#DossierTerrorPP – (13): ArTerror

Por Federico Karstulovich

Las invasiones bárbaras

Johnny Morrow Mandy Web

¿Llegamos al final del camino? En parte sí. O al menos por ahora. El punto ya no es todo lo que recorrimos, sino cómo los distintos afluentes fueron planteando alternativas distintas a las que quizás ya conocemos en torno al género. Pero ese no es el punto siquiera. El punto al que llegamos acá nos obliga a preguntarnos qué puede estar pasando con el terror actualmente. Es posible que pasen muchas más cosas de las que vamos a plantear aquí. Pero no son las cosas sobre las que vayamos a hablar ahora. Lo que nos interesa es una vertiente en el género que se está haciendo cada vez más marcada, más pronunciada y que, inevitablemente, genera nuevos nichos de consumo, porque la novedad con esta última moda del terror es que el género parece quedar cada vez más atrás, cada vez más desdibujado. Y a cambio de eso el nicho es lo que se impone. Pero entonces es importante aclarar qué es un nicho. Sin dudas es un grupo de consumo. Pero lo que sucede con este terror del que vamos a hablar es que el grupo de consumo parece importar más que el género mismo o que sus autores, incluso. El nicho construye un ámbito de uso. Es plástico: está hoy, pero mañana puede ser historia. El género, en este sentido, pareciera manejar otra clase de ética, que tiene que ver con la defensa de lo propio, de su tradición, de su historia, de sus creadores y sus posibilidades. Para el nicho no hay historia: siempre es hoy. Y el presente nos obliga a hablar de un terror que mira más hacia afuera que hacia adentro, más hacia el qué dirán (de los festivales, entre otras cosas) que hacia el qué soy.

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Desde hace varios años podemos observar esta conducta, pero es en los últimos cinco donde el fenómeno adquirió suficiente relevancia. A falta de nombre (el mundo anglosajón se refiere al fenómeno del art horror) podemos llamarlo terror arty o incluso Arterror. Por eso, para evitar caer en confusiones, sería interesante pensar en algunos antecedentes de esto varias décadas atrás, para luego, sí, ya identificar algunos casos que saltan a la vista.
Quizás valga la pena describir algunas de las características de esta clase de terror, para luego definir con precisión hacia dónde vamos. Me gusta pensar, si hablamos de cualidades del arterror, en una serie de características, que si bien no deben ser absolutamente excluyentes del conjunto del corpus, creo que definen con basal claridad una identidad que ya nada tiene de azaroso y si, por el contrario, sistemático. Las características serían las que pasaremos a listar.

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a. Son películas que no tienen historia ni tradición en el género, o al menos no se reconocen expresamente, sino como ejercicios de estilo

b. Son excepciones, experimentos de los directores: son pruebas que se llevan a cabo como si el género fuese un laboratorio

c. Son películas en las que la perspectiva se ocupa más de la estilización que de aportarle algo en particular al género

d. Trabajan con la elisión, en vez de ser explícitas o brutales

e. Derivado del punto anterior, en caso de ser remakes o versiones libres, hacen del salvajismo de las películas originales un hecho tolerable

f. Rompen el molde de lo festivalero, ya que logran ingresar a ese circuito, precisamente porque no se reconocen en los cánones tradicionales del género, así como tampoco se reconocen en los cánones expresamente festivaleros

g. No suelen ser generadoras de grandes cambios en el género, sino que son vistas como anomalías en la propia obra del director.

Teniendo estos puntos en cuenta, aplicables a las películas del último segmento de esta lista, pensemos algunos antecedentes que pudieron haber hecho posible el asunto.

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1. Antecedentes: bisabuelos. Sin lugar a dudas, si hay que pensar un origen arty para este post-terror, es imposible dejar de mencionar al mayor de los antecedentes: me refiero al expresionismo alemán con sus horrores estilizados y sofisticados, que legarīan al género una serie de modos y cadencias que el salvajismo futuro desplazaría. Pero más allá de esa vanguardia en particular, que fundó una serie de relámpagos que iluminaron tradiciones futuras, podemos encontrar algunos casos en los que el terror fue un ejercicio formal que permitió profundizar ejes de la propia obra, antes que una inscripción en la historia del género. Esto es clave, justamente porque habla mucho más de discontinuidades autorales que de continuidad de conjunto. No obstante, hablamos de películas con un altísimo nivel de estilización, como Vampyr (Carl T. Dreyer, 1932), Los ojos sin rostro (Georges Franju, 1959) y La hora del lobo (Ingmar Bergman, 1968). Así y todo, es difícil encontrar continuadores a tamañas experiencias, aunque no debería soslayarse el rol del terror japonés clásico de la década del 60, que también presupone alguna serie de intersecciones con esta estilización inicial que marca un camino.

