Temporada de caza

Por Federico Karstulovich

Temporada de caza
Argentina-Estados Unidos-Alemania-Francia-Qatar, 2017, 105´
Dirigida por Natalia Garagiola
Con Lautaro Bettoni, Germán Palacios, Boy Olmi

Aprendizajes

Por Sebastián Rosal

Hago un repaso mental no demasiado exhaustivo y encuentro rápidamente que en los últimos años usé citas textuales de Borges en al menos tres notas. No serían demasiadas si no fuera porque tampoco son tantos los textos sobre cine que escribí (llegué tarde a la crítica porque el cine llegó a mi vida más tarde de lo que hubiera querido), y aún más porque es el único escritor al que acudí. Buscar frases borgeanas es una especie de juego, un destello que cuando aparece me permite un pequeño instante de felicidad. Puedo admitir que hay algo de maníaco en el asunto, pero también es cierto que me resultan útiles como motores que propician la escritura, y no importa si la cita finalmente no aparece en el texto, ni si la película en cuestión, como casi siempre ocurre, no tiene punto de contacto alguno con su obra. Toda esta introducción viene a cuento porque (adivinen), en algún momento de Temporada de caza la cita apareció, redonda y clara, esta vez desde Tlön, Uqbar, Orbis Tertius, y dice así: “Mi padre había estrechado con él (el verbo es excesivo) una de esas amistades inglesas que empiezan por excluir la confidencia y que muy pronto omiten el diálogo”. Como en toda transposición algo permanece y algo, citando la cita, es excesivo, pero puede servir de puerta de entrada al mundo que la película dispone.

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En el campo de deportes de un colegio que bien podría ser uno de esos con nombre inglés, de edificio aristocrático y predio en la zona norte del Gran Buenos Aires, hay chicas jugando al hockey y varones al rugby. La cámara se mueve entre los deportistas, cuando de pronto sale corriendo. Se escuchan gritos, los rugbiers forman un círculo alrededor de dos de ellos que están a las trompadas limpias en el medio de la cancha en una de esas peleas propias de la edad; una demostración acaso innecesaria pero tradicional de hombría. Pero lo que aparenta ser una especie de Juvenilia (Miguel Cané, 1884) acomodada deriva rápidamente en una historia mucho más densa y profunda, en un drama íntimo, del que la pelea fue apenas un estallido ejemplar, un adelanto de lo por venir. Uno de los adolescentes trenzados en lucha es Nahuel, quien después de la inevitable reprimenda en la dirección del colegio y una breve conversación con Bautista, su padre, emprende en soledad un viaje que supone definitivo a la Patagonia profunda de bosques y montañas, un viaje que es el reencuentro y el comienzo de una nueva vida no deseada con Ernesto, su padre biológico y ausente desde siempre. Sobre esa tríada masculina armada imprevistamente y a la fuerza, motivada por la muerte de una mujer que fue madre y esposa, gira la película.

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De alguna manera, el debut en el largometraje de Garagiola navega con solvencia entre dos universos de referencia, y su inteligencia radica en tomar lo mejor de ambos. Contemporánea en sus formas y en su espíritu, sabe también apelar al universo del cine clásico en la concisión de sus actos y en la parquedad de sus declamaciones, reducidas a breves pero volcánicos estallidos en los que aparece, rabiosa, la angustia del momento y el dolor contenido por años. Los tres hombres, y en particular Nahuel y Ernesto, sobre quienes recae la casi totalidad de la historia, sobrellevan como pueden la nueva situación, tan parcos y lacónicos entre ellos como prescindentes de las mujeres, con quienes no saben demasiado bien cómo congeniar, ya sea porque asumen las formas de un recuerdo doloroso (la madre/esposa), una presencia apenas necesaria pero marginada (la nueva mujer de Ernesto) o la extrañeza de las posibles maneras del sexo aún desconocido (la amiga de Nahuel). Porque Temporada de caza es una película de aprendizajes masculinos: el ineludible de un hombre maduro que debe ser padre de un hijo olvidado, el de un adolescente que debe comenzar a ser hijo de alguien a quien no siente como padre, y el de un padre adoptivo que ve amenazada una vida futura con un hijo al que supo criar y amar. Y ese aprendizaje no se sostiene en discursos ni en planteos existenciales sino en la fisicidad de una serie de acciones que asumen la forma de transmisión de conocimientos, de saberes iniciáticos, de legados, de herencia si se quiere: cómo cortar la leña, empuñar un rifle, montar a caballo o acorralar a un animal durante una cacería. Sin apuros pero sin pausas, en el devenir de ese proceso ascético, plagado de silencios, se va construyendo lentamente un futuro posible y diferente, más humano. Ese mundo en parte arcaico, salvaje, desconocido en la gran ciudad, requiere de conductas y de gestos tan filosos como la naturaleza sureña, a la que la película sabiamente establece como teatro imprescindible de las acciones, sin confundirlo nunca con una postal preciosista. Sin estridencias (y este tal vez ese sea el mayor hallazgo de Temporada de caza) descubrir que ningún paisaje es más interesante que un puñado de vidas tratando de sobrellevar, a tientas pero con nobleza y dignidad, el cimbronazo de sus existencias sacudidas.

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