Skinamarink: el despertar del mal

Por Santiago Gonzalez

Skinamarink
Canadá, 2022, 100′
Dirigida por Kyle Edward Ball
Con Jaime Hill, Ross Paul, Lucas Paul, Dali Rose Tetreault

La última película

Para la cinefilia hay tabúes. Uno de ellos está asociado a un concepto sobre el que no se discute mucho: es aquel que indica que hay películas que solo pueden verse una vez en nuestra vida y nunca más. Se trata de un concepto que no debe relacionarse con la calidad sino con la idea de la vida útil. Estas películas de visionado único cumplen con su objetivo de satisfacer el ansia de consumo del momento. Pero su caducidad vuelve a todo el asunto extremadamente frustrante. Al menos para la cinefilia, para la cual la repetición del placer ante una película no puede ser vedado. En muchos de estos casos se trata de películas que no volverían a verse porque la experiencia fue engorrosa, agotadora o simplemente no se trata de una obra maestra perdurable. O ni siquiera nos dejó un impacto recordable. 

Skinamarink es una gran película que, no casualmente, pertenece al grupo de films que solo podemos ver una vez. Pero también es una experiencia tan aterradora (como pocas que veremos este año) como inmersiva y demandante. Tanto que nuestro lugar como espectadores termina agotándonos, básicamente por el rol hiperactivo que se nos demanda frente a cada cosa que vemos y oímos. Skinamarink es una de esas películas que el público casual odiaría, quizás por sentir que se le pide demasiado. O porque “no sucede nada”. O porque la acción va por otro lado de lo estipulado.

Skinamarink (cuya palabra es similar a una vieja canción para niños) es la historia de dos nenes que una noche descubren que su padre no está, que no hay puertas ni ventanas y que hay algo en la oscuridad, acechándolos. Lisa y llanamente es eso. Tan simple como perturbador. Esa es toda la historia, no le pidan más porque no van a encontrar nada parecido a un progreso narrativo, ni a personajes en un sentido tradicional, cuya evolución podamos seguir. Tampoco está presente ningún aspecto simbólico. Se trata -y eso la vuelve inquietante- de un vacío que puede volverse insoportable.

La propuesta del debutante director Kyle Edward Ball -basada en un cortometraje previo en donde se explican algunas cuestiones- está compuesta por planos estáticos donde la cámara apunta a cierto ángulo durante largos minutos, imposibilitando ver más allá que eso. Nunca vemos a los protagonistas -a lo sumo sus piernas o sus espaldas- y el nivel de fraccionamiento de la imagen es asfixiante. A su vez, si los escuchamos, hay que tener un gran oído (recomiendo incluso usar auriculares) para entender qué es lo que dicen, ya que por momentos hablan muy bajito, susurran o simplemente no hablan. Por otra parte, la textura granulada de su imagen busca, gran trabajo de post-producción mediante, que aquello que vemos se asemeje a una una película filmada en 1995, año en donde transcurre caprichosamente la historia -aunque teniendo en cuenta la importancia que se le da al ver y al escuchar se entiende el porqué de esta decisión-. 

Si todo lo anterior (re)suena conocido es porque parte del asunto se asemeja a ciertas premisas audiovisuales de Actividad Paranormal, como el hecho de que la cámara registre un espacio y lo que ocurre obsesivamente. Pero al mismo tiempo hay una gran diferencia con aquella saga, y es que en esas películas la cámara se enfocaba en un espacio en donde en definitiva terminaba ocurriendo algo, es decir, donde lo latente en algún momento se volvía presente. En Skinamarink eso no ocurre. La cámara apunta a cualquier lado porque lo que le importa a su director es el fuera de campo, la amenaza y la postergación. Ahí es donde se desarrollan nuestras peores pesadillas. De esta manera la película avanza induciéndonos a tener miedo por unos niños que no vemos pero con los que podríamos identificarnos en una situación universalmente aterradora: ¿Quién no tuvo miedo en la infancia de no encontrar a sus padres en medio de la noche? ¿Quién no le tuvo miedo a la oscuridad e imaginó que ahí acechaba una criatura asesina? ¿Quién no tembló por una casa que ya no ofrece protección sino amenaza?

Skinamarink trabaja sobre muchos de los miedos primarios todos juntos y al mismo tiempo. Y a pesar de que regala algunos jump scares que atentan contra la coherencia de la propuesta, no se puede negar que funcionan impecablemente. A su vez, esos saltos también sirven para despertar, como ocurrió en mi caso, ya que la experiencia pedía tanta concentración que al primer estímulo salté como un desaforado. O como un niño asustado. La estrategia funcionó. No la volveré a verla, pero valió la pena cada uno de sus cien perturbadores minutos.

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