalmente por adioses definitivos y no tanto. Entre aquel estar allí efectivamente y este estar aquí sólo a medias, se juega el cine de Claire Denis y sus personajes,  su ríspida nostalgia y su incomodidad. Y su deseo por pertenecer.

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Se juega en esa Legión Extranjera retratada coreográficamente en su diario entrenamiento y en su puntilloso orden minimalista, fijada a un entorno geográfico que no parece posible ni deseable modificar, en sus  cuerpos semidesnudos o impecablemente vestidos como la perfecta expresión del ideal metropolitano de nítidas e inmodificables fronteras culturales y sociales, en  la patética imagen del orden civilizatorio exportado por la Francia colonialista en la figura de ese grupo de legionarios cuyo horizonte moral y ético, pretendidamente espartano, no podía ser otro que la flagrante contradicción, expresada en y a través de sus cuerpos, de un discurso universalista y la heterogénea condición localista de sus integrantes; un perdurable anacronismo. Y también se juega en ese  legado colonial en desuso encarnado no como aquel corpus de legionarios, cuyo asentamiento provisorio era la condición necesaria para no involucrarse ni siquiera en el plano en el que se cruzaban con los nativos del lugar, sino en una familia cuyo único horizonte posible es un horizonte de muerte, como ese ejército de jóvenes y niños desandando la selva, matando indiscriminadamente y asesinados silenciosamente, como los rostros y posturas desafiantes de hombres y mujeres atrapados en un conflicto no tanto ajeno como irresoluble, escapando en bicicletas y en motos, muriendo impiadosamente, y como ese cuerpo tatuado, blanco, intocado, torturado por los arbustos, vejado por los otros, vencido por sí mismo. Un adiós tal vez definitivo.

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Entre la danza liberadora de Denis Lavant en el final de Bella Tarea (1999) y el tránsito arrollador de Isabelle Hupert en todo Material Blanco (2009) pasa buena parte de la historia: la de Denis, la de Francia, la del África. Y en ese paisaje ya inconfundible de una tierra vivida y revisitada que hoy, tanto como siempre, parece ser, parece seguir siendo, un lugar de pertenencia. Ese lugar buscado por Lois aun cuando se mantenga ajeno a todo lo que ocurre a su alrededor inventándose un hijo tan exótico como extraño para tratar de perpetuar su vida a través de él, un otro-él mismo, apropiándose de esta fantasía para justificar su existencia. No sólo la justificación de su existencia como protagonista del Mundo sino la construcción de una imagen que pudiera dar cuenta de su intrusión en él; un espejo donde mirarse. El solitario y porfiado intento de prolongar una vida que se insinuaba en extinción está en el centro de este homenaje, un tanto nostálgico quizá, al sueño escapista y aventurero de los viajes del siglo XIX como paradigma de una modernidad deseándose redescubrirse en los encuentros con la diferentia, con lo diferente. La pérdida de ese status civilizatorio, o más bien el contra campo de su inutilidad objetual, es el triángulo afectivo entre un padre, una hija, y su pretendiente, dibujado fílmicamente a través de las relaciones afectivas pero siempre corporales de estos tres personajes danzando coreográficamente en un París nocturno sin su monumentalidad de tarjeta postal. Un mundo -¿una tribu?- cerrado sobre sí mismo, una visita no guiada por los suburbios parisinos, un previsible suicidio, una postal teutónica, un duelo objetual, un brindis misterioso, es todo lo que envuelve y sobrevuela el candor poético  del hálito de una caricia. Entre la gesta excesiva de Michel Subor en El Intruso (2004) y la afabilidad grupal de Grégoire Colin, Alex Descas, Mati Diop, y todos los demás, en 35 tragos de ron (2008), se encuentra gran parte del universo de las criaturas de Claire Denis. Y en ese tránsito casi imposible de los trópicos -algunas veces tan tristes como los de Lévi-Strauss- y en esa amable geografía de trenes y pequeños bares citadinos.

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Pero, por un efecto paradojal que no lo es tanto, estos films transversales permiten dimensionar claramente el continuum histórico y temático de toda la obra de Denis: es como si ellos lo acentuaran y a la vez permitieran no clausurarlo en una seductora melancolía o en una furiosa denuncia, sino más bien expandirlo, arrastrando todo el peso de lo vivido en una suerte de rabiosa fuga hacia cualquier lugar. Pero si hay algún horizonte en el cine de Denis este no es, ciertamente, uno redentor sino más bien la constatación de su imposibilidad para serlo, sólo utilizado didácticamente para ejemplificar la división del mundo entre negros y blancos por el padre de una pequeña niña cuya cotidianeidad es vivir precisamente en ambos, o funcionando por unos instantes como una ruta a transitar sin ningún destino, o señalando inequívocamente la línea de una finitud propia y ajena. Se puede volver a la niñez buceando entre recuerdos propios y ajenos o intentar dar el golpe de suerte definitivo, pero tanto en las panorámicas y los planos abiertos de Chocolat (1988) como en el registro cerrado y casi asfixiante de S´en fout la mort (1990) la condición de existencia de sus personajes es la fragilidad de encontrarse atrapados en un confín no del todo conocido, en esa lejanía por conocer.

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Se puede también asesinar impiadosamente de día y de noche en un acotado barrio marginal parisino o encontrar en un fugaz instante de claridad el consuelo de la muerte, pero tanto en el feroz movimiento casi perpetuo de Yo no tengo sueño (1994) como en la lenta agonía de Les Salauds (2013) la precariedad de la existencia de sus terribles criaturas está recluida en un contorno de aristas tan crueles como terminales, en ese futuro de ya no ser. En el primer film de Denis se llama Francia la mujer-niña del Camerún francés y se llama Proteo (el macho en el vórtice del harén) su mucamo y fiel servidor y casi su amigo. En el segundo film de Denis, un joven Alex Descas, en las sombras de la arena de la muerte, danza al ritmo de Buffalo soldier, abrazado a su gallo, abrazando su destino. Casi un cuarto de siglo después, en el  último film de Denis, Voilá L´ enchainement (2013), desde el claroscuro de una celda imaginaria el mismo Descas, observando el desfile de los marginados desde siempre, de los “negros árabes”, siente por primera vez la extranjería en su propia piel. Los signos siguen entre nosotros. Las colonias nunca desaparecieron.

(*) Publicada en el blog La noche del cazador, marzo de 2014

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