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2. Antecedentes: abuelos. Un poco en la línea de los primeros exponentes, pero también un poco más a tono con su época, por lo tanto más abiertos a experimentar sobre ciertos limites expositivos que les brindaba el género como excusa para profundizar en las propias obsesiones, un puñado de directores de la generación siguiente se posicionóun paso más allá. Pero no en tanto superación de constantes del género, sino de su propio estilo, como si de una competencia personal (consigo mismos, claro) se tratase. Películas como El resplandor (Stanley Kubrick, 1980), Una mujer poseída (Andrej Zulawski, 1981), y, en menor medida, El Ansia (Tony Scott, 1983), pueden considerarse un salto que expresara una continuidad entre los pioneros y las formas de lo que de manera esporádica se denominó con el epïteto de “terror elevado” (no casualmente reivindicado como categoría en el presente). Esta segunda generación profundizó, en definitiva, esa nueva práctica de pensar al terror como un medio para desarrollar el propio estilo audiovisual, al punto tal que algunas de estas películas pueden ingresar perfectamente en cualquier lista del género, ya que la interdependencia entre autores y marcas del género es fluida y rica. El archipiélago se iba diseñando.

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3. Antecedentes: padres. El problema parece comenzar a aparecer de forma todavía más clara con la generación siguiente, en donde el abordaje del terror parece un tanto más esquivo, en donde la categoría de pertenencia es un poco más difícil de definir y en donde la mirada personal, casi a modo de reescribir el género y muchas de sus condiciones de partida, es mucho mayor y al menos más preponderante que el reconocimiento en la historia del género puntualmente, al punto tal que varios de sus directores no tienen casi nada que ver con el terror, al que parecen considerar una mera excusa para llevar adelante, en algunos casos, películas personales y extraordinarias y en otras, simples experimentos fallidos. Ahí podemos encontrar a casos como La adicción (Abel Ferrara, 1995), Trouble Every Day (Claire Denis, 2001), El tiempo del lobo (Haneke, 2003), Let the Right One In (Thomas Alfredson, 2008), Antichrist (Lars Von Trier, 2009). Podemos decir casi sin equivocarnos que cada uno de los directores de las anteriores (exceptuando quizás el único caso de Ferrara, que dirigió la remake de La invasión de los ladrones de cuerpos), solo llevaron a cabo pruebas para nunca más volver al género, como si en el fondo también tuvieran algo de inquilino incómodo.

4. Presente: hijos. Quizás la versión definitiva de todos estos movimientos al interior del aterror aparezcan en los últimos cinco años. Particularmente en el último lustro, varios directores encuentran la vía de entrada a un prestigio que no tenían previamente, o, en el mejor de los casos, valiéndose del género, se permiten una reformulación de su propia obra (en la mayoría de los casos, hablamos de autores eclécticos, en los que no puede distinguirse necesariamente un estilo o una serie de temas abordados de modo particular). Películas como Under the Skin (Johnnathan Glazer, 2013), It follows (David Robert Mitchell, 2014), The Witch (Robert Eggers, 2015), The Neon Demon (Nicholas Winding Refn, 2016), Viene de noche (Trey Edward Shults, 2017), El sacrificio de un ciervo sagrado (Yorgos Lanthinos, 2017), Hereditary (Ari Astner, 2018), Mandy (Panos Cosmatos, 2018), Suspiria (Luca Guadagnino, 2018) y sin ir demasiado lejos, la argentina Muere Monstruo Muere (Alejandro Fadel, 2018) son los casos más acabados. Y lo más interesante es que ninguna de ellas carece de ideas, pero lo que claramente sucede es que expresan una voluntad de dominio sobre el género, como si estuvieran más allá, como si expresaran un post-terror, donde lo único que pudiera hacerse con el género fuera exponerlo a su propia vacuidad y montar su retórica formal sin otro vínculo que no sea el de un íntimo desprecio por los avatares del terror. No solo cada una de ellas expresa de forma contundente cada uno de los puntos que definimos algunas líneas arriba (carencia de historia en el género, ejercicios de estilo, fuertemente estilizadas, eluden lo explícito, hacen del salvajismo un hecho tolerable, rompen el molde de lo festivalero, no aportan cambios en el género sino sobre la propia obra del director), sino que terminan resultando la expresión perfecta de los modos plásticos del capital simbólico de los festivales: todo puede construir un nuevo nicho de mercado.

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Quizás, en definitiva, los géneros siempre fueron eso: nichos a la espera de la explotación. Y el acto de explicitar la pertenencia que ostentan todas estas películas que hemos mencionado no hace otra cosa excepto recordarnos que, cada vez que pensamos que estamos ante algo nuevo, en el fondo no hacemos sino volver sobre nuestros propios pasos. Creemos que avanzamos, creemos que inventamos, pero se trata de un ciclo que opera gracias a nuestra desmemoria o a nuestra amnesia programada, vaya uno a saber.
Sea como fuere, el terror arty parece haber llegado para quedarse, ocupando cada vez más espacios en festivales, accediendo a lugares que el público no le había brindado al género previamente. O mejor dicho: accediendo a otros públicos, no sé si mejores o peores, de nicho o exterior al mismo, pero de seguro un público distinto al que supo dar volumen al género de terror a lo largo de su historia. Mientras tanto, el viejo y querido terror tal y como lo conocemos ingresa en un subsuelo de degradación frente a sus compañeros de góndola boutique, cada vez más arriba, a la altura de los ojos y las manos ávidas por llevarse la novedad a las retinas.

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